Regreso al coto

Concha y Ángeles, dos de las últimas habitantes de las chozas de Doñana, recuerdan su vida en los poblados.

Ángeles (izquierda) y Concha, en una choza similar a la que habitaron en su infancia y juventud en el Coto de Doñana.
M. Muñoz Fossati Cádiz

17 de mayo 2015 - 05:01

Conchita salió de su choza, en el corazón de Doñana, un día hace más de 70 años, se embarcó para atravesar el Guadalquivir y nunca más volvió. Fue cuando se casó, con 23, y se fue a vivir a Chipiona con su marido. Entonces abandonó para siempre la que había sido su casa familiar desde niña. Bastante tiempo después, su hermana Ángeles, con 32, hizo el mismo camino con su hombre para establecerse en Sanlúcar. El Coto, ahora parque nacional en manos del Estado, hacía entonces honor a su nombre y era todavía un lugar cerrado y privado, propiedad de condes y marqueses, en el que además habitaba una considerable cantidad de familias repartidas en chozas levantadas con materiales vegetales muy perecederos, recogidos del entorno que les proveía de trabajo y sustento.

La familia de Conchita y Ángeles fue de las últimas en vivir en esos ranchos, abandonados por la vida moderna al final de los ochenta del pasado siglo. Hoy sólo quedan algunas chozas reconstruidas y rehabilitadas por el Parque en la zona conocida como La Plancha, frente a la zona sanluqueña de La Algaida, al otro lado del río que parece dar paso a otro mundo. El poblado ficticio permite a los numerosos visitantes hacerse una ligera idea de aquel otro mundo, que reunía todos los méritos para recibir el nombre de ancestral. Hace unos días, ya con 94 y 91 cumplidos, las dos hermanas volvieron con Diario de Cádiz, y gracias ala colaboración del buque Real Fernando y del Centro de Recepción del parque al Coto, por primera vez desde aquellos lejanos días de su infancia y primera juventud, sin luz eléctrica ni colegio. Bueno, Ángeles había hecho una cortísima visita hace "seis o siete años", cuando la llevó su hijo Ramón en un viaje al pasado.

Pero para Conchita es como un descubrimiento, ahora casi no reconoce nada, todo lo contrario de su hermana, charlatana y viva con sus 91 brillantes primaveras, que grita "¡Este es mi pueblo, este es mi pueblo!" en cuanto el buque Real Fernando dirigido por el capitán Juan Manuel nos deja en la otra orilla y pisamos la arena, y apuntala su expresión con una jaculatoria especial: "Esto lo ha hecho el Señor, que yo pueda volver a ver mi pueblo después de tantísimos años". "¿Será posible que yo no me acuerde de casi nada de como era esto?", se lamenta Conchita, consolada inmediatamente por su dispuesta hermana: "¡Ahora mismo te lo digo yo todo!", y la disculpa ante el periodista en un susurro: "Es que ella es mayor que yo". Y le señala donde estaba su choza, y las de los vecinos, y discute con ella sobre si ese pozo era el suyo o no, y hasta sobre el nombre de los borricos que tenían.

Ya en el barco ambas habían empezado a desgranar la ristra de escenas de una vida dura y que sin embargo recuerdan como casi idílica cuando la describen hoy. "Yo no salí del Coto hasta que no cumplí los ocho años -cuenta Ángeles-, cuando acompañé a Sanlúcar a mi madre, que venía a dar a luz a mi hermano. Y me acuerdo de que yo iba andando por la calle asustá, mira tú, con las casas, las campanas... me acuerdo de que había una obra en la carretera y me caí con los escombros y que yo llevaba un canasto con huevos y se me rompieron unos cuantos... fíjate de lo que me acuerdo. Pero aunque a lo mejor cruzábamos dos veces o tres el río al día, porque mi padre venía a traer leña con la canoa, nunca salíamos del Coto".

Concha cuenta que ella, como era mayor, iba a trabajar con su padre. No se pone de acuerdo con su hermana en los recuerdos, puesto que una dice que vivían en dos chozas y la otra que eran tres. "No, mujer, pero es que una era la candela", que era como decían a la estancia donde se cocinaba. Ramón, que así se llamaba el padre, "tenía un tajo, vamos que trabajaba en un sitio con los pinos, talándolos, recogiendo la chamiza (las ramas cortas), recogiendo las piñas, haciendo carbón..." ¿Y con eso daba para vivir? "Sí, hombre, se vivía, era lo que se llamaba la tercera, un modo de trabajo por el que el capataz se quedaba con una parte y mi padre con dos, bueno como mucha gente".

Mientras Concha iba a trabajar con su padre, Ángeles, más pequeña, se quedaba a ayudarle a su madre. "El trabajo era duro, engavillábamos la chamiza, la acarreábamos, cargábamos los haces en las bestias y después cruzábamos por los pinos hasta la playa, a lo mejor hacíamos entre la ida y vuelta más de 20 kilómetros al día". Eso siempre, pero por los menos dos veces al año hacían el carbón. "Se hacían dos cochuras -recuerda Ángeles-, una para las Pascuas y otra en verano, las hacía mi padre, claro, pero nosotras le ayudábamos a rodear los hornos, que se hacían con montones de leña. El carbón tardaba ocho o diez días en hacerse".

"Nosotras vivíamos bien" asegura Ángeles, que rememora unos tiempos que dibujan en su memoria unos niños "felices como patos en el agua", y viviendo en unas chozas que ellas recuerdan hasta bonitas, sobre todo si las comparan con las recreaciones fabricadas para los visitantes: "Estas son muy oscuras -comentan al entrar en una de ellas-, las nuestras estaban blanqueadas por dentro, más bonitas", y señala casi de corrido, como una experta, Ángeles las partes del armazón: "Mira las berlingas, esa es la riostra, la madre, las latas, anda que no he hecho yo latas o ayudao a coser ramas..." ¿Pero las chozas las hacían ustedes? "No, hombre, las hacía el chocero, pero nosotros le ayudábamos, y además había que arreglarlas..."

"No había colegio, esa era la pena, sobre todo para mi madre. En algunas épocas del año venían las hijas del marqués para darnos el catecismo y preparar la primera comunión, allí en Las Marismillas... pero habría sido mejor más colegios y menos catecismo" reivindica a su manera Ángeles. Ambas, no obstante, reconocen la suerte que tuvieron entre todos los niños del poblado, porque la madre de seis hijos se había educado "en un buen colegio, en la Huerta Grande de Sanlúcar, y sabía leer, escribir, las cuentas...". Por las tardes, después de la dura jornada y antes de acostarse, la madre se preocupaba de que sus hijos aprendieran casi como en una escuela, y a eso deben tener al menos las mínimas nociones de alfabetización.

La escena descrita era esta: una mujer leyendo cuentos a sus hijos en una choza, en el corazón de lo más parecido que había a una selva en la España de aquellos tiempos. "Nos leía de todo, la Biblia -dice Ángeles, con un brillo momentáneo en los ojos-, a mí me encantaba la Historia de José, cómo interpretaba los sueños del faraón... y un cuento que me aprendí de memoria, me acuerdo que se llamaba El perro fiel...". Esta afición lectora le trajo más de una pelea a aquella mujer con su marido. "Claro, porque ella estaba leyendo y llegaba mi padre con mi hermano, y le reprochaba que no estuviera preparando la comida para ellos que venían de trabajar"

Casi todo lo que necesitaban salía de los alrededores, del propio Coto. Recuerdan que con las piñas encendían la candela para hacer la comida, y también servían para calentarse. "De paso nos hartábamos de piñones" -ríe Concha-, que también recuerda los pollitos tomateros que se comían, las gallinas que criaban y esos huevos "tan buenos con papas". Otros animales, como los cerdos, no podían tenerlos, porque se comían los piñones y no dejaban crecer los pinos. Tampoco les dejaban tener un huerto: "Eso, los guardas".

El autoabastecimiento llegaba incluso a la ropa: "Mi madre también sabía coser, ella nos hacía toda la ropa con su máquina, los chalecos, los pantalones, "hasta las bragas, que las hacía con una muselina muy buena que mandaba a comprar a mi padre a Sanlúcar". "Era muy buena mi madre -habla Ángeles- pero muy recta. Aquí en el Coto todo el mundo tenía un mote, había uno ¿cómo se llamaba? que era el que le ponía mote a todos: el Pitillo, Palenque, Moquiqui... pero mi madre no consentía, nos decía que como ella se enterara de que nos lo ponían y respondíamos a él nos íbamos a enterar"

La vida era dura, pero tenía sus alivios. Contra el calor, enormes sombreros de paja; contra los abundantes mosquitos, esos mismos sombreros con velos por toda la cara, y en la choza, quemar madera de sabina y hacer mucho humo hasta que se fueran. "Nos bañábamos con unos bañadores que nos hacía mi madre con un vestido cosido por abajo, y los niños con pantalones viejos". En aquellas circunstancias de aislamiento, encontrar novio no era tan fácil. "Había muchos primos hermanos que se casaban, nosotras no, nosotras encontramos novio que no eran familia". Como queda dicho, Concha se fue del Coto en cuanto se casó, pero Ángeles aún vivió de casada muchos años allí. "Hasta los 32 años, que mi hermana me recomendó para un puesto de servicio en el Juzgado de Sanlúcar. Yo me puse loca de contenta, porque el carbón y la leña ya no daban trabajo cuando empezaron a llegar todos los adelantos, y le dije a mi marido: nos venimos y te buscas algo en El Puerto, y así hicimos, y un 19 de marzo de 1954 nos montamos en la canoa, cruzamos el río... y hasta ahora". Sus padres casi murieron en el Coto.

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