40 años del hundimiento del 'María Alejandra', el barco que no debía navegar
Grave accidente marítimo
El último superpetrolero construido en Astilleros de Cádiz estalló en alta mar el 11 de marzo de 1980 después de un cúmulo de averías
Fallecieron 36 personas, entre ellos varios gaditanos
Han pasado 40 años pero la herida sigue abierta. Los hermanos Francisco y Antonia Martínez, tres hijos de Antonia y la mujer de Francisco se sientan alrededor de una mesa donde se desparraman periódicos amarillentos que repiten dos palabras en mayúscula: María Alejandra. Así se llamaba el último superpetrolero construido en la factoria de Astilleros de Cádiz.
Francisco era engrasador y el miembro más antiguo de la tripulación junto a su cuñado Agustín Barla, marido de Antonia, y el hermano de Agustín, José María. Los tres se embarcaron en 1977, tras la entrega del buque a la compañía Maroil. Su ruta era siempre la misma: navegar en lastre desde España rumbo al Golfo Pérsico rodeando África y regresar por el mismo recorrido para descargar el crudo en las refinerías de Cepsa de Santa Cruz de Tenerife y Algeciras.
Una rutina que se rompió el 11 de marzo de 1980, a los tres días de haber zarpado por última vez de Algeciras hacia Oriente Medio. En torno a la una y media de la tarde, poco después del almuerzo, varias explosiones en cadena partieron en dos al barco y éste se hundió en pocos minutos a unos 900 kilómetros al sur de Canarias, a la altura de las costas de Mauritania. De los 43 tripulantes, sobrevivieron siete y sólo se recuperaron siete cadáveres. De los tres amigos gaditanos, sólo Francisco pudo volver a ver a los suyos.
La charla con la familia no es triste. El tiempo ha permitido asimilar la pérdida. Incluso hay risas al recordar anécdotas sobre el carácter alegre de Agustín. Pero eso no mitiga la rabia cuando se plantea la pregunta clave. ¿Cómo es posible que se hundiera en apenas unos minutos un barco de casi 330 metros de eslora, 22 metros de calado y 239.000 toneladas de peso muerto?
El María Alejandra fue problemático desde un primer momento. Se construyó en los estertores de la era de los superpetroleros, unas moles que por su gran calado no podían cruzar el canal de Suez y tenían que circunvalar África para llegar a su destino. Fue encargado por una compañía italiana pero ésta canceló el contrato a mitad de construcción, en medio de las turbulencias generadas por la primera crisis del petróleo a raíz de la guerra del Yom Kippur.
Tras ser botado en 1976, el María Alejandra permaneció durante meses en las instalaciones de Astilleros a la espera de un nuevo propietario. Finalmente, Maroil, una filial de la empresa estadounidense Wilson Walton, se hizo con el barco en 1977, aunque ni se preocupó de quitar los carteles en italiano, como rememora Francisco Martínez.
Aunque era un barco nuevo, las averías eran constantes. Antonia recuerda que su marido no pudo asistir al parto de una de sus hijas en 1978 porque el buque estuvo un mes parado frente a Sudáfrica por un fallo en el motor principal. “Teníamos que hacer burradas porque fallaba de todo. Y cuando nos decían que había que bajar a las calderas, nos echábamos a temblar, porque teníamos que trabajar con más de 60 grados. Era tercermundista”, rememora su hermano Francisco.
El último viaje
En su última descarga en Algeciras, el 4 de marzo de 1980, se detectaron fallos en el sistema de gas inerte, según recoge en su blog el historiador Juan Carlos Díaz Lorenzo, que señala que en la madrugada del 8 de marzo el María Alejandra “se hizo de nuevo a la mar sin haber subsanado los problemas, algo de lo que tenía constancia la propia compañía, así como la inspección del Lloyd's, que retiró la clasificación IGS hasta que se resolviera su reparación”.
Francisco Martínez recuerda que comenzó el 11 de marzo fatídico trabajando de 4 a 8 de la mañana. Desayunó y volvió a bajar para echar tres horas extra, “la única forma de levantar el sueldo”. Como todos los días, se reunió al mediodía con Agustín y su hermano para compartir una garrafa de vino que su cuñado había traído y así combatir el tedio. “La vida en el mar era muy triste. Dos meses seguidos a sol y agua sin ver tierra”, explica.
A continuación se marchó a su comedor a almorzar y después se retiró a su camarote a descansar porque volvía a entrar en el turno a las 16 horas. “Estaba en la cama escuchando una cinta de Julio Iglesias cuando escuché los petardazos. Al principio pensé que está fallando otra vez este cabrón, por el motor. Pero no era eso”, rememora. Salió al pasillo y se encontró con los mamparos caídos, por lo que volvió a cerrar de su camarote se asomó a su ventana, que daba a popa.
“Lo primero que vi fue a un camarero agarrado a la barandilla de la piscina y que se resbalaba. Ahí me di cuenta de que el barco estaba escorado y se hundía”, señala. Cuando estaba apoyado en el alféizar, la presión del agua rompió la puerta del camarote y cerró la ventana, atrapando una mano y una pierna. “O perdía la mano o me iba para abajo con el barco. Pero hubo un momento en el que la presión se igualó y pude librarme para salir a la superficie”, relata.
Según el historiador Juan Carlos Díaz, se produjeron cuatro explosiones consecutivas que provocaron la rotura del barco, la inundación inmediata de la sala de máquinas y un fuerte incendio.
Embadurnado de petróleo y herido, Francisco consiguió nadar hasta un enjaretado, y de ahí a un bote salvavidas que estaba volcado, en el que aguantaban otros cuatro compañeros. “Nos destrozamos intentando ponerlo boca arriba pero tuvimos que desistir”, señala. El barco ya se había partido en dos y sólo quedaba la proa a flote. “Les convencí para que fuéramos a la proa. No sé si era buena idea, pero yo sólo quería descansar”, prosigue.
Comenzaron a nadar hacia los restos del barco pero al poco tiempo Francisco se dio cuenta de que iba solo. “En ese momento vi la balsa en la que me salvé”, señala. Pero tuvo que hacer un último esfuerzo para llegar a ella, nadando no en línea recta, sino hacia donde supuso que la corriente la arrastraría. “Si no, nunca llegaría”, sostiene.
A bordo de la balsa había otros cuatro supervivientes, que lograron izarle e intentaron hacerle una primera cura de sus heridas con el pequeño botiquín que disponían. Estuvieron a la deriva por el Atlántico durante horas, hasta que ya de noche, con su última bengala, pudieron llamar la atención de un barco noruego que navegaba por la zona.
A punto estuvieron de irse a pique por las olas que provocaba el buque, pero lograron agarrarse a las cuerdas que les lanzaron, y subieron a bordo a duras penas por la escala de gato. Por la gravedad de sus heridas, Francisco fue evacuado por vía aérea a Las Palmas, donde fue hospitalizado. Además de sus compañeros de bote, sólo pudieron ser localizados con vida otros dos tripulantes, uno de ellos tras permanecer durante horas agarrado a una mesa.
Los cuerpos de Agustín y su hermano nunca fueron encontrados y su padre, trabajador de Astilleros, jamás se perdonó que les recomendara enrolarse en unos barcos que calificaba de “bañeras”. Seis meses después del hundimiento, Antonia dio a luz a una niña que su marido no llegó a conocer. Francisco nunca volvió a embarcarse y ha ejercido todo tipo de oficios hasta su jubilación.
Sin responsables
La tragedia del María Alejandra se cerró como un accidente sin responsables. No encendió las alarmas el hecho de que el Amoco Cádiz, también construido en los astilleros de Cádiz, se fuera a pique en Francia a causa de una avería, provocando uno de los mayores vertidos de petróleo de la historia.
Tampoco se atendió a un estudio que alertaba de que estos buques eran “extremadamente vulnerables” a explosiones causadas tras ser descargados, según recogía la prensa estadounidense en 1980. En ese artículo se destacaba que en apenas dos meses y medio, entre el 17 de enero y el 3 de abril de 1980, se hundieron otros tres superpetroleros además del María Alejandra al sufrir explosiones accidentales cuando navegaban en lastre en torno a África.
El último fue el Mycene, gemelo del María Alejandra, y que sí se quedó la compañía italiana que encargó su construcción en Cádiz. Se fue a pique frente a Senegal en circunstancias muy similares, aunque sólo fallecieron seis tripulantes.
Pago de las aseguradoras
Maroil defendió que el María Alejandra estaba en perfectas condiciones y las aseguradoras le abonaron 2.300 millones de pesetas, aunque la empresa americana New Hampshire Company, filial de la actual AIG, puso objeciones a pagar la parte que le correspondía, de 750 millones de pesetas. Estas cifras contrastan con las indemnizaciones otorgadas a las víctimas, de 125.000 pesetas en el caso de los heridos, y de un millón para las familias de los fallecidos.
Lo cierto es que en plena segunda crisis del petróleo y en medio de graves problemas económicos y políticos, el Gobierno de Adolfo Suárez no hizo mucho por depurar responsabilidades. Y sus sucesores tampoco hicieron nada por evitar que el María Alejandra se hundiera por segunda vez, esta vez en el olvido.
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