El desencanto
Política
Crónica sentimental en rojo de la desintegración de la izquierda tras el descabello del caso Errejón
“Nunca seré casta porque nunca voy a estar 30 años viviendo de la política”, declaraba en 2019 Noelia Vera, la portuense que durante cuatro legislaturas ganó el escaño por la provincia de Cádiz para Podemos. Vera tiene formación de periodista, pero lleva nueve de sus 39 años viviendo de la política. Lo de representar a Cádiz fue una decisión de Pablo Iglesias porque en Podemos la democracia interna siempre fue una ficción. De hecho, hacía mucho tiempo que Vera no vivía en Cádiz ni los problemas de la provincia a la que representaba fueron nunca una parte fundamental de su actividad parlamentaria. Simplemente formaba parte del núcleo duro del líder. Pero ya sabemos que los representantes de los ciudadanos en este país no los eligen los ciudadanos, sino los partidos.
Había hecho en 2012 la ‘mili’ latinoamericana que hicieron casi todos los cuadros superiores del futuro Podemos en Colombia y Bolivia y, de regreso, se convirtió en “Noelia, la presentadora”, haciendo juego de palabras con los dibujitos de “Nora la exploradora”, en La Tuerka, el experimento teledigital al que sus creadores, Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, ya no podían atender por sus compromisos con las tertulias de la televisión ultraderechista Intereconomía y La Sexta, la cadena para público progresista de Atresmedia. Aquellas intervenciones catapultaron a Podemos a Europa, dando la sorpresa en 2014 al obtener cinco escaños en Bruselas.
En 2015 Noelia Vera sería una de las 69 nuevas diputadas en el Congreso en el momento cumbre del movimiento que decía haber nacido de las acampadas ciudadanas del 15-M de 2011, aunque casi ninguno de los fundadores de la formación morada estaba en España por entonces ni formaron parte de aquel grito de exasperación ciudadana contra la vieja política. Pero representaban la nueva política. De eso no había duda. La nueva izquierda, cocinada en los claustros universitarios de la Facultad de Políticas de Somosaguas, se había zampado a esa vieja izquierda de perdedores, la de Izquierda Unida, la del PCE, de donde procedía Iglesias.
Noelia Vera fue una de las más fieles al líder durante la temprana desintegración de Podemos, abatida por guerras intestinas y que tuvo su mayor trauma en 2017 con Vistalegre II, el encuentro más conocido como La Boda Roja, en alusión al famoso capítulo de Juego de Tronos, la serie de HBO que servía a Iglesias de manual político. Allí, mientras un recinto repleto coreaba la palabra “unidad” -aunque ese grito de “unidad” sonaba más a circo romano que a otra cosa-, Iglesias ejecutó a los infieles. Por los pasillos se podía ver a jovencísimos y jovencísimas aspirantes a políticos sollozando y clamando: “Nos van a laminar”. Fue el primer acto antes de la espantada del que había sido el amigo inseparable de Iglesias, Íñigo Errejón, para crear a su imagen y semejanza un partido madrileño. El mismo partido que ahora le ha repudiado por sus noches locas y su comportamiento heteropatriarcal y, según él, también un poco neoliberal.
Pero volvamos a Noelia Vera. Vera salió muy bien parada de La Boda Roja. En la votación eurovisiva que se realizó en aquella convención Vera quedó clasificada en el puesto número 12 del ‘star system’ morado, justo por delante de Pablo Bustinduy, el más errejonista de los errejonistas y actual ministro de la Agenda 2030. Con esas credenciales, Vera fue ascendiendo dentro del grupo parlamentario, llegando a ser portavoz. Cuando Podemos llegó al Gobierno en 2019, la ministra de Igualdad y pareja de Pablo Iglesias, Irene Montero, la reclamó para la Secretaría de Estado de Igualdad con un sueldo de cien mil euros anuales. No le dio tiempo a ejercer mucho. A los dos meses nos encerraron y el mundo se paró. Vera pasó el confinamiento cuidando de la niña que acababa de tener y que a una de las primeras personas que vio fue a Pablo Iglesias, su tito Pablo, como escribió Vera en las redes sociales. Pero algo extraño debió pasar. En septiembre de 2021 renunció al cargo. Dejaba la política. Sólo dijo que en la vida “hay que saber cuándo parar. Después de siete años en esta la que considero mi casa, no quiero defraudar a tantas compañeras/os que me dieron las responsabilidades que con honor he ostentado”. También dijo “he sido dependienta, camarera..., he hecho de todo y no se me van a caer los anillos por volver a buscarme un trabajo”. Mientras lo encontraba y no lo encontraba pidió la retribución de ex altos cargos, que le permitía cobrar durante un año y 18 meses un 80% del salario percibido hasta entonces, es decir, unos 6.797 euros brutos al mes. Y después, como ha ocurrido con tanta gente del primer Podemos, desapareció.
He sido dependienta, camarera... no se me van a caer los anillos por volver a buscarme un trabajo"
La sorpresa se produjo hace unos meses cuando Yolanda Díaz, archienemiga del mismo hombre que la nombró su sucesora, contrató a Noelia Vera como su directora de Comunicación en el Ministerio de Trabajo. Para Pablo Iglesias, el tito Pablo, eso fue una puñalada trapera. De hecho, parecía que Díaz había hecho ese movimiento para chincharle. “Al llevársela, (Díaz) vende que quien traiciona a Podemos va a salir beneficiado”, afirmó una fuente de Podemos a eldiario.es.
Sobre Vera sólo cabe decir que, sin duda, acertó con el camino profesional que tomó cuando se enroló en la nueva izquierda. Trabajando como periodista difícilmente hubiera podido ahorrar con sólo 36 años los 31.000 euros que declaró en 2021 al Portal de Transparencia del Ministerio de Igualdad ni conseguir una hipoteca de 216.000 euros para adquirir un chalé con piscina en Fresnedillas, un pueblo de la sierra de Madrid. Vera vino a cambiar la política y la política le cambió a ella. Nada extraño, pero significativo para entender qué es lo que está sucediendo a la izquierda del PSOE y el por qué de unas encuestas cada vez más desalentadoras para las decenas de fragmentos que se mueven en ese espacio.
Una excusrión a Ávila
Habría que irse más atrás para observar cómo funcionaba por dentro aquel fugaz éxito político que diez años después aparece ulcerado y exhausto de tanta batalla interna, de tanta boda roja, que incluso tiene que soportar la humillación de quedar por detrás en unas elecciones europeas de un excéntrico personaje y mentiroso compulsivo llamado Alvise Pérez, que ha cosechado el voto de cientos de miles de descontentos como antes había hecho Podemos.
La clave la encontramos en Sergio Pascual. Pascual, capilla y costalero, nació en Plasencia, pero se crió en Sevilla, donde estudió primero Telecomunicaciones y luego Antropología. Como Noelia Vera, él no sólo hizo su ‘mili’ latinoamericana, sino que antes de entrar en Podemos desarrolló buena parte de su trabajo entre la Bolivia de Evo Morales y la Venezuela postchavista. Allí, como uno de los colaboradores de la Fundación Ceps, la organización anticapitalista que ofrecía servicios de consultoría política a los partidos de la izquierda americana, coincidió con Iglesias y Errejón, que por entonces formaban parte del equipo de asesores del que era líder de Izquierda Unida, Cayo Lara.
Pascual y su pareja, Auxiliadora Honorato (posteriormente diputada en el Congreso por Podemos), se hicieron inseparables de Errejón y la suya, Rita Maestre (hoy portavoz de Más Madrid en el Ayuntamiento), cuando trabajaron para Evo Morales en Bolivia. Allí empezó a forjarse la idea de hacer algo en España con las ideas de Errejón tomadas de Ernesto Laclau, un postmarxista que acabó en las filas del peronismo argentino. El 15-M supuso como una especie de revelación divina de que era el momento. Europa, como ya se ha dicho, les dio la razón y Pascual fue investido como secretario de organización, lo que significaba patearse toda España para que lo que era un movimiento exclusivamente madrileño germinara en otros territorios.
Pascual, que acabaría siendo el primer purgado de Podemos, describió en su libro “Un cadáver en el Congreso” el momento en el que sospechó que todo el entusiasmo atesorado durante los primeros meses de vida del nuevo partido no se iba a saber administrar. Fue después del éxito de las europeas y lo sitúa en una excursión a un pueblo de Ávila llamado Sotillo de la Adrada. Allí iban a acudir todos los que estaban el grupo de Telegram al que llamaban “Patria” y que formaban las cabezas pensantes de Podemos. Porque de lo que se trataba en esa reunión pastoral era de diseñar un plan para afrontar las elecciones municipales y autonómicas, algo que tenían difícil al carecer de estructura territorial. Al menos eso pensaban todos que iban a hacer, menos Iglesias que, como dice Pascual, “tiene una estrategia hasta para ir al baño”.
No, amigo, la marca no es Podemos. La marca soy yo"
En la reunión Pablo Bustinduy hizo un repaso a lo conseguido en las europeas y elogió la fuerza que había cogido la marca Podemos. Iglesias interrumpió su discurso para decir más o menos algo así: “¿La marca Podemos? Mira, la gente no milita en partidos, milita en medios de comunicación. Así que no, amigo, la marca no es Podemos, la marca soy yo”. Al fin y al cabo, habían concurrido con su imagen en la papeleta, su coleta era la marca. En ese momento Iglesias había marcado cuál era el modelo de partido.
“Para Iglesias, la política trata del poder”, escribe Pascual. Toda la palabrería en la que se había sustentado el movimiento Podemos -la gente, la casta, que el miedo cambie de bando y todo lo demás- se reducía a eso. Pascual no tardaría en descubrirlo cuando acudiera a los famosos círculos por toda la geografía nacional. Los círculos eran un desastre a los que se arrimaban arribistas. Al poco de formarse, más de la mitad de los círculos, según Pascual, estaba en conflicto. Se discutía no por problemas de la gente, sino por portavocías o quién iba a ir en tal lista. Y en lo que se refería al Consejo Ciudadano, era un órgano sin poder real. Las batallas se multiplicaban porque lo importante era estar cerca de Iglesias para entrar en la ejecutiva o, algo más importante, para acudir ese fin de semana a La Sexta Noche.
Las andaluzas
Con ese runrún de fondo acudían a sus primeras autonómicas, las andaluzas de 2015. Iglesias, a sugerencia de Pascual, se había decantado como candidata -lo de las primarias en Podemos siempre fue algo muy relativo- por Teresa Rodríguez, una roteña que había salido como eurodiputada y que pertenecía al movimiento Anticapitalista, los anticapis. Era lo único que había en Andalucía que se pudiera parecer a una estructura política. Desde hacía un tiempo Rodríguez había empezado una relación con José María González, alias Kichi, también del mundillo anticapi, pero mucho menos obsesionado por la política, y que sería ideal para presentarlo a las municipales en Cádiz. Ea, de un plumazo ya habían resuelto dos problemas.
En esa campaña Errejón estuvo muy presente como el responsable de los argumentarios e Iglesias se reservó un mitin en Málaga donde apareció como un mesías. Porque la marca era él. Sin embargo, el resultado no fue el esperado. Se quedaron en 15 diputados, lo que era un completo éxito para lo que solía sacar la vieja izquierda pero muy por debajo de sus expectativas. Aquella noche electoral, en el teatro de Salvador Távora, Rodríguez proclamo que los 15 diputados serían “15 chinas en el zapato. Ahora la bancada de Podemos la ocupa la gente corriente”.
Pero quiénes eran esas quince chinas, esa "gente corriente". Entre ellos estaba Manuel Monereo, un biógrafo del Ché a la izquierda de la izquierda, histórico del PCE, y uno de los ‘maestros’ de referencia de Pablo Iglesias, y Alberto Montero, el catedrático de Economía de Málaga que había conseguido una beca para Errejón para un proyecto por el que cobraba sin ir a trabajar. También estaba la que había sido la pareja de Pascual, Auxiliadora Honorato. Rodríguez iba a tener dificultades para controlar un grupo al que no pararían de surgirle problemas de liderazgo. Carmen Lizárraga, economista y diputada por Granada, se rebeló por entender que la dirección de Rodríguez era impropia de los tiempos y abogó por “huir de del espacio de extrema izquierda, más propio de un viejo partido de la resistencia”. Begoña Gutiérrez, diputada por Sevilla y que controlaba la organización en la capital, fue laminada desde Madrid por Pablo Echenique. Mercedes Barranco, la representante de Jaén que sí que venía del 15-M, también pegó un portazo en 2019 diciendo que “Podemos tiene cinco años y hemos envejecido como si fueran décadas”. A continuación, se fue con Errejón. Y luego estaba Juan Moreno, un abogado que se había presentado por Sevilla y que tuvo la humorada de presentar una candidatura alternativa a Pablo Iglesias en Vistalegre 2. Iglesias, por supuesto, lo ninguneó.
Podemos tiene cinco años y hemos envejecido como si fueran décadas"
Y así se podía seguir con las 15 chinas del zapato. Para colmo, en Madrid, uno de los diputados andaluces, Miguel Ángel Bustamante, era denunciado por malos tratos por su mujer. Él se defendió diciendo que aquello era una denuncia falsa debido al proceso de divorcio en el que estaba inmerso. Todo esto lo que venía a demostrar es que la nueva izquierda había perdido la inocencia en muy poco tiempo.
El resultado final en Andalucía fue el estallido, la expulsión de Teresa Rodríguez, que ya funcionaba con la marca Adelante Andalucía y se había separado de las directrices dictadas desde Madrid, del grupo parlamentario por una alianza entre Podemos e Izquierda Unida. El divorcio fue de tal calibre que era imposible armar una candidatura conjunta para las elecciones de 2022. El acudir por separado supuso un batacazo para los unos y para los otros. Adelante Andalucía rascó dos diputados y la alianza de Podemos, Sumar e IU, cinco. Muy lejos de aquellos 15.
El espacio estaba completamente roto. Quizá habría que situarlo en aquel momento que Kichi afeó a Iglesias haberse comprado un chalé en Galapagar o quizá simplemente era que lo que había creado Pablo Iglesias en aquel fin de semana en un pueblo de Ávila no tenía cimientos.
Ahora los pesos pesados de la izquierda en Andalucía son tres, pero no tienen mucho peso en la sociedad. Martina Velarde heredó el Podemos que abandonó Teresa Rodríguez con una votación que ganó de forma abrumadora. Se presentaba con un equipo que se llamaba ‘Equipo Pablo Iglesias’, pero dejó claro que “ni fui la candidata de Pablo, ni soy la delegada de Pablo en Andalucía”. Es una de los cuatro diputados que le quedan a los morados en Madrid habitando en el Grupo Mixto. Toni Valero, un madrileño de Chamberí criado en Málaga, tiene el control sobre Izquierda Unida en la región y está considerado como un muñidor de pactos. Y el último es José Ignacio García, un peleón profesor de Secundaria jerezano que es el que más quebraderos de cabeza da a Juanma Moreno en el Parlamento andaluz desde su escaño de Adelante Andalucía.
En el caso de Teresa Rodríguez y Kichi, los dos líderes más visibles del movimiento en Andalucía, cumplieron su promesa y regresaron a dar clases en el instituto una vez cumplida su etapa de exposición pública. No tienen chalé. A ellos se les podrán criticar muchas cosas, pero no su coherencia. Para Teresa Rodríguez, dejar la política activa, dice, “ha sido lo mejor que he hecho en diez años”, que han sido justamente los que ha estado en política.
No se puede pedir a la gente que vote distinto a como se comporta en su vida cotidiana"
Más allá de Despeñaperros, el golpe que ha supuesto el caso Errejón ha dinamitado las pocas posibilidades de recuperación de la izquierda a la izquierda del PSOE. Era, junto a Pablo Bustinduy, el único que quedaba en activo de la reunión de Ávila y en su 'carta harakiri' con la que abandonaba la política expresaba de modo confuso lo que muchos votantes desencantados ya pensaban: “No se puede pedir a la gente que vote distinto a como se comporta en su vida cotidiana”. Ahora, noqueados, observan cómo el andaluz Antonio Maíllo, nuevo líder de la vieja izquierda, esa izquierda que Iglesias y Errejón consideraban pazguata y perdedora, quiere retomar lo que fue suyo. Y, ciertamente, tiene autoridad moral para hacerlo. Tras algunas notables acciones de gobierno, algunos resbalones, algunas zancadillas de las cloacas del Estado y demasiados navajazos, han pasado diez años para llegar al mismo punto.
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