Y menos trabajo... y más carnaval
Yo parí a Juan Carlos Aragón
Incertidumbre. En los ensayos, cuando la gente venía a escucharnos no se reía ni aunque le hiciéramos cosquillas. Menos mal que la última semana se produjo un monumental giro de tuerca
Y la sorpresita que me tenía guardada el final del siglo XX, iba a llegarme con unos mimbres muy humildes, casi de andar por casa, con los que forjé mi mejor canasto.
Recuperé a Carmelito. Llegaron Manolo el Largo y Manolo el punto.com, Ismael, Caro, Carlitos y los dos Antonios -el Guapo y el Caja-. Los otros cuatro veníamos de las Ruinas. Y con la intención de volver al espíritu de los Tintos, fiché otra vez de director ar Juaqui, pero abandonó a las segundas de cambio, y ya tomó el timón Javi Bohórquez.
Corría el verano de 1998 aún y, para que el grupo rodara, montamos una pequeña antología de mis cinco chirigotas anteriores. Empezó sonando así como regular, aunque en el Me río de Janeiro ya tuvo una buena aceptación.
El tipo era otro de mis grandes mitos: el hippie que protagonizó la última revolución espiritual de la historia, y que terminó degenerando en el hijo de papá que se afilió al movimiento buscando sólo sexo, droga y rock&roll del modo más materialista y grosero -de ahí, mi irónico cachondeo con el mismo hippie romántico que reivindicaba-. Por eso sabía que me iba a entregar a tope en aquella chirigota. Era el tipo de mi vida, y no lo hice con más cariño porque no pude. Y cuando las cosas se hacen con tanto cariño suelen salir bien: creo que nunca mimé más un tipo y un repertorio.
Para hacer la presentación y el popurrí versioné varios himnos de la época, intentando así que todo tuviera más realismo. Cuando le llevé los primeros compases del repertorio al grupo, tuvieron una gran acogida. El estribillo me salió solo, sin buscarlo, y a las primeras de cambio (quizá ese fue el único secreto de su gran pegada).
Nosotros, particularmente, estábamos muy contentos con la marcha de los ensayos. Nos sonaba muy bien. Pero el problema era que, cuando la gente venía a escucharnos, no se reía ni aunque le hiciéramos cosquillas: simplemente nos miraban como si fuéramos doce huevos pasados por agua. Menos mal que la última semana, se produjo un monumental giro de tuerca. Y con sólo dos ensayos generales que dimos, pasamos de villanos a héroes y empezamos a prometérnoslas felices, muy felices. No podíamos fallar. Estábamos ante una oportunidad que sólo se les presenta de vez en cuando a unos privilegiados. Además, nos dimos cuenta que los dioses estaban de nuestro lado cuando nos tocó debutar el último sábado, y que el tipo había quedado genial con una inversión de mil duros, aproximadamente.
El debut respondió con creces a nuestras expectativas, y las semifinales las confirmaron con creces. Éramos conscientes -aun sin creérnoslo del todo- de que, si todo iba normal, íbamos a ganar el concurso… y algo más. De hecho, durante el pasacalles a la Final empezamos a ver lo que se nos venía encima. Luego, el Teatro se nos caía en lo alto -estuvimos casi una hora en escena-. Confieso que nos temblaban las piernas y que nos faltaba saliva para cantar. Eran las 7 de la mañana cuando abandonamos el Teatro y nos fuimos a la Peña Celestino Mutis a escuchar el veredicto del jurado. Un poco antes, hasta Don Enrique Villegas, pregonero de aquel año, se acercó a la Peña para felicitarme. Por venir de quien venía, fue un gran honor. Y cuando el jurado nos proclamó vencedores, simplemente echamos a volar.
A la tarde siguiente, yendo en el autobús en dirección a Sevilla, y plenamente consciente de lo que había ocurrido y quedaba por ocurrir, recuerdo que le dije al personal: -"señores, disfrutadlo, que techo más alto ya no vamos a tocar"-. Y creo que no me equivoqué. El paseo triunfal que nos pegamos aquel año por toda nuestra geografía, fue una auténtica sangría de emociones, éxitos, carcajadas, gamberradas y pasiones. Nuestro "disfraz" se convirtió en un símbolo y nuestras canciones en himnos. Y lo mejor de aquel grupo fue que siempre mantuvo la humildad y la entrega en todas y cada una de sus actuaciones, y que a nadie se le subió los humos (esto no es ninguna tontería: yo he visto a muchos que por pasar a una final se han creído John Lennon), aunque reconozco que, a rachas, sufríamos un trasplante de personalidad y nos sentíamos auténticos hippies. Llevábamos el tipo cosido a la piel, y hasta hablábamos entre nosotros como si estuviéramos actuando. No sé si esto fue producto del exceso de trabajo, de la falta de descanso o de "otras cosas". Pero todo lo que ocurrió aquel año mereció la pena; fue, en toda regla, El año que vivimos peligrosamente.
Para contar anécdotas de actuaciones célebres (como las de Córdoba, Tarifa, Marinaleda o Alicante), episodios del autobús y otras cruzadas nocturnas, necesitaría, por una parte, 200 páginas como ésta y, por otra, el permiso de los que formaron aquella chirigota -y no cuento con ninguna de las dos cosas-.
Ganamos todos los premios habidos y por haber. Hasta la Asociación de la Prensa me concedió el Premio de la Crítica (otra inesperada y grata sorpresa). Y, además, le puse punto y final a más de cuatro abejorros que no paraban de joder mi chirigota y mi vida. Después de aquello pude perfectamente haber dejado el carnaval, pues nada de lo que vino detrás fue mejor. Pero fue mayor la gula y seguí.
Ese año también fue el primero en el que respeté y compartí la decisión del jurado, aunque me consta que alguno de sus miembros nos dio el premio sólo por no enfrentarse con el público. Sería por lo del "güen rollo, colega…".
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