El duelo sin nombre

cuando se muere un hijo

La asociación Alma y Vida, implantada en casi toda Andalucía y con grupos en Chiclana y Algeciras, ayuda a todos aquellos padres que atraviesan esta situación

La pérdida de un hijo, coinciden afectados y especialistas, nunca se supera: se normaliza. / Mario Wallner

Cuando Antonia Parrado, ex mujer de Julio Anguita, salió de los días de ultratumba que la atraparon tras conocer la muerte de su hijo en la guerra de Iraq, se dijo: “Imagino que, si no me he matado, tendré que seguir viviendo”.

La pérdida de un hijo es el duelo absoluto, el que nadie espera, aquel que nos saca tanto de la realidad que ni se nombra, pues no existe en nuestro idioma una palabra que lo defina: “Que no haya un nombre para definir este estado nos muestra el rechazo cognitivo que tenemos de algo así –indica Fran Quintana, desde Erytheia Psicología–. Siempre un duelo por un ser querido va a ser complejo, pero esto es algo que va contra natura, porque nuestros hijos están hechos para sobrevivirnos. Los padres supervivientes de una muerte de este tipo, han de hacer frente a un descalabro no sólo emocional, sino cognitivo respecto a lo que son las expectativas y la propia identidad personal. En el momento en que tenemos un hijo, nuestra identidad se transforma en un ente protector, en un ser cuidador. Y el objeto de cuidado se pierde. La contradicción es absoluta, la persona pierde el sentido de su vida y la propia identidad queda fuertemente dañada. La tarea terapéutica es compleja porque hay que paliar el dolor y reconstruir a una persona en su totalidad”.

Víctor Cerón es un terapeuta especialista en duelo que trabaja con padres y madres que han perdido un hijo en el grupo de Alma y Vida en Algeciras. Define la pérdida de un hijo como duelo de “espejo roto”: “Tú te reflejas en tu hijo como cuidador y, de repente, esa imagen se ha roto. Contemplas los pedazos. Eso es muy doloroso”.

En el momento justo de la pérdida, a menudo no hay capacidad de reacción. Abundan los casos como el que relataba Antonia Parrado, en los que pasan días o semanas en una especie de bruma sorda. “Probablemente, si se pudiera reaccionar, habría algún intento de quitarse la vida –coincide Víctor Cerón–. El impacto es tal que nuestro cerebro no es capaz de integrar lo que está ocurriendo y desconecta”. Blankazo. “Eso podemos verlo muchas veces en dolientes a los que hay que levantar, sentar, guiar, en esos primeros momentos. No tienen el control, no son capaces”.

Una situación similar la relata Amparo, del grupo Alma y Vida en Sevilla. Su hijo, Jesús, murió en una Nochebuena. “A mitad de enero –cuenta–, decidí escribir algo, una especie de carta. Me daba cuenta de que, de todos esos días que habían pasado entremedio, no recordaba nada. La pérdida de un hijo te coloca en situaciones físicas que no puedes imaginar. Te arrollan un agotamiento y cansancio tremendos: quieres salir a caminar y no tienes fuerza. No quieres ver a nadie, no quieres comer, duermes a saltos. A mí, por ejemplo, los ruidos me distorsionaban muchísimo. No me podía concentrar en mi trabajo. Esa sensación de que el mundo sigue y tú estás sola, sola, en un agujero, en un vacío. El corazón late, pero alguien se ha llevado tu vida”.

Amparo, madre de Jesús: "El corazón late, pero alguien se ha llevado tu vida"

La sensación es justo esa, la de caer en un pozo, “sin fuerza para salir. Ten en cuenta que yo tengo otro hijo, y un marido, pues me daba igual. Completamente igual. Hasta que un día miré a los ojos a mi hijo Fran y pensé: ‘Ha perdido a su hermano, no me va a perder también a mí’. Igual que los ruidos me desestabilizaban, por ejemplo, la música me ayudó muchísimo”.

La reacción se produjo, piensa, cuando se vio a sí misma encerrada en la habitación de su hijo, en un lugar que emocionalmente llama “el cuarto de la pena”: “Ese cuarto oscuro que no lleva a ninguna parte, y me acordé de lo que me decía Jesús: ‘Mamá, ten dolor pero no tengas pena’, unas palabras que he visto luego que encerraban mucha razón, y de cosas como todo lo que habían hecho los médicos para hacerlo todo más fácil. Así que me incorporé al mundo de los paliativos y empecé a salir”.

Alma y Vida surgió en Sevilla en 2004 a partir de la iniciativa de dos madres. Poco a poco, se fue organizando en una plataforma de apoyo que terminó fructificando en la asociación que es hoy en día, y que reúne a psicólogos y especialistas. A ella se terminó acercando Amparo: “Creo que el proyecto empezó a crecer porque la sociedad lo demandaba –explica–. Perder un hijo es un proceso de duelo del que no se sabe cómo salir, y Salud Mental no sabe cómo orientarlo, pues no estamos hablando de una enfermedad psicológica, sino de un proceso de adaptación con emociones muy difíciles”.

Alma y Vida tiene ya siete grupos funcionando en la provincia de Sevilla, y se ha ido extendiendo a otros lugares de la comunidad autónoma. En Cádiz, hay grupos en Chiclana y en Algeciras. También tienen presencia en Córdoba y Granada, y están en conversaciones para implantarse en Almería. En los grupos de Alma y Vida, también los hay que tocan la muerte de un hijo por suicidio –de hecho, trataron la cuestión la semana pasada en unas jornadas en el Campo de Gibraltar–. “Nos llaman de todas partes y, si no tenemos grupo en un sitio determinado, lo desarrollamos online. Ahora estamos en conversaciones con el Ayuntamiento de Almería, para ver qué grupos podemos ir abriendo según las necesidades. Ten en cuenta, además, que muchos de los voluntarios que tenemos en esta asociación, o de los psicólogos, han pasado también por esta experiencia”, señala Amparo.

La muerte de un hijo es el tabú absoluto, lo oscuro. “Pero es mucho más normal de lo que parece –apunta Víctor Cerón–. Piensa en la de gente famosa que ha tenido hijos que han muerto: Ana Obregón, Belén Rueda, Cañizares, Paco Umbral. No es tan imposible como podemos pensar”.

Fernando González, desde el grupo de Chiclana, afirma que en estos momentos tratan a un abanico de pérdidas que va desde los 55 años, en la franja superior, hasta un bebé de seis meses: “No podemos comparar las penas –dice–. La esencia de la tragedia es común. Eso les da también a ellos suelo sobre el que pisar”.

Muchos de los voluntarios y psicólogos de Alma y Vida han pasado también por esa situación

“La energía que se genera en un grupo es muy importante –asegura Amparo–. Hay gente, por ejemplo, a la que le sirve hacer un altar en su casa. A otros, no. Pero vas aprendiendo, a modo de ensayo y error”.

En los grupos, subraya Víctor, se dan “los elementos que no encuentras fuera. A un padre en duelo sólo lo puede comprender otro padre en la misma situación. Yo divido el mundo en dos tipos de personas: los que han perdido un hijo, y los que no. Aquí encuentran comprensión absoluta, apoyo incondicional y validación del dolor, donde cada uno lleva el duelo como puede: hay quien se aferra al contacto, quien no deja de mirar fotos, personas que pasan cinco o seis horas en el cementerio, otras que duermen abrazadas a las cenizas. Aquí encuentran validación en todo, porque todo es normal, adecuado, ante el abismo. Por eso es importante el ritual, religioso o no”. También destaca que es importante el “saber pedir ayuda, porque muchas veces no se tiene capacidad: saber pedir ayuda profesional, económica, social... llegar a cubrir las necesidades que se crean”.

Amparo es clara al definir cómo se vive este tipo de duelo: “Es algo que nunca se supera, se normaliza. Yo te diría que un duelo tiene entre tres y cinco fases –indica–. Cuando las vives, no tienes capacidad de reflexión, porque lo que hay ante todo es negación”. Cómo no vas a negar. Un cáncer con 18 años, qué tipo de insulto absurdo es ese. Y luego, sigue Amparo, estás enfadado, furioso con la vida. Todo alrededor chirría. La gente viviendo, feliz, saludable, sonriente. Qué obscenidad. “Yo me enfadaba muchísimo conmigo misma, por ejemplo, cuando ponía cuatro cubiertos en la mesa”, recuerda. Y luego puedes “pasar a la depresión o no, aceptar la situación”, cuenta.

El duelo de un hijo empieza a estar normalizado a los dos o tres años. Ella misma, confiesa, tardó casi once años en ir a la feria. Ya vuelve a ser capaz de celebrar las Navidades.

También es distinto, apunta Víctor Cerón, si estamos hablando de una muerte por enfermedad, “donde hay cierto proceso de preparación, o si es una muerte inesperada: en este caso, todo va a ser mucho más difícil. Alrededor de los seis meses, se toca fondo, el cuerpo reacciona ante la consciencia de lo que ha pasado. Un tiempo después, es posible ver cierta progresión ante la mejoría. Pero nadie pasa por las mismas circunstancias ni el mismo duelo, es un fenómeno totalmente individual”.

“El vacío no se va a rellenar nunca –corrobora Quintana–. No se completa nunca, siempre va existir. Y hay personas que desgraciadamente no reconstruyen su vida. que entran en lo que llaman duelo patológico, en el que más que vivir, se sobrevive”. Y eso que, en este tipo de duelo, saltan por los aires los parámetros habituales: “El primero, la duración: cuándo puedes considerar que la persona no avanza y se queda en un punto fijo. Eso se relativiza. La respuesta adaptativa de un duelo tiene un proceso y maduración natural y, algo muy importante, es que sólo se puede afrontar el sufrimiento sufriendo. No podemos ayudar a las personas a que se escondan del dolor”.

“Ante un trauma así, no sólo pierdes una persona, sino un vínculo –comenta Víctor–. Una toma a tierra muy potente que nunca nadie ni nada puede sustituir. Ese daño se queda ahí y nunca se va a superar, nunca va a dejar de doler. El paso del tiempo puede bajar la intensidad del dolor para permitirnos recuperar y reconstruir parte de nuestra vida, pero el dolor nunca se alivia. El duelo de unos padres que han perdido a un hijo supone vivir en una casa con tres paredes: la intemperie va a estar ahí”.

La pérdida de un hijo, asegura “rompe el nivel de duelo desde cualquier parámetro: físico, psicológico, social. Hay, también, una fragmentación de la realidad. Madres y padres se rompen por dentro: dejan de ser las personas que eran. Dejan de sentir, de hecho, que son personas”.

Víctor Cerón, especialista en duelo: "Ante un trauma así, hay que reconstruir a la persona desde los cimientos"

El dolor por la muerte de un hijo hace que la “capacidad funcional quede reducida, porque tus capacidades cognitivas superiores están alteradas –apunta Víctor–. Emociones como el disfrute o la ilusión están bloqueadas por el dolor. Hay que hacer consciente a la persona de que la opción de no vivir no existe, desbloquearlo del proceso de negación”.

“Es muy importante cuando trabajamos con ellos –añade Fran Quintana– que interpreten que el trabajo en terapia no conlleva el olvido ni dejar atrás esta pérdida. A veces la sensación es de: ‘Me vas a quitar lo que me queda, que es el recuerdo’. Y el objetivo no es que esa persona olvide esta pérdida sino que reaprenda a vivir. Porque se le ha olvidado como se vivía”.

Cómo olvidarlo, cómo no ser nada. Fran Quintana cuenta el caso de su abuela, que vivió hasta los cien años y cuya primera hija murió de muy pequeña: “Ella siempre decía que tuvo seis hijos, y seguía preguntando por ella, y recordándola, incluso cuando empezó a tener demencia”.

“El objetivo final es funcionar igual que lo hacían antes de la pérdida. Pero nunca es igual –coincide Fernando–. En ciertos momentos, el pensamiento siempre se irá al hijo que no está. Nunca terminas de estar pleno y hay que aprender a vivir con ese duelo. Eso sí, no podemos controlar la emoción, pero sí el pensamiento. Si le damos poder al pensamiento de enfado, el duelo va a prolongarse más. Muchas veces, somos jueces que nos sentenciamos a nosotros mismos, y nosotros somos los que tenemos que levantar la sentencia. Para muchos, el dolor es una zona de confort porque no se pueden plantear funcionar como anteriormente: pero tenemos que crecer. Las terapias de grupo no tienen la finalidad de vomitar el dolor y ya: hay que venir a escuchar y a ayudar. Si dejas que los participantes tomen las riendas de la terapia, se van a volcar en el dolor, porque es lo absoluto”.

¿Hay factores de protección? ¿Puede ser distinta, por ejemplo, la asunción en una persona creyente que en una atea?

Amparo cree que la fe puede ayudar, aunque ha visto “perfiles de creyentes que, ante una situación así, se han transformado en alguien con mucha furia –asegura–. Hay otras personas que son más espirituales y llegan antes a ver una transcendencia de la vida en esto. Yo soy de las que cree que los seres queridos están en otro plano, llámalo como sea, pero que lo que hemos sido no se destruye. Yo lo siento así. En el momento de la muerte de mi hijo, sin embargo, la religión me pedía conformismo y yo no podía comprender”.

Para Fernando, en el proceso de recuperación “sí es importante creer en el algo”. Un algo que no tiene por qué ser, en efecto, reglado. Menciona la escena de Alien Prometheus en la que la niña le pregunta a su padre por qué piensa que su madre los observa desde algún lugar maravilloso: “Porque eso es lo que he decidido creer”, le dice. “Esa actitud ayuda a muchas familias –indica–. Luego, hay muchas familias que se vuelven ateas”. De la misma opinión es Víctor Cerón: “Ni siquiera la fe puede a veces aplacar el impacto, aunque el desarrollo espiritual puede suponer cierto factor protector –explica–. Realmente, no hay mucho claro en un hecho tan traumático. Aunque hay elementos que pueden influir, como el haber afrontado otros duelos anteriores, las vivencias personales o los recursos económicos”. Fran Quintana también destaca el haber vivido procesos resilientes y el contar con”apoyos emocionales. Ya de por sí los duelos prolongados hacen que las personas tiendan al aislamiento, así que si hablamos de personas solitarias, todo esto se complica”.

A la hora de superar la pérdida de hijo, se coincide, suele ayudar alguna forma de espiritualidad

El porqué es, desde luego, la pregunta constante. Por qué este sufrimiento, por qué mi hijo, por qué ese futuro negado: “Y no tiene respuesta. A nivel cognitivo, no hay una respuesta que pueda adaptarse a ese dolor –firma Víctor Cerón–. Lo mejor que se puede hacer es cambiar las preguntas. Muchas veces, porque dentro de esas preguntas, está la responsabilidad ante lo que ha pasado”.

Amparo afirma que en la muerte de un hijo no hay un porqué, pero sí un para qué: “Si alguien llega a tu vida te deja un legado, y sigues con ese legado y creas algo para ayudar a los demás. Ese es mi para qué: yo he conseguido hacer cosas bonitas y hacer que la ausencia se transforme en presencia. Brindamos por los que están en nuestro corazón”. “En nuestra cultura judeocristiana –prosigue–, el sufrimiento está muy valorado, te dignifica. Pero ni siquiera Dios dijo eso”.

A veces, cuenta Amparo, hay gente que le pregunta si, a pesar de lo difícil de la enfermedad de su hijo y de haberlo perdido, no piensa que sería mejor que no hubiera existido, para ahorrarse el dolor: “Absolutamente no, cien por cien segura, me hubiera perdido todo lo bueno –afirma–. En los 21 años en que hemos estado juntos, nos hemos unido, hemos luchado, y Jesús ha hecho una labor genial”.

Otra de las constantes es la culpa, “que no es sino un mecanismo de supervivencia, concebido para procurar que no vuelva a ocurrir lo que ha ocurrido –desarrolla Víctor–. No hay que quitarla, hay que comprenderla, acompañarla, entenderla, darle su sitio. Todo lo que se haga ese tiempo, los recursos propios de cada uno, han de colocar esa culpa, eso sí, donde menos incapacite”.

“Al principio, hay muchas madres y padres que se sienten culpables por vivir –indica Fernando González–. Ante un evento tan catastrófico, la depresión va a estar ahí, junto a los pensamientos suicidas. Hay que hacerle ver al doliente que su hijo no está, pero tiene a otras personas. Hay que asegurarse de que siguen levantándose, duchándose. Hay madres que te confiesan que siguen vivas por sus otros hijos. Otros te dicen: ‘quién soy yo para defraudar a mi hijo de esa forma’. Un recurso es decirles qué querrían sus hijos que hicieran, porque ellos querrían que vivieran”.

El vacío de las palabras

No hay palabras. “¿Recuerdas lo del anuncio de Fairy? Pues algo así es lo que ocurre”, desarrolla Fernando, del grupo Alma y Vida en Chiclana.“Los amigos o la familia terminan distanciándose porque a nadie le gusta sentirse inútil, y entonces aplicamos silencio o distancia”.

“La persona que sufre el duelo termina quedándose muy sola, y sabe que el que se acerca no sabe ni qué hacer ni qué decir -coincide Fran Quintana-. Por eso, aunque parezca mentira, una parte importante del tratamiento por este duelo es la gestión de mensajes externos: cómo gestionar el tema con esa tía que te quiere un montón y te ha dicho una barbaridad. Hay que disociar el mensaje de la intención, porque es necesario quedarte con el cariño: vas a necesitar todo el apoyo del que puedas disponer. Aunque con esa tía no puedas ventilar, para ese tienes que tener gente emocionalmente sostenible, competente”.

Para Fran Quintana, no sabemos, desde fuera, cómo acercarnos a un dolor así porque tenemos, como sociedad, “una pésima cultura de la muerte. Con la sociedad del bienestar hemos querido matar a la muerte, no queremos que exista, no puede existir, que es una aspiración a la humanidad desde el principio de los tiempos, pero la realidad es que existe -desarrolla-. Si no aceptas la muerte, además, no estás aceptando la vida tal cual es”.

Fernando pone un ejemplo bastante esclarecedor: “Hace un años llevamos a los colegios talleres de emociones pero, implícitamente metíamos el duelo, la pérdida y la importancia del acompañamiento. Y algunos dijeron que no querían hacerlo: es un tabú muy social”.

“Aquí mismo, hace décadas, había otro tipo de tratamiento de la muerte, que podía ser brutal pero que, al menos, ofrecía un recorrido y permitía las despedidas”, indica Quintana. “Nos falta pedagogía de la muerte -prosigue Víctor Cerón-. Hemos pasado de rituales tremendos, muy intensos, a cerrar los tanatorios por la noche. Le hemos dado la vuelta por completo, hasta pasar de perfil por la muerte. Hay que aprender a acompañar en el duelo: estar, tocar, abrazar y si no se sabe qué decir no decir nada. Muchas veces, los mensajes bien intencionados intentan banalizar el dolor, al no saber medirlo”.

“Nuestra sociedad, nuestro sentido del bienestar, parece que nos obliga a parecer siempre felices. La tristeza es una amenaza -reflexiona al respecto Amparo-. Hasta hace no mucho, teníamos unos rituales funerarios que nos ayudaban a regular todo esto. Eso ha existido en todas las sociedades, es un fenómeno antropológico: los ritos de muerte nos dan pistas sobre la vida y la sociedad que existía”.

Ahora los tanatorios están en las afueras para que no se vean, evitamos el luto para que nadie pregunte y decimos que estamos bien con una sonrisa forzada: es la máscara que hemos creado para que la rueda siga -continúa-. Claro que hay una parte dañina en el cómputo judeocristiano, esa bondad en el sufrir, el sufrimiento como modo de ganarse el Cielo”. Las tradiciones del luto, señala, sin embargo, son distintas en las zonas rurales y en las urbanas: “A veinte kilómetros, los duelos son diferentes, más en lo que era antes -señala-. Sin permiso para disfrutar, o pendientes del qué dirán. El pueblo entiende que vayas al cementerio y llores, no que te tomes una cerveza con unos amigos”.

Para Víctor Cerón, hemos llegado a olvidar lo que es, realmente, acompañar en el duelo: “No es arrastrar a la persona o decirle que deje de llorar, sino hacerle la compra, pasarle una fregona, preparar una sopa”.

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