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Volver al paraíso

Yo parí a Juan Carlos Aragón

'Los ángeles caídos'. Todas las inquietudes teológicas que me han acompañado desde siempre quedaron reflejadas en un repertorio que, a veces, no entendíamos ni los que cantaban ni yo mismo

Volver al paraíso

05 de febrero 2009 - 01:00

RECUERDO que la primavera de 2001 fue una de las épocas más críticas de mi vida a nivel personal. Pasé varios meses viviendo al sol pero, a la vez, a la sombra de mí mismo. Escepticismo profesional, sentimental y existencial. Pérdida de valores. Enemistad con el mundo y sus animales. Estuve a punto de comprarme una isla desierta, pero fui por la mañana y el tío no tenía cambio. Por tanto, volví a la Costa de la Luz y, producto de aquellos espantos y decadencias, me sumergí en la confección de la comparsa más compleja y profunda que he hecho: 'Los Ángeles Caídos' (el título ya lo dice todo al respecto).

Aunque a algún lector le parezca coña, yo siempre he sido una persona muy religiosa. Religioso, no es aquel que va todos los domingos a misa, se casa en la Iglesia del Carmen, bautiza a los hijos, se gasta una fortuna en sus comuniones y sale de varilla en la Santa Cena. Religioso es aquel que no para de preguntarse por lo divino y su realidad, y se desvive y se atormenta ante la falta de respuestas. Y esas inquietudes teológicas que me han acompañado siempre, fueron las que proyecté en el repertorio de aquella comparsa, especialmente en la presentación y el popurrí. No sé cómo mi grupo, que ni mucho menos compartía esas inquietudes conmigo -era gente más elemental-, aceptó dicho repertorio (aunque me consta que, a veces, algunos no sabían ni lo que estaban cantando; normal por otra parte, ya que yo muchas veces tampoco sabía ni lo que estaba escribiendo… pero sonaba de puta madre).

Desde que empezamos a montar los primeros compases, vi claro que aquella comparsa iba a ser primer premio. Tan claro lo vi, que a tres semanas del inicio del concurso, cerré el repertorio y me dediqué ya nada más que a la chirigota, que estaba más desasistida, mientras los celos mutuos seguían creciendo. Pero lo que no imaginaba era que un primer premio se pudiera rodear de tantas turbulencias y episodios amargos.

Mi grupo seguía teniendo una liga -una guerra- particular con la otra comparsa. Y las cosas empezaron a complicarse cuando se enteraron que Antonio le había hecho un pasodoble al recién fallecido Piru, nombrándolos a todos ellos. La indignación es gratuita y cada cual tiene derecho a molestarse. De hecho, hay quienes se molestan porque los nombran, pero si no los nombran se molestan más. Se acordó en responder a esa letra de Antonio con otra que, finalmente, fue el famosito cuplé. Y para colmo, el sorteo nos emparejó en el debut de preliminares, con lo cual, el morbo estaba servido.

Y cantaron ellos el pasodoble… y cantamos nosotros el cuplé. ¡Joder! No daba crédito. Qué bochorno. Me avergoncé de ser carnavalero, tanto por haber entrado al trapo de una guerra que no era mía, como por la reacción del público. Salimos escoltados por 20 policías (ni que fuésemos Obama). Portada en todos los periódicos. Noticia en todos los telediarios. Es cierto que a mí me va la marcha, pero no esa, precisamente. Pedí disculpas a Antonio en público y en privado varias veces (no sirvió pa ná). No pretendía hacer daño, pero por lo visto debí hacerlo, y mucho… Hay gente tan soberbia que está por encima del bien y del mal, y nunca se arrepiente de lo que hace. Yo no soy de esos. Yo sí me arrepiento de aquel cuplé, entre otras cosas, porque ya se me había quedado jodido el concurso. Y, además, reconozco que, desde aquel día, mi actitud hacia el grupo empezó a dar un giro considerable. Comencé a sentirme utilizado y a recordar una frase que me dijo Antonio cuando yo le comuniqué que iba a aceptar la oferta de su antiguo grupo: -"se van contigo porque quieren hacerme sangre en el ano"-.

El concurso de agrupaciones acabó bien y mal a la vez. Ganamos el primer premio, pero yo no lo celebré por dos motivos: uno, porque aquel bochornoso episodio me quitó las ganas de celebrar nada -aparte de lo que acabo de comentar-; dos, porque mi chirigota, en parte, pagó los platos rotos de aquella mala movida sin comerlo ni beberlo.

Tanto fue así que, promovido por mis fundados cargos de conciencia en todos los sentidos, el domingo de piñata le hice a la chirigota una oferta: el año que viene, dejo la comparsa ésta, y hacemos una comparsa nosotros. Y aunque esto ya os lo cuento en el próximo capítulo, os adelanto que no salió.

Y al grupo de la comparsa, de comunicarle que el año siguiente no escribiría para ellos, de pronto pasé a decirles que el año siguiente me tendrían a su disposición exclusiva.

A ellos, eso de la dedicación exclusiva creo que les hizo mucha ilusión. Ya habían ganado dos batallas: una, la particular con Antonio; otra, la de no tener que compartirme con la chirigota. Pero yo no estaba tan contento ni las tenía ya todas conmigo. El follón del concurso me iría pasando factura cada vez más. Empecé a observar cuestiones de régimen interno con las que no comulgaba en absoluto. La gran víctima de todo esto había sido mi chirigota. Y si la víctima era nada más y nada menos que mi chirigota, la víctima también era yo.

También aquel año comencé a darme cuenta que, en carnaval, el fin no justifica los medios. Dicho de otra forma: el grupo cantó formidablemente lo que les compuse, y me dieron mi primer premio en comparsas, de la misma manera que yo les di otro primer premio más a ellos. Pero no me había compensado. Hoy puedo decir que hay valores y satisfacciones más gratas y auténticas que conseguir un primer premio al precio que sea en el Coliseo gaditano. Y habrá quien piense lo contrario. Lo respeto, por supuesto; pero no me obliguen a que lo comparta, por favor.

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