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Broncano
Enfoque de Domingo | Inmigración en el Estrecho
Ray dice tener 17 años y se jugó la vida para cruzar ese Estrecho que no se cansa de tragar almas a bordo de una de tantas pateras que llega a nuestras costas. Chapurrea el español. Dice ser de Camerún. Le gusta el fútbol. Era feliz en su tierra dando patadas a un maltrecho balón casero con sus amigos. Durante su tránsito hacia la frontera, hacia Marruecos, lo pasó mal, aunque no tanto como en el reino alauita. Allí son muy racistas con los subsaharianos. Los comerciantes no quieren tratos con ellos. La Policía les pega. Les da para el pelo. Es una costumbre. Como un premio extra que añadir a su sufrimiento. Un peaje que pagar antes de la última pirueta mortal. Por eso, a Ray, como a otros compañeros, le sorprendió llegar a Algeciras y ver como los policías españoles les montaban un partido de fútbol en un patio, como jugaban con ellos, provocando las risas de los más pequeños, que enseñaban unos dientes blancos blanquísimos, casi nuevos por el poco uso y la escasez de azúcar en su dieta. Allí festejaban como algo extraordinario que les dieran comida en vez de porrazos, que sus esposas y otras policías llevaran productos de higiene íntima a las pocas mujeres que se aventuran a través del continente africano jugándose palizas y violaciones por parte de hombres de otras etnias. Algunas llegan embarazadas. Otras con bebés atados a su espalda. Como una carga bendita y pesada a la vez. "Las hay que llegan a pedirnos que nos quedemos con los niños. Que las devuelvan a su país a ellas pero no a sus hijos", relata un veterano policía. Este agente, curtido en mil batallas en la frontera sur, relata que lo que está viviendo ahora mismo en el Campo de Gibraltar no es tan extraordinario como mucha gente se piensa. "Hace años la situación era aún peor. Llegaban por miles. Lo que pasa es que muchos ya no se acuerdan", dice. Él sí. Lo tiene todo grabado en su memoria. Ha visto la sonrisa con que los subsaharianos agradecen un bocadillo, un poco de tabaco, algo de dinero, la naturalidad con que se encaminan hacia una ducha caliente desnudando sus cuerpos -las mismas duchas donde los funcionarios policiales se asean tras terminar sus duros turnos de trabajo- dispuestos a sentir el agua dulce y cálida como una caricia que les confirme que están en el viejo mundo pero que para ellos es uno tan nuevo que todo les sorprende, un continente que puede ser igual de cruel, pero donde al menos la Policía está para proteger y servir, sin importar raza, sexo o religión.
Y eso que en las comisarías de la Bahía la situación es muy complicada. Llega una media de 90 migrantes nuevos cada día y no hay tiempo material para realizar los trámites que requiere la legalidad. "Lo primero que hacemos cuando llegan es identificarlos y notificarles su expulsión del país. Eso con los subsaharianos, porque los marroquíes son devueltos a su país de manera inmediata. Pero con los subsaharianos, que llegan desde Gabón, El Chad, Camerún, Gambia, Senegal, Costa de Marfil, no hay devolución posible y es importante documentarlos", comenta uno de los policías que presta servicio en la Bahía.
El problema es grave porque ni siquiera el apoyo de las ONGs garantiza un techo a estas personas. Los ayuntamientos improvisan refugios, asociaciones como Cardjin, en la capital gaditana, hace malabares. Pero a pesar de todos los esfuerzos hay ocasiones en que no hay más remedio que ponerlos en la calle. "Simplemente no caben. Los CIES están desbordados, pero las ONGs también. Un día, en una de las peores avalanchas, los tuvimos que poner en la calle, avisando a los ayuntamientos claro, porque soltarlos así sin más en medio de una ciudad puede provocar un problema de orden público, y eso que ellos son buenos, son muy nobles y agradecidos".
El día de marras que relata el agente con el que hablamos un grupo de inmigrantes subsaharianos enfiló hacia Cádiz andando desde San Fernando. "A otros les dimos dinero los propios policías haciendo una colecta para que cogieran el tren hasta Puerto Real, porque uno de ellos tenía allí un primo que se gana la vida como mantero. El resto lo que quiere es perderse más al norte, Madrid, Barcelona, Francia sobre todo. Llevan su papel de expulsión del país, que es casi un salvoconducto, ahí viene su nombre, el nombre que ellos nos dicen y que ya es para toda la vida. Se les hace una foto, se les ficha de alguna manera para tenerlos controlados, pero poco más podemos hacer".
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