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La España de Felipe VI

Los retos

El sucesor de Juan Carlos I se encuentra con una sociedad sin fe en las instituciones y que debe combatir inclinaciones secesionistas. Ha demostrado en muchas ocasiones que es hijo de su tiempo.

La España de Felipe VI
Pedro Ingelmo

02 de junio 2014 - 11:13

Es sólo una metáfora: el día elegido por Juan Carlos de Borbón, Juan Carlos I, para abdicar los periódicos abrían sus primeras páginas con la noticia acerca de un miembro del Tribunal Constitucional que abandonaba su cargo por conducir su moto borracho y sin casco en la noche madrileña. Que las instituciones democráticas que el Rey contribuyó a crear y que dieron carpetazo heroico a un pasado autoritario plagado de grisáceos colores estaban conduciendo sin norte era una evidencia que ya no podía mostrar más indicios. Tuvieron que ser unas elecciones europeas, unas elecciones que habitualmente a nadie importan, las que hicieran saltar el sistema de alarma de incendios. En esas elecciones europeas se tradujo en votos lo que las voces de la calle llevaban gritando hace tiempo: que la fórmula creada hace 39 años por el rey Juan Carlos y sus colaboradores más cercanos daba síntomas de un agotamiento extremo, de una insoportable senectud. Que estos nuevos cuarenta años de paz y prosperidad habían envejecido con el Rey.

La sociedad española a la que se enfrenta Felipe VI, Felipe de Borbón, apenas si se reconoce en luchas pasadas, esas que el cantautor Ismael Serrano glosaba en esa insoportable canción que decía lo de papá cuéntame otra vez lo de las carreras delante de los grises y lo de la playa bajo los adoquines exportados de París. Para la mayor parte de ella la palabra Transición es tan lejana como lo era para los jóvenes de los 70 la Guerra Civil. Sus problemas son otros. Percibe que en los círculos de poder se ha enquistado una clase que maneja favores y apenas si tiene conciencia de la realidad de la calle, una realidad que se traduce en datos estadísticos de desempleo, desahucios o desigualdad en un país abiertamente injusto, sean las causas y los pecadores los que sean. Ésa es la realidad porque lo dicen los números y esos números se han llevado por delante un tiempo.

Un círculo de profesores de Políticas de la Universidad Complutense, con una estrategia de comunicación minuciosamente pensada mezclando televisión y redes sociales, dio con la clave en la campaña de las europeas y, como toda estrategia de comunicación, utilizó una palabra fuerza. El eslogan, que como todo publicitario sabe sólo tiene que ofrecer simples soluciones para problemas complejos, era casta. La marca del nuevo producto era Podemos. Quizá sea un fenómeno pasajero, pero su éxito en la estantería de los votos ha sido tal que ha convulsionado a este país y es imposible, aunque una cosa ni por asomo sea la causa de la otra, no imbricar ambos hechos, quizá uno de duración perecedera y el otro, la abdicación, de naturaleza histórica.

Posiblemente ese sea, combatir la palabra casta, el primer y más importante reto de Felipe VI, Felipe de Borbón, un hombre de 46 años casado con una periodista divorciada que tiene como uno de sus grupos favoritos a la banda británica The Killers y que comparten dos hijas y diez años de matrimonio en los que se han filtrado desavenencias propias de cualquier pareja. Felipe y Letizia han aceptado que su jaula de oro no es una campana de cristal y es la principal baza con la que cuentan para presentarse ante una España preñada de problemas que ha abandonado el rictus de estupefacción ante todo lo que la crisis se llevó y que, en algún grado no desdeñable, ha pasado a la acción.

Pero Felipe VI será jefe de Estado por linaje y por sangre, miembro de una familia, un clan, cuyo apellido le otorga la representación de una institución que se pierde en la Edad Media y cuya tradición dice que tiene que ser coronado tras pasearse ante el pueblo en carroza. Sólo unos años antes esa institución a la que este hombre de gestos afables y mirada inteligente pertenece era la más valorada por los españoles. Un yerno que utilizó su parentesco para, presuntamente, captar fondos públicos en su beneficio y un error de su padre en una cacería africana pusieron la monarquía al pie de los caballos, a la misma altura que una pléyade de políticos de todos los niveles involucrados en despilfarros y robos masivos y una pandilla de banqueros sin escrúpulos con pensiones multimillonarias y sin miedo a la palabra riesgo. Jueces con vacaciones caribeñas, diplomáticos disolutos y estructuras de partidos ensimismadas completan el paisaje.

Felipe de Borbón no se ha visto salpicado por ese repugnante fresco que la crisis ha descubierto debajo de nuestras alfombras y su tarea es volver a generar confianza, hacer creer que la Monarquía es una institución no de privilegio, sino de equilibrio. En los sondeos del CIS, Felipe de Borbón tiene una buena valoración. Su preparación no la pone nadie en duda y hereda la agenda internacional de su padre. De hecho, si se hace una comparación entre el inicio del reinado de su padre, al que se le llamaba El Breve en los corrillos del Foro, y el del suyo su tarea quizá no sea tan hercúlea. Cuenta con la lealtad de un ejército que su padre supo enviar a los cuarteles y la de una gran parte de la clase política, la más votada, la que sigue teniendo aún los máximos respaldos. España se ha vuelto un país tranquilo poco dado a las convulsiones y, con toda su complejidad, hay más ciudadanos deseosos de estabilidad que de aventuras revolucionarias. La diferencia estriba en que su padre se enfrentaba a un ruido de sables sobre una sociedad amedrentada y Felipe de Borbón lo hace a imágenes de banderas republicanas que se multiplican por un factor novedoso en la transmisión de información como son las redes sociales. Por eso quizá sólo dos semanas antes de la noticia bomba de la abdicación la Casa Real puso en funcionamiento una cuenta de Twitter. La España de Juan Carlos I se informaba por los periódicos, unas voces encauzadas, unos interlocutores; los interlocutores de Felipe de Borbón son millones de voces que crean, ajenas a cualquier regla, mensajes que, por motivos insospechados, pueden llegar a crear tendencias. Para muchos, vocerío, pero un vocerío hijo de la desafección.

El otro elemento novedoso en comparación con el inicio del reinado de su padre se halla en la periferia, en nacionalismos enconados que hablan abiertamente de secesionismo. El problema catalán -y el vasco en la lista de espera, como dejó claro ayer el lehendakari Íñigo Urkullu- se mueve en una fechas, unas fechas inmediatas. Una de las tareas de la Monarquía es crear argamasas que cohesionen los territorios. Al fin y al cabo, es la gran institución del Estado cuyo sentido de ser se encuentra en la existencia del Estado. Su fragmentación, fuera de la manera que fuera, pondría en grave riesgo su pervivencia. El príncipe Felipe ha estado muy presente en Cataluña en los últimos meses y sus reuniones con el empresariado de esta región han sido constantes. Si su padre tuvo que enfrentarse a los involucionistas, Felipe VI tiene un trabajo muy distinto, que consiste en adaptarse a una España en evolución sin que derive en una revolución que la mayoría no desea.

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