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Lo que el pinsapo me contó: historias en torno al abeto de la sierra de Cádiz

Juan Clavero y José Manuel Astillero presentaron en Cádiz ‘Historia del pinsapar de la sierra del Pinar’, un libro que recorre el singular relato de esta zona de la provincia

El título se presentará también el próximo viernes en el Centro de Conservación del Zoo de Jerez

Los pinsapares de la sierra de Cádiz

Juan Clavero y Jose Manuel Astillero, junto a la sede de la APC. / Domingo Migueles

Biológicamente, es un milagro. El pinsapo, el abeto endémico de las sierras de Grazalema y Ronda, no es un recuerdo del Cuaternario, como sus primos del centro y norte de Europa: surgió antes, en la era cenozoica. La llegada de los hielos hizo que se refugiara en apenas un par de rincones que, de pura casualidad, desarrollaron un clima especialmente húmedo y templado. Para sobrevivir, nuestro pinsapo se tuvo que adaptar a veranos poco propicios. No ha tenido problema en resurgir –en cuanto se le dio la oportunidad– de la diezma a la que se sometió al pinsapar a mediados del XVIII. Sus semillas volanderas juegan desde luego a su favor pero, al contrario que sus vecinos mediterráneos, la masa de pinsapos es incapaz de remontar el fuego. Tan extraño resulta que el pinsapar nunca fue tal: siempre fue, y sigue siendo, el Pinar. Su propio nombre (pinzapo en su primera aparición) nos dice que estamos ante un árbol que parece medio abeto, que parece medio pino. La ciencia no lo clasificó oficialmente como especie distintiva hasta ya entrado el siglo XIX. 

Aun así, a pesar de su recorrido suculento, lo más interesante del Abies pinsapo son los hechos y las gentes que ha albergado bajo su sombra y sobre sus raíces. 

En todo ello decidieron profundizar, hace ya cinco años, José Manuel Astillero y Juan Clavero, en una primera e intensa inmersión que ha resultado en un ensayo de más de 500 páginas. Publicado por la editorial de La Serranía, sita en Alcalá del Valle, Historia del pinsapar de la sierra del Pinar se presentó la semana pasada en Benamahoma, en un acto conducido por el científico Miguel Delibes. Ayer por la tarde, fue el escritor Juan José Téllez el encargado de guiar la presentación en la APC; mientras que este viernes se presentará en el Centro de Conservación de la Biodiversidad del Zoo Botánico de Jerez, en un acto conjunto con la Sociedad Gaditana de Historia Natural. 

Quizá la cuestión central de toda la sierra del Pinar haya sido a quién pertenece: una pregunta bastante elemental que terminó traduciéndose, sin embargo, en 400 años de litigios. La propiedad era del noble de turno (primero del duque de Arcos; después , del de Osuna) pero el usufructo era de los habitantes del territorio en condominio (Zahara y las Cuatro Villas, con sus peculiaridades).

Las distintas ordenanzas y protocolos han ido descubriéndose a lo largo de un ejercicio de documentación por diferentes archivos, con la ayuda de paleógrafos. “Hacer este libro –apunta José Manuel Astillero– nos ha deparado muchos días felices, y no pocas sorpresas”. Entre ellas, por ejemplo, la que les comentaba el antiguo director del Archivo Histórico Provincial de Cádiz, Manuel Ravina, que encontró los viejos protocolos notariales del Ayuntamiento de Olvera en unas cajas almacenadas en un puesto del mercado.

Tanto Astillero como Clavero recalcan las diferencias, por ejemplo, entre la política de gestión del duque de Arcos (bastante más respetuoso con los vecinos) y el duque de Osuna, para el cual, la sierra del Pinar suponía una renta más de las muchas que tenía. 

EL NEGOCIO DE LA NIEVE

El apogeo y caída de la casa de Osuna es, en sí, una historia de película, con los “Téllez-Girón como absolutos malvados”, apunta Astillero. El duque de Osuna llegó a amasar, durante el siglo XIX, la mayor fortuna de España. Recabó en San Petersburgo como diplomático, llevando una vida de lujo galáctico, que ni siquiera podían ensoñar quienes “pagaban sus rentas desde la Sierra de Cádiz”. La población de la Sierra vivía del carbón, el ganado y –otro de los hallazgos sorprendentes–la nieve. “Los abastecedores salían de noche con los burros enfardados –explica Astillero– y llegaban de madrugada a Cádiz (la plaza Argüelles sigue luciendo el título de Plazuela de los Pozos de la Nieve, y los neveros se conservan bajo el suelo). No era un bien barato: los ayuntamientos llegaban a subvencionar a los que iban a recogerla para que pudieran venderla a un precio no estratosférico”. 

Vemos que los aldeanos de la Sierra de Cádiz hicieron algo que el duque de Osuna, no: no arruinarse. El patrimonio ducal terminó incautado por el Banco de Castilla. A esto siguió un proceso de privatización, sobre el que todavía hay lagunas, que tomó un comportamiento parecido al de los actuales fondos buitre, con episodios tan lamentables en el pinsapar como el de 1910, cuando se taló la mitad de la masa forestal para contribuir a la línea de ferrocarril Ronda-Bobadilla. No se tuvo en cuenta, sin embargo, que no había vías para hacer llegar la madera. Todo un bosque perdido para nada, pasto del fuego o del carboneo. 

Aun así, tanto durante este periodo como ya antes (a principios del XIX, con los ayuntamientos de la sierra llamando la atención sobre las talas excesivas), entre los pueblos de la zona hay una conciencia absoluta de su condición de usufructuarios del monte: algo que necesitaban, en gran medida, para sobrevivir. Al celo respecto al bosque contribuyó, también, la Ley de Conservación de 1748: por esta, el pinsapar pasaba a ser un bien de interés para la Corona por el que velaba la Marina, que mandará a visitadores dependientes del arsenal de La Carraca. “Si te cogían por primera vez talando un árbol que no debías, había multa de 200 maravedíes y retirada de herramientas; segunda vez, un mes de cárcel. A la tercera, te desterraban”, añade Astillero.

“A finales del XIX–señala Juan Clavero– hay ayuntamientos, por ejemplo, que subastan las bellotas. Y en los procesos de desamortización se deja claro que el Estado no puede intervenir, por ser imposible, al ser aquello es un condominio entre los vecinos”. 

A mediados del siglo XX se intentará ya poner en valor el interés medioambiental del pinsapar: uno de los alcaldes de Grazalema sería el primero, de hecho, en solicitar en 1958 la declaración de la zona como parque nacional, aunque no terminaría siendo parque natural hasta 1985. 

“Por su condición de parque natural –afirma Clavero, que se encargó de dirigir precisamente el de la sierra gaditana durante sus primeros años–, tendemos a pensar que esto ha sido siempre algo medio ignoto, salvaje pero nada más lejos”. Con poblaciones seculares, el Pinsapar ha visto discurrir existencias en ocasiones duras, al límite de la subsistencia. “Y de ellas también queríamos hablar”, subraya el ecologista.  A los pueblos de la sierra del Pinar no llegaban médicos ni maestros. Por eso el libro recoge testimonios como el de Carmen Yesa, hija de carbonero, que aguantaba los días de nieve con “un abriguito de lana y unas medias”. O el de Pepe Jarillo, de familia de cabreros, que recuerda cómo secuestraron a su padre. O el de Pepa Séllez, que cuenta que nunca fue a la escuela pero que había un maestro que subía para darles clase a algunos niños en la Viña del Moro, “no a todos, porque los padres no se lo podían permitir”.

Y sus historias no son las únicas: “Ahora nos están llegando un montón de documentos, y otro montón de relatos”, indica Clavero. Y eso quizá sea lo más importante. Eso y que, en el último recuento, el pinsapar ya recoge unos 140.000 ejemplares.

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