El sueño eterno de Rafael Ricardi

Galería del crimen. Capítulo 7

La próxima semana se cumplirán diez años de la muerte del hombre que pasó trece años en la cárcel por unas violaciones en El Puerto de Santa María que no había cometido

Y Lele encontró la muerte cuando sólo buscaba la paz

El sueño eterno de Rafael Ricardi
Pedro Ingelmo

01 de junio 2024 - 06:00

La próxima semana se cumplen diez años de la muerte de un perdedor, un hombre analfabeto que pasó su juventud enganchado a la heroína, pagó por un crimen que no cometió y, cuando iba a empezar a vivir, se murió. Se llamaba Rafael Ricardi.

En el verano de 2008 acudí a la prisión de Topas, en Salamanca, a cubrir la salida de prisión de Ricardi. Había pasado allí trece años acusado de dos violaciones. Lo detuvieron en El Puerto de Santa María en 1995 en el puente en el que dormía todas las noches. "Fue ahí. Vinieron tres policías, no sé de dónde salieron. En ese sitio pasé mi último momento en libertad, estaba durmiendo. Del sueño a la cárcel, aunque a veces tengo la sensación de que nunca he dejado de soñar, que mi vida es todo el rato un sueño". Por entonces Ricardi era un enganchado más como tantos había. Ese año la Bahía de Cádiz sufría una oleada de agresiones sexuales. Diez hubo en pocos meses. Una de las víctimas declaró que su agresor tenía un estrabismo en el ojo izquierdo, como Ricardi. En la rueda de reconocimiento, la víctima se ratificó: era él. No era él, pero lo curioso es que Ricardi aceptó la condena. Dijo que sí, que vale, quizá entonces pensó que la cárcel no podía ser peor que la calle, donde vivía sólo para conseguir una dosis y se alimentaba de las carmelas que le daba la mujer que atendía en la cafetería Rosi, en la Ribera del Marisco. Le cayeron 19 años.

El error

Una vez detenido Ricardi, las violaciones continuaron y no cesaron hasta el año 2000. Poco tiempo después se produjo la casualidad. En una comprobación penitenciaria de ADN saltó la coincidencia. Había un preso en Puerto 2 cuyo ADN coincidía con el caso de las violaciones. Se trataba de un vecino de Jerez, algo más alto que Ricardi. Y tenía un estrabismo en el ojo izquierdo.

A pesar de esta evidencia, Ricardi tardaría todavía tres años en salir de la cárcel. Y ese día yo estaba allí en la puerta y él estaba dentro fumando un cigarro tras otro, dando vueltas al patio en compañía de Alvarito y El Viejo, sus dos compañeros de chabolo. Alvarito era joven, estaba allí por hackear bancos. “Se metía en las cuentas de los bancos y trasladaba el dinero a sus cuentas. No robaba a nadie, robaba a los bancos y fíjate ahora de lo que nos hemos enterado: que los bancos nos robaban a nosotros", me contaba años después Ricardi. El otro colega, El Viejo, cumplía nueve años por un alijo de chocolate. “Muchos años por chocolate, ¿no crees?, que qué daño hace el chocolate. El caballo, eso sí era malo, que me lo digan a mí, pero el chocolate...".

La cuestión es que la orden de libertad no llegaba y no llegaba y Ricardi se desesperaba. Burocracia hasta el último momento. Qué fácil entrar y qué difícil salir. Cuando al fin le dijeron coge el petate Rafael, que te vas, Rafael salió como un toro del toril, pero lo que se encontró no se lo esperaba. Cámaras de televisión le rodeaban, las cámaras de fotos disparaban, un enjambre de periodistas le preguntaban cosas… Percibí que se mareaba un poco, luego me lo explicó: “Nos pasa a todos los presos. Tenemos problemas de vista porque nos acostumbramos a la distancia corta, a la distancia de la pared del chabolo. Es un sitio de cinco metros de largo por dos y medio de ancho. Nos sacaban de 9 a 2 y luego nos volvían a chapar hasta las cuatro y media y luego volvías a chapar a las ocho y ya hasta las 9. Entonces eso, que acostumbras la vista y ahora veo todo esto hasta tan lejos…”

Rafael Ricardi con su petate el día que salió de la cárcel de Topas, en 2008. / Fito Carreto

Fui con él en el coche, junto a su abogada de la Asociación de Derechos Humanos que se ofreció a prestarle asistencia legal gratuita. Sin ellos es posible que Ricardi no hubiera salido de la cárcel hasta el final de la condena, si es que el sistema penitenciario no se olvidaba de él, lo que tampoco hubiera sido de extrañar. ¿Quién se iba a preocupar de un pobre diablo que no sabía leer ni escribir y que se había resignado a su suerte? Él sabía que no había violado a nadie, pero pensaba que tenía muchas otras cosas por las que penar, por todos sus errores, así que llegó a ver su encierro como algo natural.

Lo primero que hizo en libertad fue llamar a su hija. Porque Ricardi no tenía una hija, tenía dos. Una hija y un hijo. La abogada le tendió el teléfono. Ricardi lo miró como si fuera un objeto llegado del futuro. Cuando él ingresó en prisión, en 1996, apenas había teléfonos móviles y, desde luego, en su restringido círculo de yonquis de El Puerto no era algo que se estilase. “Macarena, ya estoy fuera”, dijo y se le saltaron unas lagrimillas porque al otro lado no estaba la niña de ocho años que él dejó sino toda una mujer de 21 que ya le había dado su primer nieto.

Ya en el coche fue complicado sostener una conversación. Yo ya pensaba que sería difícil porque querría contemplar los paisajes, el espacio abierto, pero en lo que estaba absorto era en el GPS. Le explicamos que guiaba el camino por el que íbamos. “Ya, ya…” “Recoge la información de un satélite”. “Un satélite..” “Sí, allí arriba, en el espacio”. “En el espacio…”

A la altura de Béjar paramos en un restaurante de carretera. Pedimos unas cervezas un plato de jamón y otro de queso, pero no fue capaz de probar bocado. Decía que tenía el estómago cerrado, los nervios del día, date cuenta, que es bonita la libertad, pero qué es la libertad. Ricardi se iba a enfrentar a algo desconocido. Normal lo del estómago cerrado. “¿Qué es lo que te gusta, Rafael, el flamenco?” “Sí, el flamenco me gusta mucho”. “¿Quién?” “Camarón”. “Pues Camarón ya va a ser que no. ¿Conoces al Capullo de Jerez?” “Qué va. No conozco a ninguno nuevo”. “¿No escuchabas flamenco en la cárcel?”. “No, allí sólo se escuchaba el bakalao ese”. “Ya, el chunda chunda”. “Sí, eso”. “¿Y ahora qué? ¿Qué tienes pensado?”. “Bueno, tranquilizarme”. “Ibas a clase en la cárcel, ¿qué tal se te dio?” “Cuatro años en el colegio, pero qué va, no se me quedaban las letras”. “Ahora volverás a intentarlo”. “No, yo creo que ya no”.

Durante las semanas siguientes Ricardi se convirtió en una estrella televisiva. Le llamaron de todos los programas de la época. Corazón, corazón, Espejo público, La Noria... Se ganó un dinerillo con ello mientras se arreglaba lo de su indemnización. El Estado tendría que pagarle por haberle tenido encerrado trece años, pero esto no era de hoy para mañana. De hecho, tardaron bastante más.

Cuando se apagan los focos

Un año después de su salida de la cárcel fui a verle a El Puerto. Tenía buen aspecto, pero seguía siendo el hombre desconcertado al que conocí en la puerta de la cárcel de Topas cuando casi se marea con las cámaras y los periodistas. Me reconoció que le costaba adaptarse a la vida en libertad por la sencilla razón de que, en realidad, nunca había tenido esa vida. Iba a llevar a su nieto al colegio, lo recogía, pero estaba incómodo. Sentía que le perseguían. "A veces pienso que me vigilan, que alguien me sigue. Yo creo que sí. ¿Qué vas a pensar cuando ves a una misma persona en los lugares donde tú estás hasta que desaparece cuando coges el camino de casa? ¿Libre? Yo no soy libre. Aún no me siento libre”.

Me contó su experiencia en televisión, que al principio se ponía muy nervioso pero que luego entendió que lo único que tenía que hacer era contar su historia y que la gente ponía caras de cómo ha podido pasarle esto a este hombre. Por El Puerto a veces se cruzaba con algunos de sus viejos colegas, los colegas del jaco, aunque, me dijo, ya quedaban pocos porque la mayoría o estaban muertos o estaban en la cárcel. "Les digo hola qué tal, pero no hablo con ellos, no quiero riesgos. Luego hay otros dos que sí, que se han rehabilitado y les pregunto por sus hijos y ellos por los míos".

En el año 2014 las televisiones ya se habían olvidado de él y Ricardi había superado unos cuantos baches. Su hija se había ido a trabajar a Mallorca y vivía con su hijo, con el que se había ganado un dinerillo llevando una caseta en la feria de El Puerto. Al fin había llegado la indemnización. Se fijó en 550.000 euros. Con el dinero se había comprado un buen piso en la calle Cruces. Ricardi ya había cumplido los 54 años y se disponía a enfilar la recta final de la vida con tranquilidad, bien despierto, disfrutando de la porción de vida que se le entregaba. Una vida de verdad, no lo que había tenido hasta ahora. Pero el 5 de junio se fue a dormir la siesta y ya no despertó. Murió durmiendo de una parada cardio respiratoria.

Ricardi me había contado que, desde que salió de la cárcel tenía un sueño recurrente que no se lo podía quitar de la cabeza: Un rumano se le acerca en el patio de la prisión de Topas y le dice en un inconexo castellano que le va a enseñar lo que hace con los violadores. Ricardi acepta el reto, pero sugiere que la pelea no sea en el patio y le invita a las duchas. Allí nunca hay nadie. En el sitio convenido se intercambian golpes y patadas. Hay mucha sangre, sangre de los dos. La sangre de los dos se va por el desagüe. Todo está teñido de sangre. Y entonces se despertaba sudando. Porque ese rumano existió, aunque esa pelea nunca se produjo, porque ese rumano le persiguió en sueños cuando él salió de la cárcel, por ese rumano el Estado le pagó 550.000 euros, por ese sueño eterno, por la pesadilla eterna que fue la vida de Rafael Ricardi.

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