El sur que fue underground
El fundador de la revista contracultural Ajoblanco, Pepe Ribas, relata el viaje a Andalucía en 1976 en el que vivió el declive de la Sevilla salvaje y el renacer de un Cádiz efervescente
En la España de finales del franquismo hubo dos polos en los que germinó el underground y la contracultura. Espacios abiertos de una increíble libertad donde experimentar con música, con arte, con drogas, con sexo, con todo lo que podríamos considerar alternativo… Uno, sin duda, fue Barcelona por su cercanía con Francia y por su conexión con todo lo que se cocía en Ibiza, que estaba lleno de jipis de toda la galaxia. El otro gran foco fue el triángulo formado entre Sevilla, la base de Rota y el Campo de Gibraltar. Rota proporcionaba la cultura underground americana, todo el rollo anti Vietnam y el verano del amor y el Campo de Gibraltar era el salto a Tánger, donde estaba el hachís, pero también toda la estela de la generación beat: Kerouac, Gingsberg...” Todo esto me comenta Pepe Ribas en Matria, un bar de comida casera de Jerez en la que estamos comiendo lentejas. Pero ¿quién es Pepe Ribas?
Pepe Ribas es un personaje fundamental en la historia de la contracultura de este país y, por tanto, de su cultura del fin de siglo. Nació en 1951 en una familia de la burguesía barcelonesa, de esas que no hacían ruido en el Régimen pero poco adictas a él. Empezó estudios de Derecho y los abandonó porque pensó que a principios de los 70 había cosas más interesantes que hacer. Y entonces fundó una revista. Se llamó Ajoblanco. Consiguió colarla con mucha labia dentro de los registros oficiales y en pocos números se convirtió en la biblia de una juventud melenuda e inquieta. “La policía perseguía a comunistas, a los de Comisiones, a los curas obreros, a los estudiantes que iban de revolucionarios, pero no estaban pendientes de una panda de pasotas y artistas underground medio jipis”.
Llegó a vender cien mil ejemplares, pero sus lectores eran muchos más porque la revista corría de mano en mano en institutos, universidades y centros de trabajo. Sus páginas de contacto funcionaron como lo que hoy sería una red social. De ese modo, la agitación de una nueva generación de asturianos se compartía con los aragoneses y los madrileños con los valencianos. Lo que estaba ocurriendo en Barcelona se propagó por ciudades mucho más cerradas, mucho más oscuras, la España que el poeta Gil de Biedma definió en su maravilloso poema Años triunfales como “la media España que ocupaba España entera con la vulgaridad, con el desprecio total de que es capaz frente al vencido, un intratable pueblo de cabreros”.
Una invitación a la acción
En 1976, muerto Franco pero no el franquismo, Ribas fue invitado por el poeta gaditano Jesús Fernández Palacios a que bajara al sur para que presentara su ácrata Ajoblanco en lo que prometían ser tres jornadas muy gamberras en la entonces incipiente facultad de Filosofía, una extensión de la Universidad de Sevilla en Cádiz. Fernández Palacios había creado en 1971 el grupo literario Marejada, que no quería saber nada de la cultura patrocinada por el hombre que entonces patrocinaba toda la cultura de la ciudad, el monárquico José María Pemán. Junto al grupo teatral Carrusel, fundado por el ya fallecido Jesús Morillo, eran la avanzadilla contracultural de aquel Cádiz con una efervescente escena de alborotados creadores, una ciudad ‘subterránea’ muy viva.
Y así Ribas emprendió su viaje al sur. En Sevilla, como no era tan extraño en aquella época, le robaron la maleta del coche. Dentro iba un cuaderno de los diarios que llevaba escribiendo desde los doce años. Allí pensaba plasmar todo lo que le sucediera en ese otro gran foco de la rebeldía patria. Sin maleta y sin diario decidió vivir intensamente esos días en Andalucía y escribir sus experiencias a la vuelta. Y así lo hizo. En un cuaderno verde soltó del tirón todo lo que fueron unos días intensos. Y, con el tiempo, aquel cuaderno verde se perdió entre cientos de papeles.
Hace cuatro años, como pidiendo su rescate, el cuaderno verde apareció en una limpieza. Ribas no lo pudo resistir. Ya había escrito en 2007 una especie de memoria de la primera etapa de Ajoblanco en su celebrado libro Los 70 a destajo, pero ese cuaderno verde contenía unos recuerdos mucho más concentrados de dos años clave de nuestra historia, el 76 y el 77, cuando todo cambió, los verdaderos años de la Transición de una dictadura a una democracia, quizá tutelada, pero democracia. Así ha nacido Ángeles bailando en la cabeza de un alfiler, editado por Libros del K.O. sólo unas semanas después de que Ajoblanco celebrara su 50 aniversario en una monumental fiesta en el teatro Apolo de Barcelona a la que acudieron más de 1.200 personas, entre ellos el alcalde, lo que no deja de ser un sarcasmo del destino para una publicación que nada quiso saber de políticos de ningún signo.
Esta semana Ribas ha repetido aquel viaje de 1976 48 años después para presentar su obra en la librería La Fuga de Sevilla, en el Corral de San Antón de Jerez -dos espacios que riman con el espíritu alternativo de aquellos años- y en el estreno del Foro Costus en la sala ECCO de Cádiz. “Conocí a los Costus en su casa de la calle Pelayo de Madrid. Mucha fiesta. Y luego ellos vinieron a Sitges. Mucha fiesta también”, sonríe pensando en lo que tiene la existencia de guiños del pasado.
El mismo viaje, 48 años después
En el año 1976 en Sevilla ya se había apagado la llama de sus años más salvajes, cuando llegó a ser junto a San Francisco, Amsterdam, Copenhague e Ibiza el lugar de peregrinaje jipi. Hay un documental imprescindible para conocer lo que fue la Sevilla de finales de los 60 y principios de los 70, cuando una nueva mística se instaló en la más mística de las ciudades, como volvieron a demostrar las procesiones invernales del último domingo. Es Underground. La ciudad del arcoíris, producida en 2003 por Canal Sur y dirigida por el sevillano Gervasio Iglesias, hoy subdirector de Cine de RTVE. En él veremos las relaciones con las bases americanas, la llegada de discos imposibles, los primeros escarceos con el LSD -la primera ciudad española que tuvo contacto con el ácido fue Sevilla-, el desembarco de jipis en Morón para aprender a tocar la guitarra con Diego El Gastor, las noches locas de alcohol y hachís en el Don Gonzalo, de Gonzalo García Pelayo, y, sobre todo, la historia de los dos grandes hitos contraculturales que parió aquel tiempo: la compañía teatral Esperpento y el grupo de fusión de rock y flamenco Smash, sin los que es imposible entender Triana, Veneno y uno de los discos más trascendentes de la historia de la música española, La leyenda del tiempo, de Camarón y Paco de Lucía.
Cuando Ribas llega a Sevilla ya no existen ni Esperpento ni Smash. Uno de los componentes del grupo teatral está haciendo carrera política y se llama Alfonso Guerra y Julio Matito, una de las almas de los Smash, que se habían separado en 1972, acababa de grabar un disco pagado por el PSOE que se llamará ¡Salud!, mucho más rojo de lo que necesitaba el joven líder sevillano llamado a pilotar la España de la década de los 80, Felipe González.
“Lo que pasó -me cuenta Pepe Ribas- es que enviaron a Sevilla a un policía monstruoso, Antonio Juan Creix, que había nacido en Jerez pero que había hecho su carrera en Cataluña. En los 60 había desmantelado buena parte de la CNT de Barcelona y luego lo enviaron a Bilbao para detener a los de la ETA que habían asesinado a un colega suyo, Melitón Manzanas, un conocido torturador. Él detuvo a los que serían los condenados del proceso de Burgos. A Sevilla lo enviaron a buscar a El Lute y él, aparte de coger a El Lute, detuvo a todos los líderes sevillanos de Comisiones Obreras que luego formarían parte del proceso 1001 y a muchos de los jóvenes que habían protagonizado el underground de la ciudad acusándoles de traer drogas de Tánger, lo que seguramente sería verdad. La gente de Smash se desparramó. Gualberto se fue a Estados Unidos y Silvio se recluyó en un chalé de Torremolinos que le pagó su suegro. Los habían domesticado”.
Pero en Cádiz los jóvenes estaban por desbravar. Ribas descubre que la cultura independiente en la ciudad se atrincheraba en “pequeños cafés de tarde y de madrugada” y en una parroquia, la de Divina Pastora, que capitaneaba el cura José Araujo, que había acogido el encierro de unos obreros despedidos de una panificadora.
Fernández Palacios ejerce de anfitrión y acomoda a la delegación de Ajoblanco, de la que también forma parte el urbanista y escritor Luis Racionero, en una habitación con literas del colegio mayor Chaminade. De ahí son llevados a la trastienda de la librería Mignon, donde se ha juntado una selección de los más modernos gaditanos. Entre una humareda de costo se monta una tertulia en torno a las teorías sexuales. “Racionero se puso a hablar de liberarnos de represiones y neurosis y por lo bajo escuché a alguien decir: estos catalanes han venido aquí a montarse una orgía”.
En la plaza Mina unos cuantos jipis vegetaban tirados por los suelos muy emporrados"
Tras culminar la charleta con canciones de Violeta Parra y Víctor Jara, ya un poco manoseadas por aquella época, la comitiva ácrata pasea por la ciudad. En la plaza Mina “unos cuantos jipis vegetaban tirados por los suelos, muy emporrados”. Luego Ribas se fue a caminar solo por la Alameda y percibió que un joven le seguía. Era Jesús Morillo, el fundador de Carrusel. Esa noche acabó en la casa del artista, que le estuvo hablando de la obra que ahora representaban, que era La balada perdida, y le enseñó las fotos del atrezzo que tenían preparado para su siguiente obra, La Divina Comedia. Carrusel era una reivindicación de la alegría en años tan tristones. Un reciente documental, que se llama como aquella obra, La balada perdida, dirigido por Lolo Ruiz, ha recuperado recientemente su memoria. Se puede ver en Filmin.
Carnaval a huevazos
Al día siguiente era la presentación oficial de la revista en Filosofía. El aula en la que se iba a celebrar el acto estaba abarrotada, unas trescientas personas entre las que se encontraban los cónsules de Francia y Alemania. Ribas y Racionero fueron recibidos por dos docenas de estudiantes de la Facultad cubiertos con túnicas blancas que representaban una ceremonia tartesia. Habían aparecido por una ventana y se habían instalado en la tarima del profesor. La pizarra estaba coronada por reproducciones de las latas Campbell de Andy Warhol. “Llevaban antorchas y formaron un corro que imitaba el vaivén de las olas. Y de pronto sacaron una gran banana. El que hacía de sumo sacerdote mostró la pieza con gesto procaz entre el griterío de la concurrencia. Acarició lentamente el plátano. Lo peló en lo alto con las dos manos y sacó la lengua. Estaba claro lo que representaba”. Los supuestos tartesios lanzaron octavillas al público que contenían el manifiesto que se había publicado en ese número de Ajoblanco y que empezaba con esta frase: “Me declaro en contra de la realidad”.
Después de las octavillas decidieron lanzar más cosas al público: huevos. Una lluvia de huevos cayó sobre los trescientos asistentes. Uno aterrizó en la nariz del cónsul de Francia y otro en la mejilla del alemán. Por entonces ya todo se había desmadrado. En una comunión entre organizadores, tartesios y público se empezó a corear una reivindicación: Que vuelva el carnaval. Algunos recordarían después esa travesura como la primera reivindicación por el regreso de la fiesta popular que fue prohibida durante la guerra civil y sustituida después por un remedo al que se bautizó como fiestas típicas gaditanas, que se celebraron primero en verano y luego en primavera. Eran fiestas amaestradas donde estaban prohibidos los antifaces o cualquier cosa que pudiera impedir identificar el rostro. Aquel año, 1976, el de la ceremonia tartesia en Filosofía para presentar Ajoblanco, fue el último en el que se celebraron las fiestas típicas gaditanas. El siguiente febrero, ya en el fin del invierno del 77, la más underground de las fiestas populares, el carnaval, regresó a la calle.
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Pepe Ribas ha hecho tres presentaciones de su libro en la Andalucía de 2024. La edad media del público asistente era alta. Él dice que ha escrito el libro para los jóvenes, para que conozcan que es posible crear espacios abiertos y verdaderamente libres. Sigue pensando que la cultura tiene que ver más con cómo te comportas que con cómo piensas, que la cultura es acción y también sigue pensando que el PSOE creó La Movida madrileña para teledirigir la cultura subvencionándola. La heroína y el sida hicieron el resto. Se muestra ilusionado y su libro narra una epopeya apasionante, pero es improbable que los jóvenes de hoy lean esto, ni siquiera que lo entiendan… Han pasado tantos años...
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