La batalla de la Navidad: la lucha por lo auténtico en la fiesta más mestiza
Los Reyes frente a Papá Noel; el árbol frente al nacimiento; Bing Crosby contra los peces en el río... las guerras culturales navideñas se venden como una resistencia de lo genuino frente a lo impostado
Dos elementos, sin embargo, vertebran las celebraciones más allá de todo esto: el gusto por la celebración y el exceso; y el sentido de continuidad
Alberto del Campo: "La utopía de la Navidad es una idea muy subversiva"
La verdadera naturaleza de la Navidad. Un tema actual, que sólo llevará sobre la mesa unos 2000 años. La última en sacarlo a la palestra ha sido Isabel Díaz Ayuso, que comentaba hace unas semanas que “cada vez se oye menos la palabra Navidad”. Sus palabras se encuadran (lo sepa ella o no) en la línea de los sermones medievales de san Bernardo, que insistían una y otra vez sobre la necesidad de celebrar adecuadamente el nacimiento de Dios. Y no muy lejos de los de los padres de la Iglesia, que en los siglos III-IV consideraban que “todo aquello de los bailes, la diversión, los regalos... eran elementos paganos frente a lo que verdaderamente había que subrayar: la conciencia de lo que supone el nacimiento de Jesús”, comenta el antropólogo de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, Alberto del Campo. También se vienen a la mente los puritanos de Cromwell a quien, entre todas sus obras, los ingleses aún recuerdan por lo que consideran la mayor infamia de todas: prohibir las celebraciones navideñas. Por no hablar de las proclamas por una celebración "más auténtica" que llegan desde el núcleo duro del protestantismo estadounidense.
“Durante muchos siglos, los sermones de Adviento eran continuamente lo mismo: sobre el dispendio, los restos paganos, el derroche... mientras que lo que tenían que ser estas fechas eran de recogimiento, de pasarlas en familia, etc -continúa el especialista-. Así que este tipo de declaraciones son más viejas que el hilo negro”.
Alberto del Campo ha estudiado el carácter jocoso y alegre de las fechas en Historia de la Navidad. El nacimiento del goce festivo en el cristianismo (El Paseo): “El Adviento era uno de los contextos con más sermones porque la Navidad era precisamente una de las épocas más desordenadas -explica-. Por eso muchos autores, como san Bernardo, hablaban de celebrar con alegría contenida”. Una alegría que había de estar “lejos de la carne y los excesos”. Así, en recuerdo de la humilde Navidad primigenia, nuestra celebración habría de ser una “imitación de aquella primera mortificación: llena de austeridad, pobreza y sufrimiento, junto con una alegría espiritual por haber hecho todo esto Cristo por nuestra eterna redención”.
Bien, parece que no le hemos hecho mucho caso a san Bernardo. Y que hemos insistido, de hecho, en no hacerle caso durante siglos, como recogen los testimonios de fiestas, celebraciones, bailes y pantomimas -muchas de ellas, propiciadas por la misma Iglesia- que se han ido sucediendo bajo el paraguas de la Navidad. Es más, aquel que ha intentado ponerles freno, ha fracasado. La prohibición de la Navidad no duró un puñado de años bajo la férula puritana en Reino Unido; la Contrarreforma intentó, al paso y con distinta fortuna, frenar aquí los excesos, pero se maravillaron otras formas de celebrar. Ded Moroz (el Papa Noel ruso) fue arrinconado con la llegada de la Unión Soviética, pero no tardó en ser resucitado. Ahora lo mismo no hablamos del vicio, la glotonería y los excesos de la carne -o sí- pero, desde luego, señalamos la Navidad como una fecha de derroche obsceno. Nuevamente, sin éxito.
“Resulta que el consumismo nunca es malo, terrazas y libertad, menos justo en la época en la que más se consume del año -apunta Alberto del Campo-. Aquí, como interesa destacar el elemento religioso, pues resulta que ahora sí que es malo. Pero el exceso pantagruélico en esta época siempre ha sido muy popular”. Y es un siempre muy de siempre de verdad: se han encontrado restos alrededor de las famosas ruinas de Stonehenge que muestran que los antepasados de los europeos festejaban con ágapes de cerdo en fechas cercanas al solsticio de invierno.
Esta idea del exceso va unida, añade Del Campo, a “que el pueblo ha necesitado siempre de ese vaivén de momentos ordinarios y extraordinarios”. Y, de hecho, el poder ha sido muy consciente de esto, y de ahí que se mantuviera durante mucho tiempo una costumbre como el aguinaldo -que es lo que simboliza torticeramente nuestra “paga extra”, que no es extra sino nuestra- “una especie de obligación de redistribución de la riqueza del que más tiene”, indica Del Campo. Evidentemente, “cuanto menos tienes, más necesidad tienes de romper con la rutina cotidiana y tirar la casa por la ventana. Se trata de lo extraordinario, y el consumismo es una de las lecturas posibles. De hecho, puedes identificarlo como el elemento festivo por antonomasia”. Vaya, va a resultar que la esencia de la Navidad no es la que muchos creen.
LA NAVIDAD COMO VÁLVULA DE ESCAPE
Alberto del Campo apunta que uno de los elementos característicos de las celebraciones en esta época del año -y que nos resultan extrañamente familiares si las comparamos con las saturnalias- es la “liberación de la constricción ordinaria, que es algo muy distinto al consumismo”. Aunque, para el que vive ajustado, el lujo asiático de “no mirar” lo que se gasta sea salir fuera de la norma: “El capital aprovecha esa necesidad de tirar la casa por la ventana para ofrecer todo tipo de productos innecesarios -abunda el antropólogo-. Date cuenta de que estos gestos de reproche vienen siempre de los poderosos o del púlpito: de quien no lo necesita. Ahora, con la menor influencia de la Iglesia en nuestras vidas, los sermones han pasado a ser sociales”.
La Navidad tiene una ventaja extra, además, como ventana al descontrol: está acotada. “El poder administra el momento en el que el subordinado puede ser libre. Le da un espacio para que pueda soportar mejor la cosas, para dejarle respirar un poquillo. No es menos cierto -admite Del Campo- que, en esos espacios de libertad que el poder administra, el tema se puede desmadrar: de ahí, por ejemplo, el miedo de todos los regímenes autoritarios a la fiesta, a la sátira, a los disfraces. Pero si te doy una válvula, como poder, incluso quedo de generoso”. Ahí están no sólo la inversión del orden de las saturnalias, sino costumbres como la del obispillo... “que muchas veces, no quería volver al redil”.
Ahora mismo -y a pesar de todo-, tanto el abismo como las tensiones sociales se han reducido, y esa cualidad de válvula de escape de la fiesta se diluye. Ya queda poco de ese “llega la Navidad y nos vamos a hartar”. “Pero fíjate que antes había un gran afán porque la gente ‘no pasara necesidad’: que la gente comiera, se repartía comida en las instituciones, el tema de las cestas de Navidad es un remanente de esto. La igualación simbólica es más necesaria cuanto más desigual es la Navidad”, desarrolla el antropólogo.
Y, ¿sería posible encontrar un nexo entre ambos núcleos, el que nos habla de celebrar como si no hubiera un mañana -que lo mismo- y el que nos señala la humildad de los valores cristianos? “Bueno, al fin y al cabo -recuerda Del Campo-, las saturnalias también lo que hacían era rememorar una supuesta Edad de Oro en la que no existían las injusticias. Ahora, es el Niño Jesús el que viene y nos recuerda que la inocencia y la bondad deben primar. Incluso el anuncio de la lotería nos llama hoy día a compartir”.
Para el especialista, hay un núcleo en las celebraciones navideñas que es esencial, pero “los elementos simbólicos y culturales que lo rodean pueden ir cambiando, aunque a veces pueden ser tomados como auténticos frente a los que no lo son. Y la autenticidad es cambiante porque depende de las pugnas”.
Y aquí entran las guerras por lo que podríamos llamar elementos culturales de la Navidad: el nacimiento contra el árbol; Bing Crosby contra los peces en el río; Papá Noel frente a los Reyes. “La lucha de lo autóctono frente a lo foráneo es algo bastante recurrente -continúa Alberto del Campo-. Van cambiando los enemigos, claro, pero siempre hay un otro frente a un nosotros. En términos antropológicos, es el otro el que nos contamina. En el siglo XVIII, por ejemplo el enemigo era Francia, y las diatribas se dirigen contra los petimetres y las costumbres afrancesadas que van introduciendo: frente a ellos, pues respondemos con la figura del majo, la pandereta, baile, villancicos... como contraste frente a las formas aburguesadas y sofisticadas de los de fuera. En el XIX se va mirando también hacia Inglaterra como gran potencia. Y, por supuesto, el referente del siglo XX han sido los Estados Unidos: una influencia que se ha sentido especialmente, y se ha hecho exponencial, fundamentalmente por la televisión y por su apabullante producción audiovisual. Y es el sector más conservador, representado por voces de Vox y el PP, el que va a reivindicar que ese españolismo se siente amenazado”.
“Digamos que la línea la marca lo que entendemos por nación frente a la globalización -desarrolla-, se diluye la especificidad nacional y ahí tenemos el rebrote de los nacionalismos, el America First y LePen. Hay gente que se siente amenazada”.
Lo realmente sorprendente del asunto de la lucha por las esencias es que la Navidad “ha sido siempre una amalgama de mil cosas”. “El árbol es un elemento ya tradicional, cuando a principios del siglo XX se tomaba como una importación centroeuropea. Pero, como han pasado varias generaciones, ya nadie, o muy pocos, hablan mal del pobre abeto, con la mala fama que tuvo”. Poniéndonos magníficos, todos sabemos del origen napolitano del belén, y en su origen se lo recibió como una moda italiana, “que el mundo católico terminó acogiendo como propia. Incluso entre alguna gente de izquierda se ve una corriente de celebración en la que la fiesta se despoja de elementos cristianos, pero luego introduce elementos new age, o que se consideran primigenios, y que recogen cierta espiritualidad de, digamos, un orden universal”, añade Del Campo.
NAVIDADES DEL PASADO, DEL PRESENTE Y DEL FUTURO
El escritor Francisco Ayala llegó a ver este nuevo siglo, pero recordaba perfectamente ir a comprar pavos por Navidad a la plaza Mayor de Madrid (que costaban un duro, y de ahí la expresión). En los 80 esa era una imagen ya extinta, y a los niños actuales les debe sonar a algo que hacían, en efecto, los pastorcillos del belén (quien dijo pavos, digo gansos). Para mi generación, Mariah Carey ha desbancado al mismísimo Cristo como heraldo de la Navidad; y quién sabe qué perdurará cuando mi hija sea mayor: ¿habrá aún turrón de chocolate Suchard? ¿prosperará la moda del jersey horrible navideño? ¿se sentará a la mesa un holograma del abuelo?
“En la celebración de la Navidad -continúa Alberto del Campo- hay elementos constantes. El carácter extraordinario del que hablamos es uno, pero también la idea de continuidad: como lleva mucho tiempo celebrándose y rememora algo de hace dos mil años, esto es muy importante; la gente recuerda su infancia, la ilusión que le hacía, la transmisión del misterio... Eso es auténtico, ese elemento de transcendencia, que se mantiene frente a los cambios. Y eso es subterráneo y muy potente, va por debajo: la ilusión el niño, la infancia, la generosidad, los buenos deseos...” Los fantasmas del pasado, del presente y del futuro, y la posibilidad de ser mejores. Pero qué listo eras, Charles Dickens.
“Y en momentos caóticos, de incertidumbre, este tipo de inercias son muy necesarias -reflexiona Del Campo-. La gente reivindica la estabilidad: el abuelo que da regalos, ese ser misterioso que nos visita... y que se ha dado siempre, aunque todo vaya cambiando. En el siglo XV, en Italia, San Nicolás dejaba monedas anónimamente a las muchachas para que no se dedicaran a la prostitución. Ese era el mensaje primigenio, pero fue derivando hacia una narrativa de lo mágico”.