Turismo sostenible en El Puerto
Asistí el otro día a un acto en Puerto Sherry en el que autoridades municipales y regionales hablaron para la galería –iba a transmitirse por el canal local de televisión– de cultura y de turismo “sostenible”.
Lo de “sostenible” es una de esas palabras comodín que, como la de “resiliencia", se han puesto de moda, y que parecen dar un toque de distinción a cualquier discurso de un político.
Al día siguiente, paseando por el centro de El Puerto me topé con un nutrido grupo de vecinos de todas las edades que, con pancartas y a gritos y vigilados en todo momento por un par de policías municipales, pedían al Ayuntamiento que pusiese fin a la plaga de los “pisos turísticos”.
Ésa, y no la que presentaron los políticos en Puerto Sherry, es la realidad diaria de El Puerto: una ciudad que parece vivir últimamente sólo para los fines de semana ahogados en alcohol y las ruidosas despedidas de solteros y, ¿cómo no?, de solteras.
Una ciudad a la que las autoridades municipales se esfuerzan en publicitar en otros países, entre ellos los nórdicos, pero en la que no es posible encontrar un restaurante abierto para cenar antes de las ocho y pico de la tarde.
¿Y qué decir de la cultura, de la que también se precian los políticos? Basta pasar delante de la fundación Rafael Alberti, acaso el hijo más famoso de la ciudad, para ver cómo la placa que hay en la fachada sigue sin repararse.
Uno mismo lo denunció hace ya años en las páginas de este periódico sin que los responsables se hayan dado en ningún momento por aludidos.
La única cultura que parece importar aquí es la tauromaquia, declarada oficialmente “parte del patrimonio cultural digno de protección en todo el territorio nacional”. Ni más ni menos.
Los toros y, por supuesto, las procesiones, y no sólo las de Semana Santa, pues no parece haber mes sin que los cofrades saquen a las vírgenes de sus templos en lo que tiene cada vez más de folclórico que de acto religioso.
El Puerto, la ciudad que todavía llaman, en honor a su historia, de los Cien Palacios, tiene un rico pasado estrechamente relacionado con el comercio ultramarino, la pesca, la sal y, por supuesto, las bodegas.
Y, sin embargo, repito lo que he escrito ya otras veces: uno echa de menos la existencia de museos que ofrezcan testimonio de lo que ha sido esta ciudad desde que Colón preparó aquí sus viajes junto al navegante y cartógrafo Juan de la Cosa.
En conversaciones con los descendientes de algunas familias bodegueras de El Puerto, uno escucha mil anécdotas y se pregunta cómo es posible que todo ese rico testimonio vaya a desaparecer para siempre.
Debe de haber en los domicilios particulares de esas familias fotografías y documentos que podrían llenar museos e interesar a quienes no vienen aquí sólo a divertirse un fin de semana en esos bares y discotecas que hacen el descanso imposible a los vecinos. Eso también es cultura.
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