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Una antigua y ajada fotografía cuelga de la pared de las Capuchinas. La imagen acusa el paso del tiempo, está manchada por la humedad y algo borrosa. Desde ella miran a la eternidad quince austeras religiosas. "Son las fundadoras", explica sor María Jesús Moreno, que se refiere a ellas con la familiaridad doméstica propia de la clausura, donde el calendario carece de importancia y los siglos se acercan. El retrato muestra a la primera comunidad de las clarisas capuchinas que, espoleadas por el empeño de sor María Josefa Magón de Campanea y Casaux, llegaron a la ciudad hace 126 años para fundar el convento de la calle Santa Úrsula -hoy Constructora Naval- y convertirse en parte de La Isla. Fue el entusiasta comienzo de una historia única que ahora escribe su último y doloroso capítulo.
Todavía no hay una fecha pero el cierre del convento es un hecho, tan solo cuestión de unos meses. La avanzada edad de sus últimas cuatro inquilinas -tres de ellas superan ya los 80 años- y la falta de nuevas vocaciones que garanticen la permanencia del convento isleño ha llevado a la congregación a tomar esta drástica decisión que dejará a La Isla huérfana de sus monjas capuchinas. Con ellas se marchará también una parte de San Fernando, la ciudad que ha sido su casa durante siglo y cuarto.
El cierre del convento ha sido un verdadero mazazo que ha zarandeado la apacible rutina de estas cuatro veteranas religiosas. Lo han pasado mal. Dejar atrás su casa y una La Isla en la que se saben queridas y apreciadas supone un duro sacrificio. Y poner el punto final a la historia de la comunidad en San Fernando resulta doloroso. "Ya nos hemos hecho a la idea. Se nos hace el ánimo. Dios lo ha querido así y estaremos mejor", afirman -era de esperar- resignadas.
Los preparativos para el traslado han comenzado. Las cuatro religiosas, que serán realojadas en el convento de El Puerto de Santa María, apuran sus últimas semanas en La Isla. Mientras, por primera vez, abren las puertas a unos periodistas para contarles cómo son esos últimos días en San Fernando y mostrarles su gran tesoro: un convento que se ha vuelto inmenso para sus octogenarias residentes pero que aún retiene entre sus muros la vida que rezumaba hace unas décadas, cuando llegó a acoger a una treintena de monjas. Un espacio único y lleno de paz que la clausura ha conseguido preservar en pleno centro de La Isla, donde una huerta llena de naranjos y limoneros desafía a los bloques de pisos que la rodean por Reyes Católicos, donde se conserva una antigua noria que las monjas ya se encontraron cuando a finales del XIX se asentaron en la antigua finca que lindaba con los terrenos de Madariaga y que Vicente de Reyna y Martín vendió a Juana Nepomuceno Morales antes de que pasara a convertirse en la residencia de las capuchinas. Allí, en la sobriedad de un hermoso claustro lleno de luz, en el austero comedor de las monjas que preside una pequeña imagen de la Virgen, el tiempo parece detenido. Solo el timbre de la puerta interrumpe el silencio. Suena varias veces. Sor María Pilar Hinojosa, la tornera, atiende los recados. "Nos quieren mucho. Vienen a preguntar por nosotras", explica.
Sor Inmaculada Crespo, que es la religiosa de mayor edad y que durante mas de 40 años ha sido su superiora, se acuerda perfectamente de todo. Es la memoria de las capuchinas. "Ahora tengo 87 años. Entré en la clausura con 18. Primero estuve en el convento de Cifuentes, en Guadalajara. Desde entonces, cada día de clausura que he pasado he sido más feliz", recuerda. Su estado de salud es muy delicado aunque es, sin lugar a dudas, la que mejor presencia de ánimo muestra de las cuatro religiosas. Le ayuda sor María Jesús Moreno, que hace gala de una inusitada energía para sus 81 años. "¿A que no parece que tenga esa edad?", inquiere con jovialidad mientras sube escaleras, recoge la fruta que ha caído al suelo, enseña el patio del convento y muestra sus labores. "Soy de La Isla -apunta-, de la calle Jardinillo". "Hoy día sigue habiendo vocaciones religiosas, pero no de clausura. La clausura se está perdiendo", afirma al reflexionar sobre su suerte, "nos da mucha pena tenernos que ir y nos costó mucho al principio. Ahora ya nos hemos hecho a la idea".
La cuarta religiosa que reside en el convento -la más joven- es Sor María del Carmen Fernández, que también es de La Isla, del barrio de la Pastora. Anda entre los papeles de la comunidad mientras se prepara el traslado y, a petición de sus hermanas, acude a buscar una verdadera joya: un sencillo cuaderno de colegio en el que, escritas a mano con una minuciosa e impecable letra, se relatan las vivencias de las primeras capuchinas cuando llegaron a La Isla y los primeros años del convento, una historia que décadas después sor Inmaculada -la veterana del grupo- rescató en una segunda libreta manuscrita "para que se pudiera ver mejor". Aquel fue el principio. Ahora, a estas cuatro capuchinas, les toca escribir el último capítulo sin saber aún la suerte que correrá el convento de la antigua calle Santa Úrsula, a pesar de su sencillez, uno de los edificios más notables del patrimonio que exhibe el centro.
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