La infiltrada
Doña Cuaresma
Los grandes generales han repetido hasta la saciedad que para vencer a tu enemigo hay que conocerlo bien. Y eso es lo que he decidido. Haciendo de tripas corazón, salí este sábado asqueroso disfrazada. Sí, disfrazada de mí misma. Con mi traje negro, cubierta mi cabeza con mi mantilla de luto, un bastón por si tenía que darle un mamporrazo a alguno de estos pitecántropos. Cuál fue mi sorpresa cuando, sentada en un banco de San Antonio, empezaron a acercarse guiris y a pedirme fotografías. Al principio me negué, pero luego, para mimetizarme con el paisanaje, puse mi cara más enfadada mientras accedía a inmortalizarme con señoras entradas en años con gorros de vaqueros, puretas barrigones con pantalones de pitillos que miraban satirones a las chavalitas, excursiones de viejos de Albacete, que a mitad del camino van... y paran en una venta. La cosa se puso seria cuando un gachó con evidentes signos de embriaguez me ofreció un vasito de Gloria. ¿Gloria?, pero cómo va una a rechazar un trozito de inmortalidad. Ahí me perdí. Mojé mis labios y ya no pude parar. Ay, pobre de mí. Qué dolor de cabeza tengo. Pero ¿qué le ponen a ese moscatel para ser tan adictivo? Acabé haciendo la conga del trasnochador en San Antonio, todo por mi condición de infiltrada claro, que ríanse ustedes de la policía esa que se introdujo en ETA para cazar a los terroristas. Esto sí que es peligroso. Como pude fui escabulléndome hacia mi casa, en cuya casapuerta encontré a una parejita dándose el lote. Ah, no, hasta ahí no llego. Una debe mantener intacta su virtud. A pesar del Gloria.
También te puede interesar