El policía que capturó a El Lute

Galería del Crimen. Capítulo 29

Antonio Juan Creix fue uno de los tres superagentes del franquismo, conocido por sus salvajes interrogatorios en la ‘casa del terror’ y por dar caza en Sevilla a un fugitivo mítico

Miguel Guillén
Miguel Guillén
Pedro Ingelmo

08 de febrero 2025 - 07:00

Durante el franquismo hubo tres uperpolicías, los reyes del arte del interrogatorio… y de la tortura. Y los tres estaban repartidos por Madrid, Bilbao y Barcelona, las ciudades que eran los puntos neurálgicos de una oposición al Régimen que formaban universitarios, obreros y algún cura.

Uno estaba por encima de los demás. Había empezado como empleado de un ultramarinos en Madrid, ingresó en la Policía durante la guerra civil después de haber actuado como quintacolumnista, aprendió sus métodos primero de la Gestapo en Alemania y luego de la CIA en Washington y llegó a la cumbre como el jefe de la temible brigada político social hasta su disolución en 1976. Su nombre era Roberto Conesa y sus dos discípulos más adelantados acabaron adquiriendo más fama incluso que él: Antonio José González Pacheco, el más cruel, era conocido con el alias de Billy el Niño y el otro, habrán oído hablar de él, se llamaba José Manuel Villarejo.

En la primera línea de su hoja de servicios aparecía la detención de las Trece Rosas, aquellas mujeres cuyo delito fue pertenecer a las Juventudes Socialistas y que fueron fusiladas a los pocos meses de acabar la guerra civil en los muros del cementerio de La Almudena. Durante el franquismo, Conesa se aficionó a la infiltración en las células comunistas y algunos personajes célebres, como Fernando Sánchez Dragó o Marcelino Camacho, comprobaron en sus carnes lo que Conesa había aprendido de la Gestapo y la CIA. Algunos otros invitados a sus oficinas en la DGS no lo pudieron contar. Se le ‘suicidaron’.

El segundo era un donostiarra que iba para perito y vengó a base de leña su estancia en la cárcel republicana durante la guerra desde su posterior puesto como jefe de la brigada político social de San Sebastián. Por centenas se cuentan los que durante los años 50 y 60 pasaron por su sala de interrogatorios, donde los atendía personalmente. Pero quizá lo más infame de su biografía haya que situarlo en los días de la Segunda Guerra Mundial, cuando se apostaba en Irún para capturar a los judíos que trataban de pasar la frontera para entregárselos a la Gestapo. Fue asesinado por ETA en 1968. De hecho, fue el primer crimen planeado por ETA en lo que se podría considerar, más que un acto terrorista, un ajuste de cuentas. Se llamaba Melitón Manzanas.

El tercero, que es el que nos interesa, era un hijo de un militar africanista y había nacido en Jerez. Era Antonio Juan Creix. Tras unas peripecias de capturas y huidas durante la guerra civil, se instaló en Barcelona y fue destinado a la comisaría de Vía Layetana, que se llegó a conocer como la casa de los horrores. En los años de la caza de brujas de McCarthy y de la paranoia anticomunista de los Estados Unidos fue enviado a la sede central del FBI para que aprendiera nuevas fórmulas de interrogatorio, pero su estancia allí de unos tres meses no le convenció: “Aquí vienen los americanos, que si las corrientes eléctricas y que si tal o cual… Tonterías, como el palo no hay nada”. Aparte del palo y el electrodo, era gran aficionado a las técnicas de la bolsa en la cabeza, la cigüeña, el corro, el tambor o la bañera. Las formas de torturar durante el franquismo eran muy imaginativas.

Aquí vienen los americanos, que si las corrientes eléctricas y que si tal o cual… Tonterías, como el palo no hay nada”

Se creó una leyenda sobre él por haber sido el que en 1960 tendió la trampa al maqui anarquista Quico Sabaté, considerado entonces el enemigo público número uno. Fue abatido cuando trataba de huir en un tren. Su siguiente logro fue descubrir dónde se iba a celebrar la reunión de más de una treintena de intelectuales nacionalistas opositores al franquismo, en lo que luego se conoció como la capuchinada, por ser el convento de los Capuchinos de Sarriá el lugar elegido para el encuentro. Lo había conseguido gracias a los infiltrados entre los frailes. La policía entró con todo y desbarató el ‘contubernio’ en el templo. Un joven Jordi Pujol también pasó por sus manos tras desenmascararse el homenaje clandestino al poeta Joan Maragall en el Palau de la Música. Buena parte de la posterior carrera política de Pujol se la debió a las marcas que le dejó su encuentro con Creix.

Antonio Juan Creix, condecorado tras resolver el crimen de Melitón Manzanas
Antonio Juan Creix, condecorado tras resolver el crimen de Melitón Manzanas

Convertido ya en lo que las autoridades consideraban que era uno de los policías más eficaces del país, fue destinado a Bilbao para que descubriera quiénes habían sido los autores de la muerte de Melitón Manzanas. El resultado no se hizo esperar. Creix entregó a la justicia militar a 16 miembros de la cúpula de la V Asamblea de ETA. Había obtenido las confesiones con sus tácticas favoritas de la casa de los horrores. Aquello derivó en el Proceso de Burgos, que devolvió a la dictadura a su condición de paria internacional tras conocerse que la sentencia mandaba al cadalso a seis de los dieciséis detenidos. La presión de las democracias del mundo hizo doblar el brazo al franquismo y finalmente las penas de muerte fueron conmutadas.

Por entonces, Creix ya estaba de vuelta en Barcelona. Iban a darle un nuevo destino acorde con su fama. Iría a Sevilla.

Eleuterio

“Esta es la historia de El Lute. Un hombre que nació para ser cazado como un animal salvaje porque era pobre. Pero se negó a aceptar su destino”.

Así empieza la primera estrofa de la canción que Boney M. le dedicó a Eleuterio Sánchez, El Lute, y que le hizo popular en todo el mundo. El popular grupo alemán vendió más de un millón de discos.

Visto así, según la perspectiva de Boney M., parecía un personaje a la altura de Creix, pero lo cierto es que El Lute no era más que un ladrón de poca monta, sólo un escalón por encima de los robagallinas. Pero, de algún modo, el Régimen necesitaba un Lute, un enemigo público, y Eleuterio acabó encarnando el personaje de una especie de bandolero del siglo XX, aunque nunca tuvo ninguna intención de robar a los ricos para dárselo a los pobres.

Eleuterio había nacido en Salamanca, pero se había criado en el barrio, por llamarlo de alguna forma, del Pozo del Huevo, un asentamiento chabolista de Vallecas. Su adolescente carrera delincuencial consistió en robar lo primero que tuviera a mano para pasar después a golpes más audaces como romper escaparates con un ladrillo y escapar con el botín en una motillo. En uno de esos golpes se le fue la mano.

La banda de El Lute había decidido trabajar a lo grande. El 5 de mayo de 1965 atracaron una joyería de la calle Bravo Murillo. Eran tres. Eleuterio, Raimundo Medrano y Juan José Agudo. Nunca pudieron suponer que el que estaba en la joyería era el suegro del propietario, Tomás Ortiz, un guardia civil retirado, que les plantó cara como mandaba su antiguo oficio. Eleuterio ventiló el asunto de un disparo. Mientras Ortiz agonizaba, la banda se hizo con un botín valorado en 164.000 pesetas, aunque Eleuterio siempre dijo que de aquel robo lo que a él le tocó fue un reloj al que le sacó en el mercado negro 5.000 pesetas. “Yo robaba por ignorancia, por hambre; era analfabeto y mi noción del bien y del mal era limitada”, se justificaba años después.

Yo robaba por ignorancia, por hambre; era analfabeto y mi noción del bien y del mal era limitada”

El semanario El Caso, dedicado exclusivamente al mundo del crimen y que tenía un arrollador éxito en los quioscos, convirtió a Eleuterio en un mito delincuencial. El que fue su último director, Juan Rada, me dijo en una ocasión que “El Lute y su falsa leyenda fue sobre todo muy útil, como El Cordobés o Urtain, personajes del franquismo que el franquismo engrandeció para que la gente no pensara mucho”. En El Caso se hablaba de su “extraordinaria peligrosidad, un vigor físico poco común y una inteligencia natural”. Se suponía que con esos atributos era capaz de escabullirse de una policía cuya pericia sólo parecía acreditada a la hora de aplicar las distintas técnicas de tortura.

Pero El Lute acabó cayendo tras mantener un tiroteo con la policía en Peñaranda, un pueblo de Salamanca. Fue juzgado en 1966, se declaró culpable y se le condenó a pena de muerte, aunque de inmediato se le conmutó para que fuera un condenado a pena de muerte que cumpliría cadena perpetua. El franquismo, por el qué dirán, trataba de usar el garrote lo justo. Pocos días después, en un traslado en tren, se escabulló de los guardias y saltó en marcha. Empezaba su particular Camina o revienta, que sería el título que pondría a sus memorias, llevadas al cine por Vicente Aranda con Imanol Arias haciendo de Eleuterio.

Aquella fuga duró sólo trece días y los responsables penitenciarios decidieron que pasaría el resto de su vida en el peor penal posible, el de El Puerto, una cárcel levantada sobre un antiguo monasterio que acogía presos desde 1886. Se confundieron. Eleuterio diría después que cuando entró en aquel penal se sintió morir y, desde el primer día, su obsesión fue escapar. No era para menos. El penal tenía una merecida leyenda negra y estaba considerada como la peor del país por sus condiciones de hacinamiento.

La fuga

Pero había un día en el que se relajaban las estrictas reglas dentro de sus muros. Era en Nochevieja, cuando a los presos se les permitía salir de sus celdas y celebrar el nuevo año con alcohol incluido. Eleuterio tuvo claro que ese sería su día. Había enviado un telegrama días antes a sus familiares en el que decía: “No he visto a los niños en Nochebuena, me acordaré mucho de ellos en Nochevieja”. Era la clave para que su entorno supiera sus planes.

Y no había pasado ni una hora del año 1971 cuando Eleuterio y cuatro presos más empezaron a usar lo que habían ido robando desde semanas atrás para preparar la fuga: unas barras de hierro, cinceles y sábanas. Con la barra y los cinceles hicieron el butrón en los viejos muros que les daba acceso al patio, que era el antiguo claustro del convento, y de ahí treparon para alcanzar el tejado desde el que pensaban descolgarse con las sábanas anudadas.

En realidad, la fuga tenía muy pocas posibilidades de éxito, pero como decía El Lute, “yo no era más valiente que el resto, pero tenía cadena perpetua y el miedo es inversamente proporcional a la condena que tienes”. El Lute fue el primero en descolgarse, pero no habían medido bien la longitud, en concreto habían fallado por unos cinco metros, y el prófugo se quedó a medio camino de la desescalada, en la que rompió unos cristales que alertaron a la guardia. No le quedaba más remedio que saltar mientras sus otros compañeros de fuga eran capturados.

Saltó, se torció el tobillo y aún así corrió en la oscuridad de la noche en dirección a Jerez, donde le estaba esperando su hermano, Raimundo, conocido como ‘El Toto’, que le había preparado un lugar donde ocultarse. Durante los dos años siguientes Eleuterio se refugió donde podía. Durmió en copas de árboles, pasó dos meses en un colector y buscó la complicidad en barrios chabolistas de Málaga y Granada, para acabar asentándose en Sevilla.

El Lute tenía un serio problema para zafarse de la persecución policial y era que todo el país conocía su cara. Entre 1971 y junio de 1973 no había un solo español que no asegurara haber visto a El Lute. Eso fue lo primero que hizo pensar a Creix cuando llegó a Sevilla que su tarea no iba a ser fácil. No había día que no se recibiera en cualquier comisaría de cualquier lugar una llamada que denunciara que El Lute se encontraba en tal o cual sitio. Además, la Sevilla que se encontró Creix no tenía nada que ver con la Barcelona de la que venía.

En la Sevilla de los principios de los 70 los niños bien de largos pelos y pantalones de campana se mezclaban en los barrios marginales con el lumpen. Allí acudían a conseguir drogas y a aprender el toque de guitarra de los gitanos. El consumo de LSD era común en esos círculos y todo el mundo andaba medio flipado. Eso era algo que Creix, acostumbrado a perseguir comunistas, anarquistas y nacionalistas, no controlaba.

El Lute, tras ser detenido en Sevilla en junio de 1973
El Lute, tras ser detenido en Sevilla en junio de 1973

Creix empezó por hacer batidas contra los gitanos. Esa era la única condición para pasar por la sala de interrogatorios de la comisaría. Los gitanos ‘cantaban’ supieran o no supieran de El Lute ante las poderosas razones que esgrimía Creix. Tanto interrogatorio permitió trazar un cerco y dar con los que sí tenían relación con Eleuterio. El 3 de junio de 1973 Creix citó a la más popular de las reporteras de El Caso, Margarita Landi, para que asistiera lo que iba a ser la más espectacular captura de su carrera. Con un despliegue policial desconocido, El Lute fue detenido en la barriada Juan XXIII cuando iba a montarse en un seat 1430 amarillo robado y con matrícula falsa. Intentó sacar la STAR ante la presencia policial, pero fue reducido y exhibido como un trofeo. Era el momento cumbre para Antonio Juan Creix. Estaba en el olimpo de la historia policial. Tras la detención, posan sonrientes los policías y el propio Lute con un cigarrillo en los labios.

Mientras en los años 80 El Lute, que había entrado en la cárcel analfabeto y que había salido abogado, se convertía en la estrella del mercado discográfico, cinematográfico y editorial, Creix había sido degradado. Su pasado en la comisaría de Vía Layetana le había convertido en un apestado. Fue acusado de apropiación de caudales públicos y abuso de su cargo. Al contrario que Conesa, que durante la Transición todavía era requerido por el ministro Rodolfo Martín Villa para que investigara secuestros del GRAPO como los de Emilio Villaescusa o José María Oriol y que incluso era condecorado por ello, o que el propio Melitón Manzanas, al que la muerte había glorificado como el primer mártir de ETA, Creix acabó su carrera policial sellando pasaportes en el aeropuerto del Prat. Al poco de retirarse, una septicemia se lo llevó al otro barrio en 1985.

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