El Festival de Teatro de Comedias arrancó a lo bestia en El Puerto

El Puerto/Menuda coz en el trasero habría que endilgarle a quien colgó en el cuello de los burros la pesada losa que los habría de asociar a la estulticia, la irremisible torpeza y la tontura infinita, convirtiendo el sustantivo de la especie en adjetivo denigratorio. Perdonamos al gran Peret y a aquella rumba suya, blanca y pegadiza, que rezumaba más ternura que retranca, y condenamos a esos maestros carcamales que pinzaban orejas de pollino a los escolares con problemas, cuando los ignorantes eran los docentes, porque la ciencia ha demostrado la contrastada inteligencia de esos seres peludos y grisáceos, muy por encima de la de otros équidos con más empaque y renombre.

Por eso se agradecen creaciones que les devuelvan la dignidad, destacando su papel como fieles compañeros de las Humanidad y su presencia en algunos de los momentos cruciales de la historia de Occidente: no hace falta recordar a lomos de qué cuadrúpedo entró en Jerusalén el más conocido de los profetas. Eso sin contar con la bibliografía milenaria que los alumbra; es, precisamente, de ese hilo literario del que ha tirado Álvaro Tato para armar una impecable dramaturgia, complementada por la música y la dirección de Yayo Cáceres, y levantar la obra Burro, con la que el viernes echó a andar, y de qué manera, el XXXIII Festival de Teatro de Comedias, organizado un año más, en el patio porticado de San Luis Gonzaga, por el Ayuntamiento de El Puerto de Santa María.

Firma el proyecto la compañía Ay Teatro, que también son Ron Lalá, y que ya pisó este Festival el verano pasado con Vive Molière. Si en aquella ocasión homenajeaban a quien fue destacado alumno de la institución escolar de la Compañía de Jesús, este año no era difícil imaginar, asomado a los ventanales de las viejas aulas, al fantasma niño de quien fue alumno moguereño, taciturno y melancólico, del colegio portuense, y que con los años bordaría un libro de prosas poéticas donde un borriquillo habría de tener por vez primera nombre propio.

Burro es, digámoslo ya, una deliciosa carta de amor a ese animal con forma de monólogo musical, que recorre el extenso camino que va de la Antigua Grecia, y aun antes, a la actualidad, con paradas en las Fábulas de Esopo, en Las Metamorfosis de Ovidio, en el Asno de Oro de Apuleyo, y también en el Rucio de Sancho Panza y en El sueño de una noche de Verano de Shakespeare, sin olvidar, claro, al Platero de aquel estudiante taciturno. Esa vuelta atrás la hace un jumento innominado que, atado a un poste, afronta su final ante el avance arrasador de un incendio que enciende, oímos en su queja vieja y temblorosa, “la luz del pasado”. El juglar de la tragicomedia no es otro que el gran Carlos Hipólito, narrador para siempre de la serie Cuéntame, y seguramente el mejor actor de su generación y el más en forma, a dos cumpleaños de convertirse en septuagenario. Hipólito podría hacernos creer que es quien le diese la gana, tal es su altura interpretativa y su capacidad para dominar diferentes texturas. Talentoso y camaleónico, está dotado de una magnífica voz y una brillante prosodia con la que en esta pieza va más allá, porque canta, y bien, con el apoyo de tres actores secundarios que son músicos de primera: Fran García, Iballa Rodríguez y Manuel Lavandera. Excelente escenografía –mínima, práctica, suficiente- ideada por maestros en la sugerencia y la economía de medios, y lograda iluminación, que pasa con acierto de lo tenue a lo intenso al servicio de los vaivenes de la historia.

Primer éxito de un Festival que viene fuerte y que el público supo recompensar con justicia. Entre el chaparrón de aplausos veraniegos no fue posible oír el celestial rebuzno, agradecido e inmemorial, de todos los asnos que en el mundo han sido.