El domicilio conyugal
Galería del crimen. Capítulo 26
El intento de asesinato de una mujer por parte de su marido en 1953 supuso el detonante para que una abogada gaditana iniciara una cruzada contra una legislación que convertía a la esposa en esclava
Antonia Pernia no tuvo suerte en la vida con el hombre que le tocó. Y está bien dicho lo de que le tocó porque cuando Antonia pasó por el casorio era un tiempo en que muchas mujeres acudían al altar como quien acudía a la ruleta de la fortuna y con muy pocas fichas a su favor. No escogían compañero; eran escogidas y ya no había vuelta atrás. Si todo salía bien y cada cónyuge cumplía con su función como dios manda se habría fundado una familia cristiana que envejecería en paz y armonía bajo la dirección económica del varón. Pero en ese pacto las cartas estaban marcadas desde el momento en el que el paso por la vicaría suponía que el domicilio conyugal se convertía técnicamente en la casa del marido. Una casa que podía convertirse en una cárcel, como le pasó a Antonia.
El marido de Antonia era un marido no tan extraño en los primeros años de la década de los 50. Convertida en su esclava sexual, tiene con ella tres hijos y, cuando se cansa, busca en otras partes el sexo, que riega con abundante licor. En la España del muy cristiano Movimiento Nacional el sexo fuera de casa es fácil de encontrar e incluso es barato. Y, además, es legal. En aquel Madrid en el que Antonia cría como puede a sus tres hijos hay calles como Montera o Ballesta que son una pasarela de prostitutas llegadas de provincias, muchas viudas de la guerra o la represión. Además, los edificios están llenos de casas de citas. Es tanta la oferta que el género se deprecia. En Madrid había en aquellos años 20.000 prostitutas fichadas o ‘mujeres caídas’, como eran denominadas por la Iglesia.
Cuando cada noche llega a casa el marido, Antonia le reclama la parte del trato, el dinero para mantener el domicilio conyugal y que él se acaba de gastar en vino y putas. Él responde con puñetazos y patadas, como dejan constancia los ojos hinchados y las denuncias en la comisaría de distrito, que son papel mojado porque por entonces no hay órdenes de alejamiento ni sistema Viogen ni nada que se le parezca. En una de esas la tunda fue de tal calibre que la columna de Antonia se desvió, dejándola para los restos unos brutales dolores de espalda. Así no se puede seguir viviendo.
Cuidado, no es que la mujer no pueda separarse. Puede hacerlo invocando la causa segunda del artículo 105 del Código Civil, que habla precisamente del incumplimiento del marido de sus obligaciones para su esposa, es decir, el mantenimiento económico del domicilio. Cansada de palizas y de un trabajo doméstico agotador de la mañana a la noche, Antonia lo intenta. Es una mujer valiente. Intentará huir.
Pide cita con una abogada que escucha atentamente su historia, aunque es la misma historia que todas las historias. Le informa de que lo primero que tiene que hacer es probar que es inocente. ¿Inocente de qué? Que no eres una adúltera y tú no lo eres, ¿no, Antonia? ¿Adúltera yo? Pues no sé cuándo... Bien, eso pondrá el proceso de separación en marcha. Existe la posibilidad de que seas “depositada”, le advierte. ¿Depositada? Sí, en la casa de algún familiar. No tengo familiares donde depositarme. O en un convento. ¿En un convento? ¿Y qué hago yo en un convento con mis hijos? No, con tus hijos no. Mientras dure todo el proceso te tienes que olvidar de los niños, dejan de ser tuyos momentáneamente. Pero escucha, si todo siguiera por el buen cauce quizá el juez eleve el caso al tribunal eclesiástico, que es quien tiene potestad para devolverte a tus hijos, algunos bienes muebles e incluso una pensión alimenticia. A Antonia se le ilumina el rostro, pero la abogada rebaja el entusiasmo. Siendo el comportamiento de tu marido el que es, le dice la abogada, podría suceder, pero bajo ningún caso, escucha bien, Antonia, bajo ningún caso, el juez hará que sea él el que abandone el domicilio común. Tendrás que irte tú. ¿Y yo a dónde voy a ir? Tendría que irme a vivir debajo de un puente o a recorrer la pasarela de la calle Montera y como siga viviendo con este hombre cualquier día me descalabra. “Es muy injusto, pero es así, Antonia, las leyes no están pensadas para nosotras”. Antonia se resigna y regresa al domicilio conyugal, la “casa del marido”, arrastrando los pies.
Antonia ha ido demasiado lejos en un Madrid de porteras en el que todo se sabe y el resultado de aquellas averiguaciones suyas con la abogada va a aparecer en un pequeño suelto en el diario ABC el 28 de septiembre de 1953: “Mujer apuñalada por su marido”. Doce puñaladas. Que sobreviva es un milagro. El titular del intento de asesinato de Antonia ocupa un lugar minúsculo en la página del rotativo en comparación con el gran despliegue tipográfico sobre el asesinato en Kansas City del niño de seis años Bobby Greenlease, el hijo secuestrado del magnate que introdujo los vehículos de la General Motors en las Grandes Llanuras. La muerte del muchacho siguió llenando las páginas de los diarios de la época durante días. De Antonia no se volvió a oír hablar. Porque sí, de vez en cuando muere alguna mujer, no hay contabilidad de ello. Pasan a inventario como crímenes pasionales, que es un cajón de sastre en el que entra de todo y en este caso, además, la mujer ni siquiera se había muerto.
Sin embargo, va a suceder algo inesperado.
Una mujer diferente
Mercedes Formica no iba a ser una mujer como las demás en un país en el que el papel de la mujer era ser como las demás. Nació en Cádiz en 1913 en una familia acomodada. Su padre era directivo de la compañía de gas y electricidad Lebón, una de las grandes empresas de la ciudad. Se cría en el edificio de la compañía, en la calle Pérez Galdós, muy cerquita del parque Genovés, y en el edificio conyugal conoce de primera mano lo que es un fracaso matrimonial, el de sus padres. Su madre, Amalia Hezode, de un raro talante liberal para la época, influye en ella para que siga los estudios y así no tener que depender de nadie. Porque pasará lo que más tarde o temprano Mercedes suponía que iba a pasar. Su padre, de hondas convicciones católicas de cara a la galería, mete a su amante en casa y de la casa salen su madre y sus hermanas.
Era el año 1931, acababa de llegar la República y Mercedes Formica se convierte en la única mujer matriculada en la facultad de Derecho de Sevilla. Posteriormente, se traslada con su familia desterrada del domicilio conyugal a Madrid. Allí, en 1933, se queda prendada del discurso de un joven arrebatadoramente atractivo que resulta ser el hijo del ex dictador. Mercedes es una chica moderna y entonces esos chicos de las camisas azules son lo más cool.Así es como la joven Mercedes se hace falangista.
La joven estudiante, que ha sido una de las creadoras del club de fans del yugo y las flechas al que han llamado Sección Femenina, se mueve entre el convulso Madrid de los puños y las pistolas y los círculos intelectuales sevillanos y malagueños. En Sevilla conocerá al que será su primer marido. En plena guerra civil se casa locamente enamorada con Eduardo Llosent, un hombre ocho años mayor que ella, director de la revista literaria Mediodía y un personaje que había sido clave en la fundación del grupo de poetas del 27 al organizar en el Ateneo de Sevilla el homenaje a Góngora. Cuando se junta con Mercedes está al frente del Museo de Arte Moderno de Madrid, aunque en esos años Madrid no está para mucho arte moderno. En mitad de todo este desastre -“ningún fin justificará tanta sangre”, llegó a escribir Mercedes-, el matrimonio se dedica a intentar salvar a amigos del paredón. Lo consigue con el poeta Jorge Guillén y hace lo imposible por intermediar a favor de Miguel Hernández hasta que se les muera de tuberculosis en 1941 en una mugrienta cárcel de Alicante, la misma en la que cinco años antes había sido ejecutado aquel joven tan rabiosamente atractivo, el líder de los fascistas españoles. Para ella, el día que murió José Antonio había muerto la Falange. Lo que venga después será lo que va a definir como "un gran albondigón" que nada tiene que ver con sus ideales juveniles.
Sobre las ruinas de la guerra el matrimonio va a salir adelante como buenamente pueda. Pasan estrecheces económicas porque, según ella, él tiene un agujero en la mano. Los sinsabores de un país devastado van minando sus enamoradizos y aventureros comienzos. Mercedes dirige la revista de la Sección Femenina Medina, pero no gana una perra gorda con ello y encima le censuran la mitad de las cosas que quiere publicar, por lo que manda a paseo la revista y decide retomar la carrera que había abandonado en los locos años 30. En 1948 obtiene al fin su licenciatura en Derecho y tiene grandes planes para sí misma, como iniciar una carrera diplomática, lo que desecha rápidamente porque en las bases concursales aparece en el primer punto de los requisitos uno que complica su vocación: “ser varón”. Por sus contactos con los camisas viejas, acude a ver al ministro de Justicia, Raimundo Fernández Cuesta, falangista de la primera hornada, a ver si le pudiera echar una mano. Al ministro no lo ve, pero uno de los subordinados le recuerda que España ahora necesita más matronas que abogadas, ¿por qué no te haces matrona, Mercedes?
Pero Mercedes no se rinde. En 1950, casada aún con el manirroto de su marido, al que sigue teniendo cariño, pero sin vivir con él, se da de alta en el colegio de abogados de Madrid con el número 14101. Con ella ya son tres mujeres en el colegio. Busca trabajo como pasante en varios despachos de abogados sin éxito. En uno de ellos le dicen que la presencia de una mujer tan hermosa podría resultar “perturbadora”. Así que se lo monta por su cuenta. Se inscribe en el turno de oficio para defender a menesterosos, abre su propio bufete y decide dedicarse al derecho de familia. No va a tener clientes: va a tener clientas. Por su despacho desfilan decenas de mujeres maltratadas. Mercedes descubre hasta qué punto estas mujeres sufren desprotección jurídica. Y es entonces cuando aparece Antonia Pernia: “Buenas, vengo porque quiero separarme de mi marido”.
“Mujer apuñalada por su marido”
Cuando Mercedes lee en el ABC este escueto titular y relaciona las iniciales con Antonia Pernia le inunda la rabia. Ese cobarde malnacido ha acabado haciendo lo que Antonia temía que haría y todo esto se podía haber evitado. Poseída por la indignación, coge papel y pluma y escribe del tirón un artículo al que titula “El domicilio conyugal”: “En un hospital madrileño agoniza una mujer, víctima de doce cuchilladas (…) la mujer que se encuentra en esta situación se resigna y aguanta hasta el límite que, como el supuesto que nos ocupa, es la propia vida (….) los señores jueces deberían tener facultades para otorgar la titularidad del domicilio conyugal al cónyuge inocente, en este caso la esposa, ya que en definitiva el domicilio conyugal es la casa de la familia y no la casa del marido, como dice la ley (…) esa mujer, que a la publicación de estas líneas quizá ya no sea, representa algo más que la protagonista de un suceso de sangre, representa un símbolo: el de la buena esposa, excelente madre de familia, a la que una injusticia de la ley llevó al inútil sacrificio de su vida”.
Mercedes estaba hablando de Antonia, pero también estaba hablando de su propia madre, expulsada de la casa familiar por la amante de su marido. Mes y medio tardó el artículo en superar la censura, pero mereció la pena. Su publicación un 7 de noviembre de 1953 causó una auténtica conmoción y una tormenta política. La historia de Antonia traspasó fronteras e incluso la agencia Magnum envió a Madrid a una fotógrafa, su primera fotógrafa en plantilla, Inge Morath, para retratar de mantilla a esa mujer española que había desafiado a las muy machistas leyes franquistas. La historia apareció en la revista Holiday en un amplio dossier llamado World of women y el debate que siguió a la publicación del artículo fue recogido por The New York Times y el Daily Telegraph. El mismísimo Franco, hijo de una mujer abandonada, le dio audiencia y prometió que se estudiaría la reforma que solicitaba. “Quiero que sepa que soy muy pesada, pesadísima…”, le advirtió Mercedes.
Cinco años después las Cortes franquistas aprobaron una reforma del Código Civil que no es que fuera a suponer una gran revolución sobre la posición de la mujer española ante la ley, pero al menos reconocía que las mujeres casadas en segundas nupcias por viudedad no perdían la patria potestad sobre los hijos del primer matrimonio y por primera vez se equiparaba el delito de adulterio, que dejaba de ser un delito exclusivamente femenino. Y sí, desaparecía de la normativa el término "casa del marido" y era sustituido por "domicilio conyugal". Aquellos cambios fueron bautizados, en honor a su impulsora, como la Reformica.
Tres años después, en 1961, se avanzaba en el camino abierto por Mercedes Formica al garantizar el acceso de las mujeres a todos los niveles educativos, así como su capacidad para ser elegidas para cargo público. Mercedes aprovechó la ley que había impulsado para separarse definitivamente del bueno de Eduardo Llosent y casarse de nuevo con un industrial que había sido alcalde de Bilbao durante la guerra, José María de Careaga.
Mercedes Formica murió de alzheimer en el año 2002 en Málaga sin acordarse de que había vivido. El Ayuntamiento de Cádiz colocó en 2013, con motivo del centenario de su nacimiento, un busto en su honor junto al Instituto de la Mujer en reconocimiento por su labor como jurista en defensa del derecho de la mujer. Sólo un año después ese mismo busto fue retirado por una concejal de Podemos. La razón esgrimida fue que Formica había sido “fascista, fiel a la obra de Franco y defensora del modelo de mujer sumisa y abnegada" .
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