Veganos en el país del jamón
alimentación y medio ambiente
El descenso en el consumo de carne subraya el rechazo frente a la ganadería intensiva
Andalucía es la comunidad autónoma con mayor producción de vacuno ecológico
Comer animales, no comer animales. Los animales correctos, los animales incorrectos. Alimentos puros, impuros. Así estamos, como en observancia religiosa estricta. ¿Qué engorda, qué no? ¿Cuántas calorías vacías tiene eso? ¿Cuál es la huella de carbono de este chuletón en concreto?
La parrillada como punto de fricción de civilizaciones: ¿eres un blandito, un soy boy, soldado de Greta?, ¿o eres un irresponsable, causante indirecto de la deforestación amazónica, defensor de las esencias? Como las tomas de conciencia tardan segundos en pasar por caja, los estantes de cualquier supermercado muestran hamburguesas, filetes, albóndigas veganas. No comer carne ya no es algo exótico. Tras varios años de caída, 2018 marcó un nuevo descenso el consumo (un -2,9 por ciento), pero seguimos siendo carnívoros, y mucho: en España, comemos el doble de carne que la media mundial, y seis veces más de la cantidad recomendada para llevar una dieta sana.
Vaya. Alimentos puros, alimentos impuros. Lo que es cierto es que la forma de deglutir carne que tiene el primer mundo es brutal:la producción ganadera mundial consume más necesidades calóricas que las de toda la humanidad, y no somos pocos. La alimentación animal se lleva el 95% de la producción mundial de soja y el 44% de la de cereales. Cada año, 300.000 km de selva tropical se destruyen para habilitar pastos para el ganado: para un ganado, claro está, que puede residir a 15.000 km de distancia. Según la FAO, la ganadería es responsable del 14,6% de emisiones globales del efecto invernadero, y a la ganadería se le atribuye, también, el 80% de la deforestación.
“No defiendo la ganadería intensiva, y la ganadería extensiva, según el manejo –comenta Gustavo Alés, ingeniero agroecológico–. Creo que la ganadería es una excelente herramienta de regeneración de sistemas. El ganado ha de jugar como elemento de salud interno y externo.Ni soy vegano, ni defiendo la producción intensiva de carne”. Sí asegura que la ganadería de estabulación es “un desastre que deja una huella territorial a miles de kilómetros”.
Esa es la razón política de vegetarianos y veganos. Su postura no es un mero brindis al sol: una persona vegana disminuye 800 kg al año la emisión de dióxido de carbono. Pero no hay que olvidar que, frente al 14,5% de impacto que calcula la FAO, las emisiones fósiles contribuyen en un 75% a la generación de gases efecto invernadero. Manuel Vázquez, propietario de una de las mayores cabañas de ganado extensivo de retinto de la provincia, apunta que aunque los “cambios en hábitos de consumo son muy respetables y tienen sus cosas buenas”, no hay que olvidar que existen “grandes corporaciones muy interesadas en este cambio de hábitos, que no se trata de una ideología totalmente inocente, sino que hay intereses económicos detrás con márgenes de beneficios muy superiores a los de la carne”.
“Nos hacemos veganos, ¿y qué hacemos con los esquimales?–continúa Alés–. ¿O en la Sierra de Cádiz, o en la de Málaga, con un 70% de su superficie agraria de sustrato rocoso? En el 75% del planeta no se puede ser vegetariano. Históricamente, las dietas vegetarianas surgieron en el delta del Ganges: zonas subtropicales, con lluvias casi constantes y varios metros de suelo fértil”.
Lo cierto es que, a nivel nutricional, las cosas se nos han torcido: Andalucía ocupa el primer puesto nacional tanto en índices de sobrepeso (37,5%) como de obesidad (21 %). La dieta mediterránea, al parecer, sí era una cosa verde que se comió una vaca: “Pero lo que ha cambiado es la forma de vida –insiste Gustavo Alés–. Entre el ordenador y el coche, ¿cuántas horas podemos pasar sentados? No estamos diseñados para eso. Es cierto que hay que bajar el consumo calórico, pero los principales culpables son el sedentarismo y el azúcar”.
“Un consumo moderado de carne –indica Manuel Vázquez– es beneficioso. Existe amplia evidencia científica que lo demuestra... Pocas cosas puede haber más sanas que el cerdo ibérico, por ejemplo: la grasa del jamón es oleica, no produce colesterol, es como el aceite de oliva o el atún”.
Lo cierto es que, en el imaginario cercano, hablar de ganadería mueve a escenarios casi idílicos, relacionados con las dehesas del cerdo de bellota y las vacas de retinto. Andalucía, de hecho, es la comunidad autónoma con el mayor porcentaje de carne de vacuno ecológica: un 78% de la producción. “Nosotros somos una explotación ecológica. No hemos hecho nada por serlo porque lo hemos sido siempre: lo era ya con mis abuelos”, desarrolla Vázquez.
Pero no todo es tan idílico. En España, la producción de carne porcina es la que parte la pana: copa un 64% de nuestra producción cárnica, con 3,9 millones de toneladas (337 millones de cabezas). Somos el cuarto productor de carne de cerdo del mundo y el segundo en Europa. Pero quítense la idea de cochinos felices, hocicando bellotas en las dehesas, porque la mayor parte de las explotaciones del país son intensivas.
Y no todo lo que cabe bajo el sello de ganadería extensiva, apunta Gustavo Alés, es inocuo. De hecho, la agricultura supone siempre un proceso de degradación del terreno, que irá más rápido o más lento: “Si la vaca se cría en un peñascal, se mueve, come hierba, el ecosistema se gestiona –desarrolla–. Pero eso es distinto a la ganadería estante, que puedes tener en las grandes dehesas, sobre un mismo territorio, cercado, con fertilizantes, animales a los que también alimentas con grano... Estamos en las mismas. Lo que cambia es cuando has conseguido imitar los procesos naturales con las vacas y estas producen hierba. Como dicen los ingleses: it is not the cow, is the how. El animal es un recurso, como el coche, depende de para qué lo quieras y cómo lo uses”.
Alimentos puros, alimentos impuros. Lo que comes te distingue: siempre lo ha hecho. ¿Por qué creen que este es un país de cochinos? Había que demostrar, triquinosis mediante, que uno no era un converso segundón:“La cultura de la carne la llevamos desde que nacemos –comenta el periodista Javier Morales, autor de El día que dejé de comer animales (Sílex)–. Como el machismo, eliminarlo de nuestra forma de ver el mundo es muy complicado. Pero, precisamente, la cultura se caracteriza por evolucionar. También existían esclavos como parte de la cultura, sin ellos hubiera sido imposible que la estructura económica y social hubiera seguido sosteniéndose, nos habrían dicho”.
Las cifras señalan que el cambio en tendencias de consumo es cierto. La réplica, sin embargo, sostiene que es vegano quien puede. Que el reducir o renunciar al consumo de carne tiene mucho de elitismo. Como decíamos: lo que comes te señala, de siempre.
Para Gustavo Alés, más allá de moda, cultura o concienciación, geografía es destino.O debería serlo:“Hemos sido durante muchos siglos un país de trashumancia. Fuimos un imperio gracias a la trashumancia y la lana merina. Ecosistemas como Monfragüe, Doñana... en cuanto se ha quitado la ganadería, se han degradado. Nuestro ganado ha de estar, pero no de cualquier manera:hemos de hacer que se mueva, que pastoree. Hay que imitar al lobo: que se muevan agrupados, que no hagan caminos, que pisoteen, que emigren”.
Los movimientos ecologistas señalan que hay prácticas agrarias que pueden reducir el cambio climático y son fáciles de implementar, como la reducción de fertilizantes, el uso de cubiertas vegetales, el aumento de la producción de arroz, el empleo de piensos no competitivos con la alimentación humana y, también, la reducción de la demanda de carne en los países desarrollados. Sin embargo, la producción y el consumo de carne se enfrentan –señalan los informes de Ecologistas en Acción, de Greenpeace– a una paradoja importante: aspirar a que toda la población mundial pueda acceder a comer carne es difícil. Pretender que sea ecológica, con el coste de recursos que supone, impensable.
Gustavo Alés, sin embargo, niega la mayor: “Podría demostrarte, sobre el papel y con un poco más de tiempo, visitando fincas, que es posible. Pensamos que sólo el animal necesitaba a la hierba pero también funciona en sentido contrario. Ocurre que tenemos fincas de protección, sin depredadores; se han perdido las trashumancias y el descanso de los pastos. Porque también se puede hacer ganadería extensiva mal, y trashumancia, mal. No basta con ser pastor: o, más bien, para ser pastor hay que entender los ecosistemas y la naturaleza. El rol de ganadero, además, está degradado: uno lo imagina como un bruto ignorante. No hay gente joven: no sólo se ha reducido el número de personas en el campo, sino que se ha ido virando hacia un sistema cada vez más dependiente”.
“No se habla del color de las inundaciones –ilustra Alés–. Los ríos azules, como los que pintábamos en nuestra infancia, indican un suelo que no está desnudo, pero las inundaciones siempre son marrones: hablan de un territorio en proceso de desertización. Los procesos de erosión críticos proceden de modelos agrícolas exclusivos de cereales, sin otro tipo de cultivo o vegetación, que no capturan el agua. Cuando España era un territorio principalmente ganadero, el agua también era azul. ¿Cuántas tierras de dehesas se desmontaron durante los años 50, Fuentedecantos, Carmona...? Ese es el resultado”.
La carne de ave, el recurso frente al descenso de consumo
El consumo de carne en nuestro país disminuye año tras año. Pero parece que el dato sólo afecte a la carne roja: según los datos de consumo del INE, el consumo de carne de ave ha pasado de 517.000 kilos en 2006, a 632.000 en 2015. Por hogar, nos corresponden 34,4 kilos y, por persona, 13,8. La carne de cerdo tiene la peculiaridad de mantenerse: 347.000 kilos marcaron el total de su consumo en 2015, con una media por hogar de 18,9 kg; y de 7,6 kilos por persona. Ha disminuido, bastante, el consumo de carne de vacuno:de 330.000 kilos de consumo total en 2006 se pasó a 215.000 en 2015. La media actual por hogar es de 11,7 kilos y, por persona, de 4,7 kilos. Pero son cabra y cordero quienes viven una clara recesión:en 2006, nos zampábamos 90.000 kilos de ambos al año; en 2015, llegamos a 15.000 kilos en total; mientras que su consumo por hogar es de 2,9 kilos y, por persona, de 1,2.
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