Juan Rodríguez Garat

El rearme de España

El problema no es que nos castigue Trump por invertir poco en defensa, lo hacemos nosotros mismos: sin paz, sin respeto y sin voz

El rearme de España.
El rearme de España. / Rodrigo Jiménez / Efe

30 de marzo 2025 - 06:01

Hace algunos días, en una entrevista televisada, me preguntaron si nos castigaría el presidente Trump por habernos quedado a la cola de la inversión en defensa de la Alianza Atlántica. Muchos españoles se estarán haciendo la misma pregunta, desde luego legítima. Sin embargo, creo que se trata de un enfoque equivocado, que disfraza la naturaleza del problema que nuestra sociedad necesita resolver.

¿Cuál es ese problema? Veamos lo que está ocurriendo en el mundo esos días. Con independencia de lo que ocurra en Ucrania en los próximos meses o, más probablemente, años, el cambio de política impulsado por el presidente Trump ha hecho retroceder dos siglos a la humanidad. La guerra, proscrita por la Carta de las Naciones Unidas, vuelve a ser la continuación de la política por otros medios que defendió Clausewitz en las primeras décadas del XIX. Al menos eso es lo que se deduce de la estéril intermediación del norteamericano, que lo único que parece reprochar a ambos contendientes es que el conflicto se haya prolongado demasiado. Y, si de eso se trata, hasta tiene lógica que no haga diferencia entre agresor y agredido: ambos llevan luchando el mismo tiempo.

La solución fácil que quizá imagina Trump –que cada uno se quede con el terreno que haya conseguido defender u ocupar– no es aceptable para ninguno de los dos contendientes. Zelenski defiende la integridad territorial de Ucrania y Putin quiere conquistar bastante más de lo que ya tiene, además de poner las bases –desarme de Kiev y cambio de Gobierno– para apoderarse del resto más adelante. Pero, sobre todo, no es aceptable para el derecho internacional. En un mundo que, por la cuenta que nos tiene –no olvidemos que nosotros también tenemos fronteras disputadas– querríamos basado en reglas, vuelve a consagrarse la ley del más fuerte.

Quizá hayamos sido ingenuos quienes nos hemos identificado con las bellas palabras con las que comienza la Carta de la ONU: “Nosotros, los pueblos de las naciones unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles…”. Quizá hayan sido aprovechados quienes fingieron creérselas sólo para invitar al desarme a los demás. Y en esa tesitura, por desgracia, sigue buena parte de la izquierda española, al servicio de un amo que ni siquiera existe –aunque haya crecido en la KGB, Putin ya no es comunista– o, más probablemente, a la caza de votos en los caladeros del movimiento antisistema que se disputa con la derecha más extrema.

Mejor que pecar de ingenuos o aprovechados, los españoles de hoy podemos aprender las lecciones de la historia. Quien se aproxime a sus páginas de buena fe descubrirá que la guerra nunca ha sido cosa de los pueblos, sino de sus líderes. Putin es sólo el último de una larga lista de caudillos que cimentaron su poder en la gloria de la conquista. Último de una sucesión de déspotas capaces de sacrificar a sus conciudadanos por el poder, único botín que de verdad interesó a Napoleón, Hitler, Stalin… y a otros con menos medios pero idéntica ambición como Sadam Husein o Slobodan Milosevic. Quien encuentre consuelo en el hecho de que casi todos ellos terminaran fracasando no debiera olvidar cuántas vidas se llevaron con ellos.

Decía Virgilio que la fortuna sonríe a los audaces. Así pensaban muchos de los héroes que han dado brillo a la humanidad… y, por desgracia, la mayoría de los villanos que han llenado de sangre los campos de batalla de todo el mundo. Para estos últimos, cualquier debilidad es una invitación, cualquier flaqueza una oportunidad. ¿Cómo disuadir a personas así? Solo la certeza de que su aventura va a fracasar puede detenerles. Y a transmitir esa certeza deberían colaborar todas las naciones del planeta, porque a todas les conviene descabalgar al segundo jinete del Apocalipsis. Por eso es lamentable que, mientras en Ucrania continúa inexorable la guerra de Putin, otros líderes, otros pueblos sigan prefiriendo mirar para otro lado con la esperanza de que no sean ellos los siguientes que tengan que luchar por su vida o su libertad.

¿Seremos nosotros las siguientes víctimas de la ambición del dictador del Kremlin? ¿De verdad está Europa en peligro? Desde luego. Un tirano armado con 6.000 ojivas nucleares no puede tomarse a la ligera. Y menos cuando el recién publicado Libro Blanco de la Defensa de Europa ni siquiera contempla la disuasión nuclear.

Sin embargo, no debieran los españoles alarmarse indebidamente. Tengo la impresión de que las prisas de muchos políticos europeos por poner en marcha el rearme de nuestro continente no se deben sólo a que el riesgo de un ataque ruso –o, si se prefiere, desde nuestro flanco sur– sea hoy mayor que ayer. Quizá les duela más el que la UE haya sido excluida de la mesa de negociaciones en la que, además de las condiciones para la paz en Ucrania, se definirán las reglas del juego que regirán en el mundo de nuestros hijos. Ellos, los políticos que dejaron en manos de Washington nuestra seguridad en un mundo que se volvía más y más hostil, no me dan ninguna pena. Tienen lo que se merecen. Pero serán los españoles de a pie los que paguen sus errores cuando tengan que adaptarse a un escenario estratégico que se prevé mucho más bronco del que ha disfrutado mi generación.

Hemos hablado de Europa, pero centrémonos ahora en España. El Ejército ruso no llegará a los Pirineos, o eso dice en nuestro país el habitual coro de voces desinformadoras, algunas de ellas quizá a sueldo de Moscú. Probablemente tengan razón, pero el regreso del derecho de conquista no es bueno para nadie. Además, no es sólo el territorio lo que los españoles tenemos que defender. No es sólo nuestra seguridad la que está en juego. También lo está nuestra libertad, hoy condicionada –se olvida con frecuencia que la amenaza de uso de la fuerza es ya uso de la fuerza– por las líneas rojas que establece Putin con sus misiles balísticos y sus ojivas nucleares. Y está en juego nuestra voz, la de España y la de Europa, las dos únicas instituciones donde los españoles tenemos derecho de voto.

Habrá quien vea en lo que está ocurriendo estos días un cierto grado de justicia poética. La Europa que, con España a la cabeza, dictó en su día las normas por las que hoy se rige el mundo… no será invitada a participar en el diseño de las reglas del mañana. No a menos que pueda plantar cara a los poderosos del presente. Si hace cinco siglos el Tratado de Tordesillas repartió las tierras por descubrir entre los dos grandes reinos ibéricos, Castilla y Portugal, quizá en Arabia Saudí se esté empezando a negociar un nuevo reparto más del gusto de las grandes potencias de hoy. Sólo el empeño del pertinaz dictador ruso en ceñirse en Ucrania la corona del vencedor puede evitar el riesgo de que un acuerdo entre Putin y Trump obligue a los europeos a mendigar unas Leyes de Indias que les protejan, espejo de las concedidas por la Reina Católica a los habitantes del nuevo mundo. Y es en ese empeño, por desgraciado que sea para la sufrida Ucrania, donde los europeos podemos encontrar una oportunidad.

A aprovechar esa oportunidad se aplican estos días la mayoría de los países de la UE. Pero ¿qué piensan sobre esto los españoles? Con la que está cayendo, y a falta de una explicación convincente de nuestros gobernantes –quizá porque ellos mismos no estén convencidos, algo por desgracia habitual en los asuntos de la defensa– muchos de nuestros conciudadanos ven el rearme –esa palabra que tan poco le gusta a nuestro presidente– como una exigencia más de la nueva Administración americana. Casi como si fuera un arancel adicional aplicado a nuestra economía, cuando no una invitación a comprar armas fabricadas en los EEUU.

Volvemos entonces al principio del artículo. ¿Nos castigará Trump si no estamos a la altura de sus exigencias? Definido el problema, ya me siento en condiciones de contestar a esa pregunta. Cuando nuestra nación invierte menos en su defensa que cualquiera de sus vecinos, ya sean aliados, amigos, enemigos –que los hay, aunque nuestra Estrategia Nacional de Seguridad se olvide de mencionarlos– o, simplemente vecinos incómodos, el problema no es que nos castigue Trump. Nos castigamos nosotros mismos: sin paz, sin respeto y sin voz.

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