Valor y precio en la cesta de la compra
alimentación
La economía de escala hace que nuestra mesa le dé la espalda a la producción local
Una de las claves de la dieta mediterránea, el tiempo, se ha caído del carrito
El escritor Paul Theroux cuenta en En el gallo de hierro cómo fue su no tan feliz idea de recorrer en tren la China de los años 80. Conforme avanza la crónica, avanza también el malestar del autor. De mal humor, inquieto, hastiado por todo. En un momento determinado, se da cuenta de que lo que ocurre es que no soporta un escenario de fagocitación constante. Excepto un par de excepciones, todo el paisaje del país –señala– estaba ‘intervenido’, transformado por la mano humana para dar salida a la tremenda tarea de alimentar a más de mil millones de personas.
Actualmente, el planeta aguanta a casi 8.000 millones de seres humanos. Un visitante extraterrestre podría muy bien terminar desarrollando un ‘síndrome Theroux’. Las tensiones hídricas y medioambientales –la devastación que causa el cultivo de soja en la zona amazónica, el uso de fitosanitarios abrasivos, las megaexplotaciones ganaderas– arrojan evidencias difícilmente desmontables en un mundo en el que es posible comer –como decía la canción– uvas en abril, y en el que la escala del peso está descalabrada y no muestra buenos resultados.
No hay mejor ejemplo de todo ello que nuestra cesta de la compra. De la bolsa de malla al carrito y a la virtualidad. De comprar con los menús en la cabeza a deambular por los lineales.
“Una pregunta muy interesante es qué ha ocurrido en este país para pasar de las cartillas de racionamiento a la vanguardia culinaria, variando incluso el valor estético del cuerpo: antes, los modelos de obesidad indicaban bonanza y buena alimentación; ahora, todo lo contrario”, comenta José Berasaluce, uno de lo directores de Másterñam, el máster en Gestión e Innovación en Cultura Gastronómica puesto en marcha desde la Universidad de Cádiz.
“La cesta de la compra –continúa– es el primer ejercicio de soberanía alimentaria y, en los últimos años, lo que echamos en ella ha cambiado radicalmente”.
“La transición nutricional es un fenómeno que se ve en todos los países que aumentan su PIB. La proteína animal se va asociando a mejor salud y más vigor físico y se incorpora en mayor cantidad que antes, así como los procesados y ultraprocesados –desarrolla Elisa Oteros, investigadora y especialista en agroecología–. Hemos vivido un cambio muy rápido: en dos generaciones, hemos pasado de la escasez al aumento de problemas cardiovasculares, de casos de cáncer de colón, de próstata...”
“En la actualidad, la dieta de los españoles se caracteriza por un mayor consumo de grasas y proteínas y un menor consumo de hidratos de carbono y fibra”, indica Amelia Rodríguez, catedrática de Salud Pública de la Facultad de Enfermería y Fisioterapia de la UCA. La especialista, que lidera un proyecto europeo sobre la prevención del sobrepeso y obesidad infantil en la provincia de Cádiz (PREVIENE) señala también que, desde los años 60, hemos pasado de comer un 46% a un 70% de proteínas animales, “mientras que las proteínas vegetales han disminuido de un 67% a un 39%”.
Andalucía supera, por ejemplo, el consumo medio de pan, legumbres y patatas, refrescos, aceite de oliva, derivados lácteos y cerveza; mientras que está por debajo de la media nacional en el consumo de carne fresca, leche, vinos, pastas, hortalizas y frutas.
Las grandes perdedoras de este salto han sido las legumbres: “No hay más que recordar las proporciones de las abuelas: para el puchero, echaban una punta de jamón, 100 gramos de tocino... Y un día a la semana sí se comía carne, con una proporción importante de verdura, aunque menos fruta que ahora –prosigue Elisa Oteros–. Hoy da la sensación de que un menú sin proteína animal está incompleto. El resultado es que el consumo de carne en nuestro país es 10 veces más del recomendado por la OMS”.
La idea que tenemos de cómo comemos y lo que en realidad comemos es un meme de antes y después de pedirlo a AliExpress, con la ejemplar dieta mediterránea como primera casilla.
“Es muy difícil definir qué es la dieta mediterránea –comenta, de entrada, Javier S. Perona, profesor de Educación Nutricional y Métodos de Investigación en Nutrición en la UPO y autor de la iniciativa Malnutridos.com–. Esta orilla del Mediterráneo no va a comer lo mismo que la de países musulmanes, empezando por el consumo de cerdo, por ejemplo. Pero lo cierto es que, en conjunto, estamos cambiando nuestro patrón dietético y alejándonos de lo que debería ser una dieta equilibrada”.
Esta evolución minimiza, también, la presencia de dos grandes clásicos de los platos de hace no tanto tiempo: el cordero y el cabrito, los pequeños rumiantes, “que medioambientalmente además son muy positivos, porque aprovechan una orografía que no suele tener uso –explica Elisa Oteros–. Pero es un tipo de carne que, excepto las chuletitas, exige más tiempo. Lo que no tenemos”.
Javier S. Perona añade precisamente otro elemento: el estilo de vida. “Comer va mucho más allá de ingerir alimentos –desarrolla–. En la definición de dieta mediterránea de la UNESCO, por ejemplo, no se incluye una lista cerrada de alimentos, sino que se habla más bien de una forma de producirlos, comprarlos, prepararlos y compartirlos”.
Para José Berasaluce, lo mediterráneo es una insignia sobre la que “también, se cometen muchos crímenes, y se cuentan muchas mentiras. Y sí, hay mucha alharaca alrededor de la dieta mediterránea, pero ninguna legislación que limite el acceso a procesados o azúcares a los niños”.
Aun así, la dieta actual es “más variada, más equilibrada y más segura” de la que tenían nuestros abuelos, afirma, desde Sevilla, el nutricionista Antonio Hinojosa. Pero disponer de muchos alimentos, como estamos viendo, “no significa que estemos bien nutridos”, apunta Javier S. Perona.
Y luego está el misterio de alergias e intolerancias varias, que parecen haber eclosionado de la nada en los últimos tiempos. Probablemente, coinciden los especialistas, lo que ocurría antes era que no se diagnosticaban: “Hoy día –indica Hinojosa–, vemos la relación que muchos tipos de alergia tienen con los alimentos histamínicos, que aumentan el nivel de histamina en sangre, provocando dolores articulares, musculares y demás, y que están detrás de muchos diagnósticos de fibromialgia. De hecho, hay pacientes que evolucionan favorablemente con tratamiento de alergología y nutrición”.
Los alimentos de proximidad se muestran clave, también, en el tratamiento de intolerancias, ya que tienen menos adictivos y son menos dados a integrar componentes como la lactosa o la fructosa.
Y aquí llegamos al núcleo del nudo gordiano: la paradoja de la proximidad. Uno diría que los productos que se producen cerca –ligados a la economía local y a una mayor estacionalidad, y con una menor huella de carbono– habrían de pesar menos en nuestra cesta, ¿no? Pues no. Es el mercado, amigo. O, concretamente, las maravillas de la economía de escala. “Con toda la importancia que tienen, el valor de un alimento no suele reflejarse en su precio –explica Elisa Oteros–. No vemos, y no sentimos, la huella ambiental o social que tiene que comamos uvas procedentes de Chile a un precio con el que nuestros agricultores, para colmo, no pueden competir. No estamos pagando el precio de esos impactos”.
Hemos levantado un mundo en el que comerse un aguacate de Perú puede salir más barato que zamparse otro de Granada. Una realidad, añade Berasaluce, que está convirtiendo los alimentos “sostenibles, de calidad y de proximidad en algo accesible sólo a unos pocos”.
El politizado debate del qué comer, planteado entre una ‘ecología caviar’ y la gente ‘normal’, propone un escenario acelerado, en el que quienes puedan comerán cortes de bueyes criados entre margaritas y, el resto, chuparemos barritas de cucarachas. Oteros niega la mayor: “No hablamos del estante eco gourmet, sino de acoplar una dieta sensata, con menos carne y menos procesados –indica–. Y, en ese sentido, el sibaritismo es una falacia. El 20% del precio de nuestra cesta de la compra lo llena la carne. Esto, sin tener en cuenta los costes que no se ven en el ticket: el daño medioambiental de la ganadería industrial, o el coste sanitario de las enfermedades asociadas a nuestra dieta inflada”.
“Lo que no se puede hacer –prosigue Javier S. Perona– es pedirle al consumidor de forma individual que se haga responsable de este tipo de cuestiones. Desde luego que hay que fomentar la compra más local y responsable, pero no podemos pedir que consuma alimentos saludables y sostenibles a cualquier precio. El consumidor no fue el que decidió que el mercado fuera global. Para eso tienen que estar las autoridades y los responsables políticos, que son los que lo hicieron. Si ahora resulta que poder adquirir productos locales es más caro, habrá que poner medidas, como que transportar productos desde la otra punta del mundo no sea tan barato”.
“No solamente comemos fruto de nuestros impulsos y deseos –continúa Berasaluce–, sino también de la oferta y de lo que tenemos en los supermercados. No todo el mundo come lo que puede, o lo que cree que es mejor para él. Somos sujetos pasivos en el ejercicio de nuestra soberanía alimentaria porque las estructuras de poder de las grandes cadenas de alimentación son muy poderosas”.
Ocho mil millones de personas. Carolyn Steel ilustra en el libro Ciudades hambrientas (Capitán Swing)Ciudades hambrientas cómo el afán depredador de las grandes urbes ha ido moldeando el mundo:“Muy pocos ciudadanos –continúa José Berasaluce– somos conscientes del proceso que implica el consumo de alimentos. Comiendo y bebiendo se construye una sociedad y se urden conspiraciones. En gran medida, en lo que respecta a nuestra alimentación, somos sujetos pasivos, no sujetos de derecho”.
“Son muchos los estudios que muestran que el problema de nutrición en este planeta no es de capacidad, sino de distribución –indica, respecto a la maldición malthusiana, Elisa Oteros–. Se apuntan cuestiones como dedicar menos recursos para alimentar animales, o lo perverso de tratar la producción agrícola en el mercado de valores. O temas como el desperdicio en las cadenas de supermercados o en los trayectos, donde muchos productos se echan a perder”.
“Esto es como cuando estalló la burbuja inmobiliaria, que decían aquello de que la gente había firmado cosas que no asumía –concluye–. Y, sí, todos tenemos la responsabilidad de saber lo que firmamos, pero la proporción de culpa es muy diferente. Nosotros ya tenemos nuestra responsabilidad, pero la parte del león a la hora de garantizar una alimentación saludable y sostenible está en las políticas públicas”.
Buenos propósitos nutricionales que carga el diablo
Buenos propósitos. Desde hace tiempo, los datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación marcan que los españoles buscamos comer de forma más sana, natural y menos copiosa. Eso, sobre el papel, porque el número de calorías de muchas comidas sigue siendo contundente. Se registra, también, una reducción del tiempo de preparación de las comidas y un mayor consumo fuera del hogar. Ninguna de estas cuestiones, admite Amelia Rodríguez, deberían ser sinónimos de comer mal, pero lo cierto es que van de la mano del mayor consumo de procesados y ultraprocesados. No todo lo que pensamos, además, entraría en este apartado:una menestra de verdura congelada, por ejemplo, indica Javier S. Perona, es algo perfectamente saludale. “Siempre va a costar menos comer bien que comer mal, aunque parezca lo contrario –abunda Antonio Hinojosa–. Todos hemos escuchado eso de que un tomate sabía mejor antes que ahora, y creo que la gente pide cada vez más alimentos de cercanía, con menos activos”. Rodríguez también señala buenos propósitos asumidos y que carga el diablo: saltarse el desayuno, comer con poca frecuencia, beber menos de un litro de agua al día, evitar los carbohidratos, prohibir por completo los dulces, limitar la dieta a un tipo de alimento o especies como que saltarse una comida, o los productos light, te adelgazan.
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