Malas noticias para el mundo... y para Estados Unidos
Sería un error no considerar la victoria de Trump un elemento con una capacidad de desestabilización mundial muy peligrosa. Estados Unidos es una potencia declinante, pero todavía sigue siendo el agente más decisivo en los equilibrios geoestratégicos
Trump: "Es una victoria política que no se había visto antes"
Los estadounidenses han llevado en volandas a Donald Trump de vuelta al Despacho Oval. Malas noticias para el mundo y también, con toda probabilidad, para ellos mismos. Si en 2016 no dejaba de ser un populista excéntrico, subido a la fama por sus muchos millones, sus negocios inmobiliarios y su participación en realities cutres, ahora no hay lugar para las dudas. Trump es un personaje histriónico que en los cuatro años que ha estado apartado de la Presidencia ha cultivado aún más sus perfiles radicales, aislacionistas y xenófobos. La derrota en toda regla que le ha infligido a Kamala Harris evidencia, una vez más, que los códigos políticos que funcionan en los Estados Unidos no tienen nada que ver con los que manejamos, al menos hasta ahora, en Occidente. Valores que en Europa se consideran la piedra angular del sistema de convivencia allí valen cero.
Eso es parte de la explicación, pero no toda, de que alguien con el perfil de Trump vuelva a una Casa Blanca que abandonó, de forma ignominiosa, en enero de 2017, tras alentar un asalto de sus partidarios al Capitolio para intentar desactivar su derrota electoral. Fue lo más parecido a un golpe de Estado que ha ocurrido en los dos siglos y medio de historia de los Estados Unidos. Vuelve, además, tras haber sido condenado en un proceso penal y con un horizonte judicial que en cualquier otro país lo hubiera invalidado como candidato. Estos cuatro años lo han radicalizado todavía más y hay motivos para temer que su primer mandato se quede en un mero ensayo de las políticas extremistas que ahora piensa aplicar.
A pesar de que el contexto en el que se mueve la política en Estados Unidos tiene características muy particulares, la victoria contundente de Trump reflejan la imagen de un país fuertemente polarizado y con una profunda crisis de identidad, en el que han anidado con fuerza las tendencias populistas y en el que uno de los dos grandes partidos que han conformado una democracia modélica en muchos aspectos, el Republicano, ha perdido su identidad para convertirse en un mero apéndice del trumpismo.
Ello hace que aumente la preocupación en todo el mundo ante un Trump al que sus compatriotas han dado un poder inmenso. En este mandato no van a existir contrapesos en la Cámara de Representantes ni en el Senado. Y el Tribunal Supremo, un elemento fundamental en la política estadounidense, tiene una mayoría de jueces que no disimulan su apoyo al presidente electo. Con estas armas en su mano, Trump tiene vía libre para aplicar un programa de máximos. Y lo hará.
Es más que lógica la preocupación en todos los gobiernos occidentales. Analizada la cuestión desde el otro lado del Atlántico, el nuestro, caben pocas dudas de que estas elecciones las ha perdido la Europa democrática, las de los valores de libertad, tolerancia y respeto por los derechos humanos, y la ha ganado la Europa que se desliza por la pendiente del extremismo, que tiene en Vladimir Putin su máximo referente y al que acompañan peones como Viktor Orban, Robert Fico o, mucho más cerca de España, Giorgia Meloni.
Sería un error no considerar la victoria de Trump un elemento con una capacidad de desestabilización mundial muy peligrosa. Estados Unidos es una potencia declinante, pero todavía sigue siendo el agente más decisivo en los equilibrios geoestratégicos. Hasta ahora no ha abandonado su papel de garante de la seguridad occidental. Que lo siga haciendo es más que cuestionable. La Unión Europea y la OTAN pueden dar por cerrado el paraguas de protección que garantizaba su modelo defensivo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Ello va a tener consecuencias políticas y económicas que a nadie se le escapan. El hecho de que en Moscú y en Tel Aviv se froten las manos tras lo ocurrido ayer es más que significativo. Los ucranianos y los palestinos han perdido en Washington una batalla que puede determinar el curso de las dos guerras que están condicionando la política internacional.
Europa, cada vez más débil como agente activo en las grandes decisiones que mueven el mundo, va a ahondar ese papel marginal y se va a tener que enfrentar por sus propios medios a las ansias expansionistas de Rusia. Ello obligará a inversiones millonarias en el área de defensa, pero también abre las puertas para que se cuele el radicalismo extremista como ya se ha visto en Francia, en Italia, en Alemania, en Hungría o en Austria. Vienen malos tiempos y hay razones para que las alamas se hayan disparado en Bruselas.
¿Y quién gana con lo que ha ocurrido en Estados Unidos? La lista de beneficiarios, tanto internos, con los poderosos lobbies que dominan muchas esferas del país, como externos, de Kim Jong-un a Netanyahu, da para ponerse a pensar. Empieza una etapa muy complicada y potencialmente explosiva. Hará falta en todo el mundo, también en Washington, grandes dosis de diplomacia y de prudencia. Aunque haya muchos motivos para dudar de que pueda ser así.
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