Un legado histórico ensombrecido al final
Su servicio a España para que volviera la democracia tras la dictadura queda diluido por sus negocios opacos
Tiempo. Eso es lo que piden los historiadores para juzgar con cierta perspectiva los acontecimientos de un país y la gestión de quienes han tenido un papel protagonista en su desarrollo. Enjuiciar la labor del rey Juan Carlos I requerirá también ese tiempo, pero todas las noticias que se han ido sucediendo en los últimos meses sobre sus presuntos negocios opacos, las grabaciones a su ex amiga Corinna Larsen o la decisión tomada ayer mismo por él de trasladarse a vivir fuera de España, empañan en este momento el papel que jugó décadas atrás.
Un rol sin duda esencial para que España recuperara la democracia y para que la mantuviera en un momento de especial peligro como fue el intento de golpe de Estado del 23-F. Esa noche el juancarlismo ganó muchos más adeptos, y aunque ese concepto no le disgustase, llegó a manifestar que lo que le importaba era la Monarquía, que ésta no arraiga en el corazón de un país de la noche a la mañana y que su objetivo era demostrar que la institución era útil a los españoles. Una inmensa mayoría así lo interpretó, y también la práctica totalidad de fuerzas políticas.
Fueron los momentos de mayor reconocimiento a su reinado y aún quedaba lejos su decisión de abdicar y con la que contradecía la máxima que un día le trasladó su padre, don Juan de Borbón: un Rey nunca debe abdicar.
Pero abdicó en uno de los momentos más difíciles para la Monarquía y con la intención de facilitar la continuidad de la institución después de algunos hechos que alimentaron los argumentos de los críticos con ella.
En concreto, la investigación judicial del caso Nóos, que acabó con su yerno Iñaki Urdangarín en prisión y con la absolución final de la infanta Cristina, y un viaje privado a Botsuana.
Un viaje junto a Larsen en plena crisis económica y en el que una caída lo llevó a una de sus numerosas visitas al quirófano y a una disculpa para la historia: “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”. La resaca por todo ello tuvo mucho que ver en que no se le reservara un sitio en el acto del Congreso conmemorativo del 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas de 1977, lo que provocó su enfado.
Sí recibió el homenaje de la Cámara Baja un año después, en 2018, cuando estuvo presente en otro acto con motivo de las cuatro décadas de la Constitución.
Fue uno de los últimos grandes reconocimientos públicos que ha tenido antes de las informaciones en cascada sobre las fundaciones en Suiza con dinero procedente de Arabia Saudí y desde las que hubo donaciones a Corinna Larsen.
Unas noticias ante las que Felipe VI anunció en marzo que renunciaría a la herencia de su padre y le privó de la asignación presupuestaria que seguía recibiendo pese a que el 2 de junio del año anterior se había retirado de toda actividad oficial.
La Fiscalía del Tribunal Supremo ha asumido la investigación y don Juan Carlos decidió nombrar un abogado para que le representase ante posibles acontecimientos futuros.
Su decisión de abandonar España no puede haber sido fácil, ni para él ni para su hijo.
Los suyo no es un exilio como el que protagonizaron algunos de sus antepasados debido a otros avatares de la historia, pero en su fuero interno puede tener una sensación de que en algo quizás se parezca a lo que aquellos vivieron. Una vivencia dolorosa porque como comentó el propio don Juan Carlos al escritor José Luis de Vilallonga para su libro El rey, “morir en el exilio debe de ser lo peor que le puede suceder a un hombre”.
Todo lo que se ha ido desvelando y a la espera de que la Justicia confirme o desmienta, más allá de si gozaba de inviolabilidad durante su reinado, ha empujado a don Juan Carlos a una decisión que el Gobierno había ido dejando caer en las últimas semanas con su presidente, Pedro Sánchez, a la cabeza, pero trazando una clara línea de separación entre el Rey emérito y Felipe VI.
Su salida de España es el último dato biográfico por ahora de quien ejerció casi 39 años una Jefatura del Estado que convivió con siete presidentes de Gobierno, con la lacra terrorista de ETA, finalmente desaparecida, con el desarrollo económico de España y con la entrada del país en instituciones como la UE y la OTAN.
Es parte de un gran legado. Pero un legado emborronado.
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