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Delphi, la parábola Trump

Una década de desindustrialización

De cómo las 'Big Three' de la industria automovilística fueron determinantes para la Casa Blanca. El cierre de Puerto Real se puede analizar como un síntoma.

Imagen de la célebre gran huelga de General Motors en Flint el año 1936. Entonces ganaron los trabajadores.
Pedro Ingelmo

19 de febrero 2017 - 07:01

Casi treinta años después de que George Bush padre vapuleara en las presidenciales a Michael Dukakis, un candidato republicano volvía a ganar los votos electorales del estado de Michigan. El candidato era Donald Trump y en el estado de Michigan se encuentra un lugar donde se puede hacer turismo de industrias fantasmas. El lugar se llama Detroit, la sede de las Big Three: Ford, General Motors y Chrysler. Una de las primeras cosas que hizo Trump como presidente fue reunirse con los máximos ejecutivos de estas tres compañías. Básicamente, lo hizo para amenazarles: "O el empleo volvía a Estados Unidos o se lo haría pagar". De Trump con la Casa Blanca se podría decir lo mismo que se decía de la General Motors: "Una vez que atraviesas sus puertas, olvídate de la Constitución".

Es curioso que uno de los activistas de izquierda más célebres de Estados Unidos, Michael Moore, realizara al poco de la victoria de Bush en Michigan, en 1989, la película Roger & me, que era el periplo del cineasta para pedir explicaciones al presidente de entonces de General Motors, Roger Smith, por una de las primeras deslocalizaciones de la industria automovilística americana. Se trataba de la planta de GM en la ciudad de Flint, también en Michigan, para trasladarla a México. 30.000 trabajadores a la calle.

Es un antes y un después. En el antes un 10% del empleo en los Estados Unidos dependía de la industria del automóvil, una industria que había crecido en un país donde grandes suburbios residenciales de unifamiliares estaban habitados por americanos que necesitaban el coche para todo. Y esta industria fabricaba grandes coches pesados y carísimos, entre otras cosas, por unos elevados costes laborales. En el después, Detroit es la ciudad americana más peligrosa, tiene el mayor índice de paro (un 50% real) y su municipio se declaró en bancarrota en 2013. Las industrias japonesas del automóvil hace mucho que han superado a la Big Three en eficciencia, con automóviles más ligeros y más baratos. A cualquier directivo de las Big Three le mencionas la palabra Toyota y se te echa a llorar desconsolado. Al Gore, vicepresidente con Clinton y candidato presidencial derrotado, resumía el fracaso de la in dustria del automóvil norteamericana en su libro Una verdad incómoda: "Tratan de vender grandes e ineficientes devoradores de gasolina a pesar de que la gente cada vez los compra menos".

Y, entre medias de todo esto, entre el antes y el después, a finales de los 90, General Motors alumbró Delphi, también en Michigan, en la ciudad de Troy. Delphi tenía dos funciones: por un lado, desgajar parte de la producción centrándose en los componentes de sus vehículos con posibilidades de vender a otras compañías y, por otro, absorber parte de los trabajadores de General Motors con nuevas condiciones.

Como ser, tampoco es que fuera algo nuevo. Esto se podía ver en la planta que General Motors había instalado en la Bahía de Cádiz en 1982. Por entonces, la Bahía formaba parte de los lugares escogidos entre países emergentes con sueldos atractivos (atractivamente bajos) para la compañía. Pero General Motoros fue muy poco tiempo General Motors en Cádiz. En 1985 su nombre ya fue cambiado por el de Saginaw Steering Gear y en 1990 pasó a llamarse New Departure Hiatt Europa. Se llamara como se llamara, la función era la misma: producir columnas de dirección, amortiguadores, rodamientos... Por lo tanto, cuando se creó Delphi, fuimos Delphi. Y, desde ese mismo momento, la planta estaba sentenciada, ya que hasta su desvinculación de General Motors se usó, de algún modo, a Delphi de la misma manera que actúan los bancos malos tras la crisis financiera de 2008. Delphi, creado como proveedor de GM, acabó siendo el banco malo de General Motors.

Delphi, en 2007, era un gigante con digestión dificultosa. Contaba con 156 centros de producción, 169.500 empleados y un volumen de negocio de 22.300 millones de dólares. Por su parte, la Bahía de Cádiz ya no formaba parte de un país emergente. El país había emergido y los sueldos ya no eran tan atractivamente bajos como lo podían ser en Tánger, Iasi, en Rumanía, o en Tichy o en Krosno, en Polonia. Delphi actuó como su compañía matriz e hizo con la Bahía de Cádiz lo mismo que Roger Smith había hecho con Flint. Poco antes, Delphi Tarazona se había trasladado a Portugal y lo que quedaba de Delphi en Sant Cugat ya está en Rumanía desde finales del pasado año. Y aprendimos la palabra deslocalización.

Pero en Estados Unidos ya sabían mucho de esto. Diez años después del cierre de Delphi de Puerto Real y de que no quede ninguna de las cinco plantas que en su día General Motors instaló en España, Donald Trump construye un muro. Dice que para que no entre ningún mexicano más. También es para que no salga ningún ejecutivo del automóvil más.

La crisis diplomática de Estados Unidos con México está más relacionada con el automóvil que con las drogas o la delincuencia, que es algo que, desde luego vende mucho en el electorado. De hecho, Trump no lo va a tener fácil para deportar a más mexicanos de los que ya deportó Obama. Y las elecciones no se ganaron en Texas o en Nuevo Mexico, sino en Michigan e o Indiana.

Y el éxito de Trump en su apuesta es indudable. Todas las plantas de Delphi en México,46, que emplean a 52.000 obreros, lo que constituye el 35% de la fuerza de trabajo de la trasnacional en todo el mundo, se encuentran ahora en paro técnico por la falta de pedidos. Los trabajadores llevan cobrando la mitad de su ya reducido salario dos meses. Es una declaración de guerra de la administración Trump contra deslocalizaciones como la que llevó al cierre a la planta de Flint o la de Puerto Real, que era la dinámica de las Big Three para competir con los precios de su principal bestia negra, Toyota, y los otros fabricantes de fuera de los Estados Unidos.

No se trata de trazar líneas entre hechos tan lejanos en el tiempo y en el espacio como el cierre de Delphi y la llegada a la presidencia de Trump, pero sí podemos comprender el devastador efecto que puede tener una deslocalización en una región, al punto de conseguir transformar una tendencia y abrazarse a promesas desesperadas, como los trabajadores de Delphi hicieron con las fantasiosas promesas de la Junta de Andalucía. El resultado final aquí fue la desilusión. Lo más probable es que lo mismo suceda en Michigan y en esa ciudad del motor fantasma llamada Detroit.

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