De oficio, santero
Una familia pradense lleva medio siglo cuidando el santuario de Nuestra Señora de las Montañas, en Villamartín, ejerciendo una labor casi ya desaparecida
Los glamurosos envases tubulares ‘made in’ Villamartín

Es la sobremesa y el silencio se apodera del sitio. No hay nadie en la explanada que comunica con la ermita y el santuario de la Virgen de las Montañas, ubicados en el término de Villamartín, a unos 9,6 kilómetros del pueblo y a los pies de la fortaleza de Matrera. Solo hay un hombre enchaquetado, que probablemente ha hecho un alto en el camino en el trasiego de una jornada de trabajo tras pasar por la carretera A-373, que une Villamartín con Prado del Rey. Intenta buscar una entrada para acceder al santuario más nuevo, el edificio que se construyó en 2006. Esa puerta está cerrada en un día de diario si no hay oficios religiosos. Probablemente, es la primera vez que está en este sitio. No sabe que, entre semanas, para visitar a la Virgen de Nuestra Señora de las Montañas, la que está abierta es la ermita pequeña, de los siglos XVI-XVII, que está a las espaldas de la puerta en la que se halla. “¿Cómo puedo entrar?”, se interroga. “Pregunte al santero. Él le indicará”, alguien le responde.
El santero es Antonio Gil García, que cuida y mantiene la ermita de las Montañas. Ejerce el mismo oficio que en su día y durante décadas lo hicieron en esta iglesia sus padres, Pepa García Delgado (de Prado del Rey) y Francisco Gil Lamela (originario de Benaocaz) y antes que estos sus abuelos maternos. Esta familia lleva más de medio siglo custodiando este lugar referente de Villamartín y de otras poblaciones de la Sierra, al que peregrinan cada año miles de personas de todos lados y cuyo día grande es el 8 de septiembre, festividad de la Virgen, que se celebra con una romería en su honor. La trascendencia religiosa de las Montañas como lugar mariano es indiscutible para los creyentes y también es un sitio para muchos vecinos de la comarca apegado al sol de la infancia de Los Días Azules, del poeta Machado, al recuerdo de generaciones y a la memoria de los que ya no están.
Antonio Gil García lleva ocho años en este oficio que ‘heredó’ de sus padres y abuelos cuando estos faltaron y la propia Hermandad de Nuestra Señora de las Montañas, dependiente de la Parroquia de Villamartín, le ofreció la continuidad en las labores. Cuando le preguntan por su profesión, ¿qué dice?: “Que soy santero. A continuación, si no se está familiarizado con el término, me preguntan que qué es eso”, se ríe. Antonio lo dice porque es cierto que en la calle se puede pensar que el oficio está relacionado con vestir santos o que es algo relacionado con poderes especiales para curar, superchería… Acudiendo a la RAE, en una de sus acepciones se dice que un santero es la persona que cuida de un santuario. “Hay gente que nos llama ermitaños. Es una cosa que ya no se ve en ningún lado y choca”, dice Paqui Castillo Ortega, su mujer, que lo acompaña durante la conversación.
El pradense Antonio Gil García se crío prácticamente en esta ermita. Llegó con sus padres en 1981 para acompañar a su abuela, que se quedó viuda, en el cuidado de la iglesia. Su patio de juegos y toda su vida, como la de sus antecesores, ha estado ligada a este espacio. “Con poco más de diez años, me iba al colegio a Prado del Rey, que está a dos kilómetros, unas veces andando y otras en bicicleta. Mi madre me esperaba a pie de carretera. Ella no se movía casi de la ermita. De día y de noche siempre estaban aquí”, rememora mientras sostiene en sus manos un retrato de las dos mujeres santeras que le inculcaron el respeto por el sitio.
Antonio está ligado laboralmente a la hermandad de Nuestra Señora de las Montañas. Tiene un horario de diez de la mañana a seis de la tarde. Sus labores se centran en que todo esté a punto, empezando su jornada por lo primero, que es comprobar el camarín de la imagen venerada de la Virgen de las Montañas. Y atender a las personas que llegan hasta aquí movidas por la fe, buscando un sitio de calma y paz o tejiendo lazos con los recuerdos y las asusencias puesto que el santuario cuenta con un columbario, donde reposan restos de fallecidos.
“Vienen gentes de todos lados. Muchas de ellas son familias de Villamartín, personas que viven fuera. En verano es un no parar, sobre todo, los meses de agosto y septiembre. Han llegado visitantes de México y otros puntos de Sudamérica y los recibimos. Te los encuentras que hacen promesas, que vienen cargados de historias, con problemas, que ruegan por sus padres, hijos, hermanos. Vienen enfermos, que piden que se les pase por el manto de la Virgen. Y somos sensibles y claro, te afecta en el trato. Pero te llevas, también, mucho agradecimiento y alegría cuando ves que hay personas con las que has tratado, que vuelven y te cuentan cómo están”, añade Paqui, la esposa del santero.
Antonio, que antes de este trabajo estaba empleado en la construcción, enseña un manojo de llaves que abren las distintas estancias de este santuario, que acoge actos religiosos entre misas, casamientos... “Si hay algo ladeado, lo notas. Si salta una luz, ya sabes de dónde es. Esto es muy antiguo y te das maña en el cuidado. Veía a mi padre y eso ayuda en el conocimiento”, afirma.
El oficio de santero se ha adaptado a los tiempos como otra profesión más. “No somos unos ermitaños aislados del mundo como antiguamente era o se puede pensar. Nosotros estamos aquí, pero tenemos, también, nuestra casa en Prado de Rey. Tenemos nuestros días de descanso, nuestras vacaciones como cualquier trabajador”, dice Antonio. Son pocos los santeros que quedan en la provincia. Pero ellos han tejido relaciones con otra familia que custodia el santuario de los Remedios, en Olvera. “Hemos ido allí y ellos han venido a las Montañas. Nos gusta compartir experiencias”, explica Paqui.
Antonio confiesa que para él la ermita de las Montañas lo es todo. “Me he criado aquí, he pelado hasta la pava de novio con mi mujer en estos patios. Mi hija ha correteado de pequeña”, asiente. Ha conocido a muchos sacerdotes y guarda un especial recuerdo por José Manuel Álvarez Benítez, el recordado cura que ejerció más de medio siglo en la parroquia de Santa María de las Virtudes de Villamartín y ligado a este santuario mariano, donde se casan numerosas parejas pero que, anecdóticamente, no lo hicieron Antonio y Paqui.
“Don José Manuel me vio casi nacer. Era recto, pero una persona espectacular. Ya sabía, por mi madre, que me quería casar en Prado del Rey. Pero fui hasta Villamartín para decírselo y pedirle que él oficiara. Y me contestó: ¡Hombre, creía que no me lo ibas a pedir nunca!, ríe.
El de santero es un oficio casi en peligro de extinción, aunque hay familias como la de Antonio que lo perduran. Sus padres fallecieron antes de saber que él seguiría con la saga. “Sé que hoy estarían orgullosos”, concluye.
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