El librero que rompió fronteras en Arcos
Manuel Pérez Gil (Arcos, 1928) Mi niñez fue muy mala. Éramos ocho hermanos, echaron a mi padre del Ayuntamiento y caímos en la pobreza. Una señora de Arcos me compró el ajuar y me fui a estudiar a Cádiz, de aspirante a salesiano. Cogí la tuberculosis, no pude seguir. Mi primer trabajo fue de camarero. Luego vendí pasteles, ahorré 10.000 pesetas y puse una tienda y un bar; después, la primera librería de Arcos, la Arcense
Manuel Pérez Gil no olvida de su paso por el colegio un incidente que le acarreó "un disgusto tremendo". Él y otros compañeros internos en los Salesianos de Arcos de la Frontera acostumbraban a ocultar unos mendrugos con los que luego merendaban. Pero había una gata negra que descubrió el escondite y los dejaba sin merienda. Un día, cansados de quedarse sin sus trocitos de pan, los niños decidieron darle un escarmiento a la gata y terminar con aquellas incursiones. La rodearon en un aula y cuando el animal huía, Manuel le arreó un palo en la cabeza. La gata murió. Entonces, don Rodrigo, un profesor que la quería mucho, quiso saber quién había matado a su gata. No le resultó fácil. Los niños se habían juramentado: nadie diría nada, ninguno revelaría quién era el autor del golpe mortal. Pero don Rodrigo tenía paciencia y ciertas dotes. Cuando comprobó que con amenazas y otras artes no rompía el pacto de silencio de sus alumnos, cambió de táctica. Está bien, les dijo. No habrá castigo, no le pasará nada a quien haya sido. Está perdonado. Lo prometo. Sólo quiero saber quién fue. Los niños se miraban y continuaban callados. El profesor insistía: de verdad, prometido, no habrá castigo. Tan convincente se mostraba aquél hombre, que Manuel se dijo que debía aprovechar la oportunidad. Se levantó en el pupitre y dijo: don Rodrigo, he sido yo.
"No veas cómo se puso. ¿Tú? ¿Has sido tú quien ha matado a mi gata? Vino hacia mí y pon, pon, pon... Me dio una paliza... Es un recuerdo del colegio que no se me borrará en la vida". Manuel se ríe con ganas al contarlo ahora, en su casa de Arcos. Es una de las cosas buenas que trae cumplir años, que hasta una somanta acaba por ser rememorada sin acritud alguna, con risas. Aquello sucedió en los primeros años cuarenta, al principio de la posguerra, en ese tiempo de "tanta calamidad", como lo denomina Manuel. Él era entonces un niño pobre. No. Era un niño muy pobre. Muchos años después, Manuel tenía en su pueblo una tienda, un bar y una librería. Alguno de los libros que vendía relataban historias ficticias de calamidades. La suya era real, pero nadie hubiese pensado ya que ese hombre que atendía tras el mostrador había sido un niño que se disputaba un mendrugo con una gata.
"Mi niñez fue muy mala", dice Manuel en su casa tras aceptar hablar de su vida. Ha preguntado que por dónde empezamos y le he sugerido que por el principio. Así hemos llegado, pronto, a la historia de los escolares hambrientos. Manuel nació en Arcos de la Frontera en diciembre de 1928. "A las doce de la noche y lloviendo", precisa. Su padre era empleado municipal pero ocurrió un percance y lo despidieron. Manuel ignora los pormenores. Algo ha oído por ahí; pero en concreto, nada. Lo que sabe a ciencia cierta es que la familia cayó en la pobreza y que por eso él acabó entrando en los Salesianos: para quitar a uno de la comida en casa. Eran ocho hermanos. Iban tirando porque recurrían al Auxilio Social, porque él se pasaba el día en el colegio (comía allí y regresaba a casa a dormir) y porque sus hermanas trabajaban en casas de señores. Para entonces había sucedido algo que acabó por torcerlo todo. Un hermano de Manuel se fue voluntario a la guerra. Tenía 16 años. "Como era menor de edad, necesitaba permiso paterno. Mi madre se negó, no quería que se alistase. Pero mi padre le dio la autorización. Ahí empezó un enfrentamiento entre ellos. Y más cuando mi hermano murió en combate. La cosa es que terminaron separándose".
Manuel permaneció en los Salesianos de Arcos hasta los 14 años. A esa edad, una señora del pueblo que lo quería mucho, doña Carmen Rivero, de los Rivero de Jerez, le preparó todo el ajuar (la familia no podía afrontar ese gasto) y el adolescente Manuel partió hacia Cádiz, a estudiar como aspirante a salesiano. El cambio no le sentó bien. Andaba siempre muy triste, agazapado por los pasillos. "No me escondía de nada, pero no quería relacionarme con nadie. No me hacía allí. El director del colegio nos daba las buenas noches todos los días. Una vez nos dijo: no quiero ver a ninguno escondiéndose por los rincones, como cucarachas. Y es que se lo habían dicho".
No tardó mucho en regresar Manuel a su pueblo. Cayó enfermo, cogió la tuberculosis, la manchita en el pulmón, que se decía, y se terminó la estancia en los Salesianos de Cádiz. Le explicaron que no podía seguir allí, que era un peligro para los demás y para él mismo. De modo que se vio de nuevo en Arcos, ante un futuro bien diferente. En cuanto se recuperó, le salió una colocación en un bar en la plaza de abastos. Fue su primer trabajo. De ahí, tras una oferta de mejor sueldo, se cambió a un tabanco. Pero no le gustaba, porque había que levantarse muy temprano; había que atender a los que iban a trabajar al campo, que tenían por costumbre apurar antes una copita.
El tabanco cerró, no iba bien. Y entonces Manuel dio un paso profesional importante y comenzó así a romper fronteras en Arcos: alquiló el local del tabanco y acordó con un confitero que él despacharía allí pasteles a comisión. Así comenzó a ganar dinero, con aquellos dulces que costaban una peseta y que se vendían como rosquillas en la única confitería del pueblo. Tan estupendamente marchaba el negocio, que Manuel logró juntar 10.000 pesetas y decidió dar otro paso. Con 2.000 pesetas pagó un traspaso en la calle Corredera; con otras 2.000, se fue a Sevilla y llenó un camión con género. La tienda de Pérez echó a andar. "Puse una tienda de comestibles modelo de entonces, toda nueva y muy bonita. Aún conservo la factura de aquella primera mercancía, de la casa La Providencia".
El joven aspirante a salesiano trocó así en tendero, le encontró el gusto al negocio y poco después abrió el bar Rocío, contiguo a la tienda. La leyenda cuenta que si más adelante Manuel persistió en su afán por romper barreras y dio en montar la primera librería de su pueblo fue para reformar un dicho. Ese chascarrillo popular que proclamaba: Arcos de la Frontera, ciudad bravía, con más de cien bares y ninguna librería. La que montó Manuel, en la misma calle Corredera, se llamó Librería Arcense. "Al principio funcionaba muy bien. Me especialicé en libros de autores de Arcos. Con eso tenía yo una buena clientela. Arcenses que vivían fuera, en Francia, en Cataluña, me decían: todo lo que salga de escritores de Arcos me lo guardas. Cuando venían en vacaciones, recogían sus libros y pagaban. Por ahí tengo un pequeño tesoro: todos los libros de Mariscal, de Baena... Conservo hasta el primer libro que escribieron los hermanos Cuevas, una reliquia que nadie tiene ya. Se titula Vivir contigo. A la librería venían los escritores y poetas locales: Antonio Ruiz Baena, Cristóbal Romero, Pedro Sevilla, Pepa Caro... La librería la tenía yo últimamente como una tertulia. Tomábamos café allí todas las tardes. Y charlábamos mucho de literatura".
La librería permaneció abierta hasta principios de los años ochenta. Manuel tuvo que cerrarla. No podía competir con las grandes superficies y además se habían desplomado las ventas de libros de texto: algunos maestros abrieron librerías en el pueblo y todo el negocio era para ellos. Llegó entonces el momento de jubilarse, de resarcirse de tantas horas tras un mostrador. Como antes no habían viajado, Manuel y su esposa, Carlota, se apuntaron a los viajes del Inserso y recorrieron Galicia, Canarias, Mallorca, Valencia...
A Carlota la conoció Manuel en su tienda. Ella es de Jédula y era una joven que a veces pasaba unos días en Arcos, en casa de una tía que la enviaba a comprar a la tienda de Pérez. Manuel le echó el ojo, le gustó. Como en la tienda había una gatita que se escapaba y se colaba en la casa de la tía de aquella muchacha, Manuel se acercaba allí con esa excusa. Así empezó a hablar la pareja. Cinco años duró el noviazgo. Algunas noches, tras cerrar el bar, Manuel agarraba su moto, una Guzzi colorada, e iba hasta Jédula a rondar a Carlota. Jédula era entonces un descansadero de tres casas (una venta de la abuela de Carlota, un estanco y una panadería) y unas pocas chozas que iban levantando los jornaleros que se instalaban allí.
El año pasado, Manuel y Carlota celebraron sus bodas de oro. Se casaron en Jédula una mañana (temprano, como era habitual) y emprendieron el viaje de novios que los llevó a Madrid. Pero la primera parada la hicieron pronto y cerca: en Jerez, en el hotel Los Cisnes. "Almorzamos allí. Y como yo después de comer, por costumbre, me quedo frito, pues dije: vamos a acostarnos un ratito, que tengo sueño. Yo ya tenía pagado el viaje a Sevilla, en La Valenciana, que paraba junto al teatro Villamarta, pero nos quedamos dormidos en los laureles. Fuimos a toda prisa y el autobús ya se había marchado. No sé por qué, en lugar de esperar al día siguiente, me dio por coger un taxi y lo alcanzamos en El Cuervo. Luego pasamos quince días en Madrid y regresamos en avión. Hicimos un viaje muy bonito".
Fue en otro viaje, muchos años después, ya jubilado, cuando a Manuel se le ocurrió una idea con la que, una vez más, rompió fronteras en su pueblo. Estaba en El Ejido de excursión y se acercó con unos amigos a ver el Centro de Día. Les encantó. ¿Y en Arcos por qué no hay esto?, dijo Manuel. "¿Por qué no fundamos una asociación para intentar conseguirlo? Nos fuimos entusiasmando, llegamos a Arcos y lo primero que hicimos fue hablar con el alcalde". Nació de ese modo la asociación de pensionistas Miguel Mancheño. Manuel la presidió durante nueve años. Y alcanzó su objetivo: el Centro de Día para personas mayores. "En la asociación es donde he disfrutado yo más y donde me he llevado los peores disgustos, las dos cosas. Pero es lo que tiene un cargo. Tras muchas reuniones y gestiones, con mucha actividad, conseguimos el Centro de Día. Funciona desde hace dos años, es el mejor de la provincia. Para mí, lograrlo fue una gloria".
Pero también hubo momentos difíciles en la vida, puntualiza Carlota. Ambos rememoran entonces una fatal operación de cataratas en la que Manuel perdió un ojo. Los anestesistas le echaban la culpa al médico y éste a ellos. Manuel renunció a denunciar el caso. Un testigo les explicó después lo que había sucedido, las prisas del médico y cómo desoyó las advertencias: suspenda la operación, que tiene la tensión muy alta y no se le puede tocar el ojo. No hizo caso. La conversación ya se ha encaminado por la salud. Manuel bromea. "Es que tengo un currículum: cáncer de vejiga, bronquitis crónica, diabetes... Pero guardo ahí un papel que me elogia". Y cita de memoria: este paciente, a pesar de las muchas y graves patologías que padece acumuladas, presenta un buen aspecto.
"En fin, que hemos disfrutado y hemos tenido momentos malos", tercia de nuevo Carlota. Y Manuel: "Bueno, como todo el mundo. La felicidad no es completa nunca". Hay unos segundos de silencio, como si todos reflexionásemos sobre esa verdad como un templo. Lo rompe Manuel. Lleva una hora y media hablando. Me mira y me suelta: "¿Y ahora cómo va a engarzar usted todo esto?".
También te puede interesar
Lo último