Visto y Oído
Broncano
Chiclana/Hay canciones que nacen para convertirse en himnos, capaces de echarle un pulso al tiempo y salir airosas. Es la magia de la música. Cómo explican si no que un puñado de acordes, un do, un fa, un mi menor, un sol crespuscular con el caño de Sancti Petri al fondo, sean capaces de bajar la temperatura corporal y hacer que se ponga la piel de gallina en pleno verano. Hay quien asegura que no hay sentido más evocador que el olfato, que por eso cerramos los ojos para intentar encontrar en los rincones de la memoria ese lugar común que nos trae de vuelta un aroma. Escuchando a Manolo García en Chiclana tengo mis dudas. Porque cuando sonaron los primeros compases de ‘Insurrección’ viajé en el tiempo décadas atrás y me vi en un bar de Cádiz a las tantas de la mañana rodeado de amigos, desafinando como posesos mientras gritábamos esa misma letra que todavía hoy le echa un pulso al enemigo más poderoso, el que acabará derrotándonos algún día. Pero no todavía. Así que por más que digan los neurólogos sensoriales, me quedo con los entomólogos de las mariposas en el estómago. Los que nunca mienten. Y cuando canta Manolo García, mis tripas tienen 20 años.
Manolo, Manolín para los amigos, regaló una obertura de festival majestuosa. Partamos de la base de que Concert Music Festival es uno de esos lugares que irradian felicidad nada más cruzar sus puertas. Una especie de Shangri La chiclanero donde los horizontes, más que perderse, se encuentran. Así que cuando uno traspasa sus puertas luminosas parece rejuvenecer sin necesidad de botox. Estamos ante una operación estética del alma. Y si, encima, el cirujano es un músico catalán con espíritu andaluz, la combinación resulta arrebatadora. Plas, plas, plas, venga palmas, venga compás, venga alegría, venga quejíos, venga gente pasándolo bien pensando que nunca el tiempo es perdido si se disfruta, que quizá no vengan diez mil veranos, pero que con unos pocos como este nos conformamos, que seremos capaces de volver las tardes inolvidables y que no hay pasión sin llanto. Y en esas estábamos, con la gente pegando saltos y los vellos como escarpias, cuando este barcelonés de nombre más español que el anís del mono se bajó del escenario y empezó a firmar portadas de discos de vinilo ante el delirio de los inquilinos de esa cosa que los cursis llaman el front stage, o sea, los que están tan cerca que ven las venas del cuello de Manolín cuando se pega sus gorgoritos.
Manolo aprovechó el ir y venir para serenarse, para saludar a San Fernando (a ver, estamos en Chiclana pero el islote de Sancti Petri es de La Isla y el muchacho no tiene por qué haber estudiado un mapa político de la provincia) y para romper una lanza por los autónomos de esta tierra, por los agricultores y los ganaderos, en resumen, por ese sector primario que nos hace la vida más fácil y sin cuyo esfuerzo posiblemente todo sería más feo. “Mancillar el paisaje es mancillar la vida”, dijo antes de seguir adelante con su conciertazo. Porque lo que ofreció ayer este hombre fue un conciertazo de dos pares de narices.
Quizá por aquello de que hasta las mejores obras de arte tienen que tener lo que se conoce como ritmo, Manolo se tomó un respiro. Los corazones fueron estabilizando sus pulsaciones mientras regalaba canciones como quien da un refresco. Y sonaron los violines con compases morunos, aquí, tan cerquita del lugar en que Tariq cruzó el Estrecho para traernos una cultura que, le pese a quien le pese, llevamos muy dentro. Se refleja en las cuatro cuerdas y en el arco, pero también en esos quejíos que tan bien domina Manolo, un músico fibroso, afinado, tenso, de nariz poderosa como un caudillo musulmán. La herencia árabe, andalusí, flamenca, toma más prestancia cuando se acerca el viernes, cuando huele a azalea, a rosas de Alejandría, a hombres azules del desierto, a jinetes que intentan domar caballos pura sangre que corcovean y a los que derriban como maturrangas.
Y suenan las palmas al compás. ¡Qué palmas! Y ole. Y ole. Y venga palmas. Y venga risas. Y venga bailes. Y manos que se elevan en busca de ese cielo grisáceo de la Chiclana más bullanguera. La que es invadida pacíficamente por gaditanos, conileños, barbateños, vejeriegos, cañaíllas, portuenses… y sevillanos, pues claro, y madrileños, faltaría más. La Chiclana que se abre al mundo apoyada en un festival que ha nacido para completarla. Para hacerla más mujer. Más grande. Más madre.
Manolo amaga con escaparse a la Sierra del Segura, pero se arrepiente. Se lo piensa. Gira la grupa de esa yegua gitana y canta pájaros de barro. Y los echa a volar. Y centenares de móviles disparan al cielo y lo llenan de estrellas. “Cuando no tengo barca, remos, ni guitarra, cuando ya no canta el ruiseñor de la mañana. Ahora, sopla el viento, cuando el mar quedó lejos hace tiempo”, dice Manolo. Pero el olor a salitre lo contradice. Que estamos en Chiclana, Manué. Que aquí das dos pasos y te mojas los pies en la orilla. La gente enloquece porque Manolo, en un arrebato, ya no está en el escenario. Está a mi lado. El tío se ha bajado y ha venido andando bordeando la barra del bar, armado con su micrófono y protegido por unos seguratas, hasta buscar al último de la fila. Porque a mí siempre me ha encantado ser el último de la fila. En el autobús, en las clases, en las ruedas de prensa. Voluntario ni pa cobrar. Así que, de repente, mientras tarareo que hago pájaros de barro y los echo a volar, me doy de bruces con el Manué. Estamos a metro y medio. ¡Qué emoción, joder! Hay quien llora como el que ha visto a Lázaro levantándose del sepulcro. Milagro en Chiclana. Si la montaña no va a Manolo, Manolo va a la montaña.
El momento es tan inolvidable que hace falta lapiz y tinta para inmortalizarlo. Pero como no llevo lo apunto en el móvil, ese oscuro abismo donde la sociedad actual se mece. Somos levedad, dice el García. Y yo le creo.
Y de repente suena en su garganta afilada llévame esta noche a San Fernando, cuyas luces relucen frente al poblado de Sancti Petri donde nos encontramos. Qué momento Manué. Un ratito a pie y otro caminando. Y en el escenario se sueltan globos gigantescos, como en esa película donde un viejo con cara de Spencer Tracy echaba a volar sus sueños y su casa en busca del tiempo perdido.
Y parece que va a ser el final, pero no. Que al García le queda mecha. Se marcha con su chaqueta verde y su fular, pero vuelve al poco. Nadie se va del todo en Cádiz. Quien lo asegure no dice más que un reguero de mentiras, porque las leyes de los hombres gaditanos prohiben despedirse a la francesa. ¿O es que acaso me vas a dejar amarrado como un burro a la puerta de un baile?
La canción más esperada, esa que hemos cantado mil veces, resuena con fuerza. “Tanto tienes, tanto vales, no se puede remediar, si eres de los que no tienes…”, pues ya sabes. A galeras. A remar.
El público del Concert se enciende. Suena ‘Aviones plateados’. “Siempre suelo querer lo que no tengo. Y ahora que ya no estás aquí. Me voy consumiendo”, canta Manolo antes de cruzar el charco en un viaje de ida y vuelta y tomar acento mejicano. Y canta sigo siendo el rey, el que la coja pa él, y la bamba, que entonada por Manolo suena más flamenca que nunca. Y cuando nos damos cuenta han pasado tres horas. Tres horas de felicidad. ¿Cuánto vale eso? Es lo que nos vamos a llevar compadre. Y las luces del escenario se encienden. Para que Manolín presente a su gente y que su gente pueda verle la carita a su otra gente, la que está abajo, al otro lado de esa frontera invisible que todo artista se afana en destrozar a golpe de guitarra. Así que, como Manolo García no es mejicano, ni se va a despedir sin un adiós, toma su instrumento más querido y entona: “¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité? Nadie es mejor que nadie, pero tú, creíste vencer...”. La canta bajito. Como una nana. Ea, ea, ea… ya pasó. Duerme. Sueña. Un do, un fa, un mi menor, un sol al que se ha comido la luna. Hasta pronto, Cádiz... Hasta siempre, Manolo.
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