Viaje al interior de la bestia

Galería del crimen. Capítulo 11

 Media vida delinquiendo y media vida en la cárcel: así es Bernardo Montoya, el autor del asesinato de la joven profesora de dibujo Laura Luelmo en 2018 en un pueblo de Huelva  

Miguel Guillén
Miguel Guillén
Pedro Ingelmo

29 de junio 2024 - 07:59

“No me dejéis salir de la cárcel porque lo volveré a hacer”. Bernardo Montoya, el asesino de la joven profesora de dibujo Laura Luelmo en Campillo, un pequeño pueblo de Huelva, en diciembre de 2018, es una criatura puesta en este mundo para hacer el mal. Nació alimaña y morirá alimaña. Su único hábitat posible, para su seguridad y la de los demás, es la prisión, donde ha pasado la mayor parte de su vida. Tal vez ni sea achacable a él. Fue alumbrado con el instinto de la perversidad y, lo que es peor, no vino solo, sino con Luciano, su hermano gemelo, cortado por el mismo patrón.

Los gemelos nacieron en Badajoz en 1968 y sus padres rápidamente se trasladaron con su extensa familia de nueve hijos a Lloret del Mar para poco después, en un maldito momento, decidir venirse sólo con los dos niños pequeños a afincarse definitivamente en el onubense pueblo de Cortegana. Y Cortegana ya no volvió a ser la misma.

En Cortegana vivía la abuela Carmen, que sólo tuvo un hijo, Manuel, el padre de los gemelos. Hasta ese momento Carmen era una mujer conocida y querida en el pueblo con muy buena relación con los payos. La presencia de los gemelos Montoya con sus continuos delitos y su violencia gratuita alteró desde su llegada la que hasta entonces había sido una pacífica convivencia de la comunidad gitana, compuesta por unos 250 vecinos y concentrada en el barrio de Las Eritas, con el resto de la localidad.

La primera hazaña que se reseña de los hermanos Montoya lo relató una compañera de clase de la EGB: quemaron el aula a la que, muy de vez en cuando, asistían al intentar trazar en la pared una Z con llamas, la Z del zorro.

Los gemelos se movían codo con codo por el pueblo desde la mañana a la madrugada. Inseparables, nadie los controlaba. Desde los trece años se sabe de sus pequeños hurtos, nada serio, pero ya eran conocidos como ladronzuelos. Roban de todo, pero sobre todo gasolina de los depósitos para ir a cometer más delitos en los pueblos cercanos en un destartalado R-12. A finales de los 80, los dos hermanos son un par de enganchados más a la heroína que se emparentan con otra familia gitana, los Aguilera, contrayendo matrimonio con dos primas. Tienen hijos. Luciano se independiza de la casa de la abuela y se va a vivir a Las Eritas, a un piso de protección oficial que les han concedido. Bernardo se queda en la casa de la abuela con su mujer, su hijo y su hija. No mucho tiempo. La mujer decide separarse y se lleva a los niños. Bernardo no le daba buena vida. Más exactamente, se la daba mala.

El crimen de Cecilia

Su escalada como delincuente alcanzó su momento más alto cuando Bernardo contaba 27 años, al poco de que su mujer le abandonara. Entró a robar en la casa de Cecilia, una anciana de 82 años, que le sorprendió en su interior. Su reacción fue apuñalarla en la garganta y salir corriendo. Cecilia sobrevivió para denunciarle y fue detenido para luego ser puesto en libertad a la espera de juicio. Iban a acusarle de allanamiento de morada y lesiones. Entonces no tuvo mejor idea que acabar con la principal testigo de cargo, Cecilia. Se volvió a colar en su casa por una ventana y se escondió detrás de la puerta del dormitorio. Cuando Cecilia entró en su cuarto, Montoya le asestó una cuchillada en la espalda y luego remató la faena apuñalándola otras seis veces, aunque es posible que la anciana muriera con la segunda. Era un 12 de diciembre de 1995; el mismo día, un 12 de diciembre, pero 23 años después, asesinó a Laura Luelmo. Se cumplió lo que la anciana no paraba de decir a quien quisiera oírla: “Este hombre va a venir cualquier día a matarme”.

Bernardo Montoya fue condenado a 17 años de prisión por la muerte de Cecilia, pero su abogado logró colar su adicción a la cocaína y la heroína, que consumía desde la adolescencia, como un atenuante. “En el momento de los hechos tenía levemente afectada su voluntad”, se podía leer en la sentencia.

Bernardo Montoya tras ser detenido en 1995 por el asesinato de una anciana en Cortegana
Bernardo Montoya tras ser detenido en 1995 por el asesinato de una anciana en Cortegana

El ingreso en prisión no supondría el descanso para los vecinos de Cortegana. Aún quedaba Luciano. Luciano sigue los pasos de su hermano. Adicto como él, sus robos en Cortgegana y en los pueblos cercanos son el pan de cada día. El 15 de octubre del año 2000 entra de madrugada en un pub de Cortegana donde se encuentra Carmen Martínez, de 36 años, separada y con dos hijos, pasando la noche con unas amigas. Luciano hurga en el bolso de Carmen sin que ella se dé cuenta y se queda con unas tarjetas bancarias y unas llaves. Carmen ya se había percatado de la presencia de Luciano en el disco-bar por lo que no tiene dudas de quién ha sido el responsable cuando descubre que no están en su bolso ni las tarjetas ni las llaves. Camino de la Guardia Civil, cuando va a presentar su denuncia, se cruza con Luciano y le recrimina el robo, que él niega. Siguiendo el mismo razonamiento que su hermano y con las mismas escasas luces que él cinco años antes, esa misma noche decide colarse en la casa de Carmen y aguarda a que llegue de presentar la denuncia. Quiere eliminar a la testigo. Si la mata, no podrá testificar contra él. Para tapar un robo, un asesinato. Y, tal como hizo Bernardo con la anciana, cuando ella entra en la casa la agarra por detrás y le clava un cuchillo en el tórax y la garganta. Es detenido a las pocas horas. El autor no podía ser otro. Le encuentran en su casa viendo la televisión.

El pueblo estalla, se convoca una manifestación y una parte de ella se desvía hacia el barrio de Las Eritas donde queman coches y establos. La comunidad gitana, aterrorizada, se refugia en sus casas esperando que pase la ola de violencia. En la prensa nacional de la época aparece el pueblo en grandes titulares como invadido por un “brote racista”. El comisariado gitano denuncia los desmanes: “Varios niños víctimas de graves quemaduras. Centenares de personas forzadas al destierro. Decenas de hogares destrozados en el transcurso de movilizaciones en las que millares de manifestantes -en algún caso con la colaboración de ediles actuando como banderín de enganche del odio vecinal- prestaron, con sus enardecidos gritos, el aliento necesario a los grupos ejecutores de los daños, aplaudidos por muchos más”.

Mientras, en el módulo 6 de la cárcel de Puerto III, tratan de domar a Bernardo Montoya. Los funcionarios recuerdan que en los primeros meses el preso Montoya tuvo varios arrebatos de furia. Se golpeaba la cabeza contra las paredes, empujaba a otros presos, amenazaba con suicidarse en el gimnasio… El incidente más grave fue cuando agredió a uno de los funcionarios con un palo de escoba que él mismo había roto. Intentó clavárselo sin éxito. El funcionario se pudo escapar por los pelos. El motivo fue que le denegaron el permiso para acudir al funeral de su madre por considerar que existía riesgo de fuga.

Fue castigado con catorce días en la celda de aislamiento y cuando salió de allí su actitud cambió.

Cuando fue trasladado a la cárcel de Huelva de manera definitiva ya era un preso manso. No se apuntó a los cursos de reeducación al que suelen inscribirse casi todos los internos con delitos de violencia de género aunque sólo sea para obtener beneficios penitenciarios. Las prisiones españolas cuentan con 18 tratamientos psicoeducativos y terapéuticos, incluido uno centrado en el control de las explosiones de ira. A Bernardo Montoya no le interesó ni ese ni ninguno, pero sí mostró interés por realizar algunos trabajos dentro del recinto como soldador o carpintero, por lo que le destinaron al departamento de mantenimiento. Era oficialmente el cerrajero de la cárcel. La convivencia con el resto de presos era buena, hizo amigos, era respetuoso con los funcionarios, se apuntó a un curso de alicatado y, como premio, se le traslado a un módulo de respeto. Con el tiempo ascendió a la categoría de ‘preso de confianza’.

En uno de sus permisos carcelarios, en 2008, Bernardo Montoya no tiene muy claro a dónde ir. No puede presentarse en Cortegana porque tiene una orden de alejamiento del pueblo y aún están calientes los ataques contra la comunidad gitana. Recuerda entonces la casa que su padre tenía en el número 1 de la calle Córdoba en El Campillo, que es un pueblecito de unos pocos habitantes cerca de Nerva y de donde procede esa rama de los Montoya. La casa es antigua, de 1900, y pequeña, de unos 49 metros cuadrados. Se presenta allí con un Alfa Romeo negro matrícula de Badajoz, sus inquietantes greñas y un aspecto descuidado. Los vecinos le recuerdan en camisetas de tirantes sentado en la puerta de la casa en una silla dejando pasar el tiempo fumando un cigarro tras otro y bebiendo vino barato. Le bautizan como el gitano nuevo. Un sábado, completamente borracho, se tambalea por el parque de Los Cipreses de El Campillo sobre las siete de la tarde, aún de día, y se cruza con una joven peluquera de 27 años que está paseando a su perro, un pastor alemán. Sin medir sus fuerzas se abalanza sobre ella armado con un cuchillo con la intención de agredirla sexualmente. El perro defiende a su dueña y Bernardo Montoya trata de quitárselo de encima propinándole una cuchillada de quince centímetros, pero el perro no suelta la presa hasta que la chica puede huir y Bernardo Montoya se queda tirado en el suelo. Por este delito tendría que sumar tres años más a su condena.

En la cárcel de Huelva había conocido a Josefa, una reclusa del módulo de mujeres, nieta de una de las históricas del menudeo de droga en Jerez en los años 80, cuando con más virulencia se cebaba la epidemia de la heroína. Se hicieron pareja y cuando ella salió de prisión, él esperó a su siguiente permiso para reunirse con ella. Lo consigue en las Navidades de 2009. Siete días. Tendrá que volver cuando acaben las celebraciones, pero éstas pasan y Bernardo no vuelve a la cárcel. Se encuentra en Jerez, viviendo con su novia en a la barriada de Icovesa. Los vecinos le recuerdan vagamente. “Se dedicaban a la venta ambulante en los mercadillos de la provincia. Cuando él venía llevaba la furgoneta blanca y la llenaba de zapatillas de deporte de marcas falsas. Nadie se atrevía a tocar su furgoneta. El tío imponía. Sólo la mirada daba miedo”. Nadie sabía que estaba en busca y captura. En algún momento Josefa y Bernardo Montoya rompen no queda muy claro por qué. Sin pareja parece que Bernardo Montoya no tiene muy claro qué hacer por lo que en octubre de 2010, para sorpresa de los propios funcionarios, se presenta voluntariamente en la cárcel para cumplir lo que le queda de condena. Por este quebrantamiento sólo le caen seis meses más.

Vuelta a Huelva

En 2015 Bernardo Montoya ya ha cumplido todas sus condenas y puede volver a Cortegana. Se instala en la nueva casa que ha adquirido su padre en el pueblo tras vender la de la abuela, ya fallecida. No tarda ni una horas en delinquir. Se mete en la casa de una vecina, anciana como Cecilia, para ver qué pilla y lo que encuentra es a la anciana en la casa, que sale corriendo a gritar que la están robando. Huye. Inexplicablemente, a la mañana siguiente vuelve a intentarlo pegándole un tirón al bolso de otra anciana, ésta de 85 años, que cae al suelo. No tardan ni unos minutos en darle caza. Un grupo de vecinos y el propio Ayuntamiento firman un escrito que envían al cuartelillo de la Guardia Civil para que se eleve donde sea pertinente y que se ordene la expulsión de Bernardo de Montoya del pueblo para siempre. Ahora le caen otros dos años y diez meses más de condena por esos robos. Aprovecha ese tiempo para echarse otra novia en la cárcel con la que olvidar a Josefa.

En 2018 Bernardo Montoya vuelve a ser un hombre libre, como en 2015. Por lo que sea, prefiere no ir a Cortegana. Coge su viejo alfa romeo negro y se traslada a El Campillo, a la casa de la familia en el número 1 de la calle Córdoba, a decidir qué hace con su vida. Justo en frente su padre había comprado un solar hace unos años y había construido una casa de nueva planta, un poco más grande que la suya, de unos 60 metros. No había salido mal la operación porque al poco tiempo se la había vendido a una profesora de un instituto de Nerva. Bernardo Montoya no tiene ningún plan, nada a la vista hasta el 15 de diciembre, cuando tiene concertado un encuentro vis a vis con su novia de la cárcel de Huelva. Una semana antes, aparece en la casa que había construido su padre una chica joven, de unos veintitantos, muy guapa. Al parecer es también profesora en el mismo instituto que la dueña, tiene acento castellano, de Zamora. Acaba de llegar a Huelva y la propietaria se la habrá prestado mientras encuentra otro alojamiento. Bernardo Montoya se embelesa cuando la ve salir por las tardes a correr por el campo. Se nota a la legua que no es del agrado de la chica porque él intenta entablar conversación y ella contesta con monosílabos. No para de observarla, de espiarla, a través de su ventanuco y eso está haciendo esa tarde cuando ella llega cargada con las bolsas del supermercado. Sí, acudirá al vis a vis el viernes con su novia de la cárcel. Pero antes tiene que hacer algo. Se lo dicta su instinto.  

stats