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Orden de actuación

El Arropiero, el mayor asesino en serie español

Galería del Crimen | Capítulo 27

Tras ser detenido en El Puerto por matar a su novia, Manuel Delgado Villegas confesó otros 47 asesinatos en España, Francia e Italia, de los que la Policía demostró ocho y dio verosimilitud a otros 22

El domicilio conyugal

Ilustración de El Arropiero.
Ilustración de El Arropiero. / Miguel Guillén
Pedro M. Espinosa

25 de enero 2025 - 06:00

Cádiz/Cuando los agentes de la Brigada Criminal de El Puerto de Santa María lo detuvieron por matar a Toñi, una discapacitada intelectual con la que se hablaba y cuyo cuerpo apareció desnudo en un descampado de la localidad, no podían imaginar que acababan de dar caza al mayor asesino en serie de la historia de España. Manuel Delgado Villegas, conocido como El Arropiero, negó de primeras tener nada que ver con aquel marrón, pero la astucia del inspector Salvador Ortega hizo que no sólo confesara este asesinato sino otros 47. De ellos, la Policía pudo comprobar ocho, dio verosimilitud a otros 22 y no siguió investigando los demás, algunos de los que aseguraba haber cometido durante su vagabundeo por países como Francia o Italia en la década de los 60. Cuando iba en el coche policial, escucharon por la radio el caso de un mexicano al que se le atribuían 49 crímenes. “Este te gana”, bromeó el policía. “Señor inspector, déjeme libre tres días más. No deje que ese mexicano me gane”, contestó El Arropiero.

La figura de El Arropiero sigue despertando el interés periodístico incluso en la actualidad, casi tres décadas después de que muriera con los pulmones destrozados tras una vida de adicción al tabaco. Y eso que hay discrepancias entre sus estudiosos, que ni siquiera se ponen de acuerdo en su fecha y el lugar de su nacimiento. La versión más extendida es que Manuel Delgado Villegas nació el 23 de enero de 1943 en Sevilla y se trasladó poco después a El Puerto. Lo que es seguro es que su madre, Josefa, murió a los 24 años durante el parto de Manuel, que podría decirse que vino al mundo trayendo a la muerte bajo el brazo, lo que marcó un carácter violento y taciturno. Su padre, José, vendía arropía, un dulce hecho a base de higos, lo que le valió el apodo que acompañó al asesino durante toda su existencia. Manuel tenía una hermana, Joaquina. Siendo ambos muy pequeños su padre volvió a casarse y los dejó al cuidado de unos familiares en Mataró (Barcelona). La abuela fue quien en un principio se encargó de ellos, aunque otros allegados también se implicaron en una crianza dura en la que no faltaron los malos tratos. Esta violencia terminó por moldear su conducta agresiva.

En Mataró, el pequeño Manuel fue a la escuela, aunque nunca llegó a aprender a leer ni escribir. Sus profesores lo describían prácticamente como subnormal en algunos de sus informes. Un niño cortito. Lo que en realidad le pasaba es que era disléxico y tartamudeaba cuando se ponía nervioso, lo que ocurría a menudo por culpa de las bromas de mal gusto que sufría de sus compañeros. No puede decirse que ese acoso en la España de la posguerra acobardara a Manuel. Todo lo contrario. Bien pronto desarrolló una fuerza descomunal que le permitía solucionar a mamporrazo limpio cualquier problema con sus amiguitos.

Tras comprobar que no estaba hecho para los libros, recién cumplidos los 18 años decidió escapar del ambiente tóxico de su familia y se alistó en la Legión. Su paso por el ejército no le enseñó disciplina pero sí a utilizar una de sus señas de identidad: un golpe que propinaba con el canto de la mano en el cuello de su víctima y que les dejaba fuera de combate por aplastamiento de la glotis. El golpe del legionario. A El Arropiero le gustaba matar con sus propias manos.

Su paso por la Legión fue efímero. Comenzó a coquetear con los porros de hachís y marihuana y necesitó de una fase de desintoxicación. Por esa época, estamos en 1961, El Arropiero empieza a sufrir crisis de epilepsia que los médicos nunca terminan de creerse. Las usaba en situaciones complicadas casi como mecanismo de defensa. Cuando se veía en apuros le entraba el tembleque.

La cuestión es que, sea por su epilepsia, por su afición a los canutos o por su carácter pendenciero, Manuel es declarado no apto para el servicio militar. Otra versión habla de que fue él mismo quien desertó y se dedicó a viajar por España, Francia, Italia y hasta Rusia. Para hacerlo llegó a mendigar, aunque también se buscó la vida trabajando como proxeneta y hasta chapero en Barcelona. En esta faceta alcanzó cierta fama por varias razones: la primera, que no era mal parecido y gastaba un bigotillo a lo Cantinflas, actor al que veneraba, que le daba un no sé qué. La segunda, y más importante, es que era capaz de practicar sexo durante horas sin eyacular. Esto, más que a una resistencia sobrehumana, era debido a que padecía anaspermatismo. Por ello sus servicios llegaron a ser muy demandados tanto por hombres como por mujeres. El periódico El Caso relató en su día que otra de las maneras que Manuel encontró para sacarse unas perras fue vender su sangre, lo que, según aseguró, llegó a hacer hasta en 1.400 ocasiones. Con este dinero arrendó una pequeña vivienda en Mataró, lo que le evitó ir a la cárcel en alguna de las ocasiones en que fue arrestado por la famosa Ley de Vagos y Maleantes que primero se sacó de la manga la II República en 1933 y luego endurecería Franco.

Los crímenes

Durante varios años Manuel malvive en el extrarradio de la Ciudad Condal, hasta que algo se rompe en su cabeza y le convierte en un asesino. El 2 de enero de 1964 un cocinero, Adolfo Folch Muntaner, baja a la playa de Llorach, en el Garraf, un pueblito costero, a coger arena con la que limpiar algunas ollas con grasa enquistada. El sueño le vence y decide echar una cabezada de la que nunca se despertara. Manuel le destrozó la cabeza con una gran roca y le robó la cartera y el reloj antes de salir por piernas. Su cadáver no fue descubierto hasta 19 días después, y se tardaron otros siete años en encontrar al responsable del terrible crimen.

El Arropiero, tras ser detenido en El Puerto. En la foto aparece sujetándolo por un brazo el inspector Salvador Ortega.
El Arropiero, tras ser detenido en El Puerto. En la foto aparece sujetándolo por un brazo el inspector Salvador Ortega.

El segundo asesinato tardó tres años y se produjo el 20 de junio de 1967 en Ibiza. La víctima se llamaba Margaret Helene Boudrie, una joven hippie francesa que ese día había cumplido 21 años y que se encontraba celebrándolo con un médico neoyorkino algunos años mayor que ella, Jules Morton. Ambos iban ciegos de LSD cuando se metieron en un caserón abandonado. El joven quiso mantener relaciones sexuales pero ella le dio calabazas, así que, cabreado, se largó. Manuel los había estado espiando y decidió aprovechar la ocasión. Cuando llegó, Margaret dormía, pese a lo cual intentó repeler la agresión sexual de aquella mala bestia. No lo consiguió. El Arropiero la acabó violando y asesinando.

El tercer asesinato se produjo el 20 de julio de 1968 y la víctima fue un conocido empresario: Venancio Hernández Carrasco, natural de Chinchón y al que se le atribuye el eslogan: “Chinchón, anís, plaza y mesón”. Manuel se acercó a él y le pidió comida. Venancio le dijo que era joven y que si quería comer se pusiera a currar. Manuel le propinó su famoso golpe de kárate y lo abandonó en el río Tajuña, un afluente del Jarama. El cadáver apareció más tarde sin pantalones y desprovisto de calcetines.

El cuarto crimen se produjo el 5 de abril de 1969. La víctima era Ramón Estrada Saldrich, propietario de un almacén de muebles en la Avenida Diagonal de Barcelona. Coincidieron en un bar de la zona y decidieron ir al almacén a pasar un buen rato. Manuel le pidió 1.000 pesetas por tener sexo pero Ramón sólo quería pagarle 300. Se pelearon y el antiguo legionario le propinó su golpe de gracia. Lo desnucó. Le robó la cartera, dinero del almacén y el reloj.

El quinto asesinato tuvo lugar el 23 de noviembre de 1969 y la víctima fue Anastasia Borrella Moreno, una anciana de 68 años que vivía en Mataró. Manuel intentó mantener relaciones sexuales con ella y al negarse la mató en plena calle. Luego trasladó el cuerpo a un túnel de la riera Sirena y durante los tres días siguientes acudió al lugar para mantener relaciones sexuales con el cadáver. Manuel estaba muy loco y desde entonces siempre que pudo practicó la necrofilia. Antes de volver a Cádiz tuvo tiempo de matar a Natividad Rodríguez en Valencia.

Vuelta a Cádiz

Y así llegamos a 1970, cuando encontramos a Manuel de vuelta a El Puerto de Santa María. En aquellos días de diciembre la Brigada Criminal de la Policía Armada, en la que trabaja el inspector Salvador Ortega, investiga la desaparición de un joven llamado Francisco Marín. Tras varios días sin noticias suyas encuentran su cadáver en el Guadalete. El forense concluye que ha muerto por asfixia, pero Ortega no se lo cree. Algo le huele mal. Está convencido de que a Francisco lo han asesinado. Y acierta.

Porque el 18 de enero de 1971 Manuel sube a su moto a Antonia Rodríguez, la lleva a un descampado y allí, mientras mantienen relaciones sexuales, la estrangula con sus propias medias. Tras aquello, Manuel volvió al día siguiente al lugar para violar el cadáver, como ya había hecho en algunas ocasiones. “Pero Manuel, ¿cómo has podido venir aquí a acostarte con una muerta?”, le preguntó Ortega tras detenerlo. “Así es mejor porque no habla”, le dijo El Arropiero. El inspector, ya retirado, ha contado en multitud de ocasiones esta conversación en diferentes medios que dan una idea de la crueldad de la que hacía gala Manuel.

Y eso que cuando la Policía le interroga por la desaparición de su novia no levanta excesivas sospechas. Parece un tipo de inteligencia limitada, bruto, pero poco más. Quizá su bigotito cinematográfico les despistó. Pero varios vecinos declaran haberlo visto pegar a la Toñi el mismo día de su desaparición.

Ortega estrecha el cerco y llega a forjar cierta amistad interesada con el asesino porque, declaró posteriormente, “se hacía necesario establecer esos lazos para esclarecer los crímenes”. Le pregunta dónde estuvo el día del crimen y Manuel responde que en el cine, que no vio a Toñi, que llevaban tiempo peleados. Pero su lenguaje corporal le dice que miente. El Arropiero está acorralado y utiliza otra de sus tácticas preferidas: fingir un ataque epiléptico.

“Tú no estás bien Manuel, estás enfermo”, le dicen los policías. Y Manuel decide cantar. Confiesa el crimen de Toñi, el de Francisco y 42 más, a los que suma otros cuatro ya ingresado en el psiquíatrico penitenciario de Carabanchel.

Pese a confesar todos estos asesinatos El Arropiero no fue juzgado y la causa quedó archivada. Se ordenó su internamiento en un psiquiátrico donde varios doctores determinaron que era un psicópata peligroso que poseía el cromosoma XYY, también conocido como de Lombroso o de la criminalidad. Los asesinos y violadores en serie no son XX ni XY en el cromosoma que define la sexualidad humana. Son XYY. El Arropiero tenía esa anomalía genética. Era violador y asesino, violento en toda circunstancia, no tenía una sexualidad definida. El Arropiero parecía haber sido puesto en el mundo por Cesare Lombroso en persona.

Muchos años después de su internamiento, el programa Código Uno, de Televisión Española, logró entrevistarlo en prisión. Durante la charla con la periodista, Manuel, que apenas si tiene 50 años pero parece un anciano de mirada perdida que fuma compulsivamente, le dice que “cuando mato mujeres no me gusta, prefiero a los hombres”. Y cuando le preguntan si piensa en lo que hizo asegura tranquilo: “El hombre que piensa mucho se vuelve majara, yo no pienso”.

Los últimos años de su vida los pasó ingresado en el psiquiátrico de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), de donde incluso podía salir a pasear libremente. Tras 26 años encerrado, en 1997 le dejaron libre porque iba a morir y porque no había una condena que lo mantuviera preso. Sus pulmones habían colapsado. Tenía 58 años pero aparentaba mil. Un mendigo de barba larga, un Robinson loco, muy loco, que buscaba las tablas.

Una noche de febrero de 1998 acabó tirado en el suelo de una calle de Mataró. Un esqueleto más en el frío invierno catalán. Cuando lo llevaron al hospital poco más pudieron hacer que ponerle nombre: Manuel Delgado Villegas. Sólo entonces descubrieron que aquel ser sin alma había sido el mayor asesino en serie de la historia de este país.

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