Wellington en Valcárcel: el baile de los locos

el pastillero

El histórico edificio gaditano, que tantos dolores de cabeza ha provocado sobre su uso, acogió durante la Guerra de Independencia un baile en honor del General en Jefe de las tropas españolas

Se cuenta que, para celebrarlo, tuvieron que sacar a los enfermos mentales que ocupaban la parte baja de la construcción, entonces Hospicio Provincial

Educación se aleja de Valcárcel

Interior del edificio de Valcárcel, abandonado desde hace años.
Interior del edificio de Valcárcel, abandonado desde hace años. / Lourdes de Vicente

El caso Valcárcel es uno de los tantos expedientes llenos de incógnitas y misterio que encontramos en Cádiz. Uno de los edificios más significativos de la capital gaditana, en un emplazamiento mimado, lleva décadas en desuso. Mientras de la mesa se han ido cayendo distintas propuestas -hotel de lujo, facultad de Educación-, el edificio espera su destino final, que confiemos no sea la absoluta ruina -no deja de ser sangrante que la única iniciativa que intentó darle algún uso, habilitando parte de su inmensa estructura, fueran los colectivos del ya lejano 15M- 

Además de su potencia arquitectónica, Valcárcel tiene peso como sitio histórico, habiendo ejercido de antiguo Hospicio Provincial. Sus paredes acogieron, además, una de las anécdotas más jugosas del ciclo de las Cortes en Cádiz, tan maravillosa que parece embuste -y lo mismo, lo es-.

Pero a ella vamos. Sabida es la relación del duque de Wellington con Cádiz, ciudad a la que lo ligaba no sólo su condición de comandante de las tropas angloespañolas durante la Guerra de Independencia, sino el ser hermano del embajador inglés en el país, Henry Wellesley, que estaba alojado en la ciudad (en la finca que ocupa en la actualidad el Hotel Áurea, esquina entre Tinte y Sagasta). Si al militar lo precedía su fama de austero, Henry se haría famoso por sus fiestas -nadie lo diría viendo sus retratos-, que organizaba para contribuir a la moral de la ciudad sitiada, además de costear fuegos artificiales, bailes y conciertos. 

En la Navidad de 1812, Arthur Wellington llegó a Cádiz, alojándose en el número 3 de la calle Veedor -marcado con preceptiva placa conmemorativa-. Entenderán que era el hombre, el héroe, el todo del momento. "La condesa de Benavente, duquesa viuda de Osuna, lo invitó a un gran banquete, seguido de un baile, para los cuales cada uno de los 28 grandes que se encontraban en Cádiz contribuyó con 1.000 duros, celebrándose el baile en la Casa de la Misericordia (Hospicio Provincial)", cuenta José María León en En torno a las Cortes de Cádiz

Un baile digno de Jane Austen en nuestro malogrado Valcárcel. Qué emoción. 

Se escogió este edificio porque era el único de suficientes proporciones como para acoger un evento semejante, en una población que estaba hipersaturada, reventando su censo habitual con diputados, sirvientes, huidos. El único problema lo constituía la fauna del lugar -que habrían dicho los grandes y posibles-: ¿cómo llevar al victorioso Wellington a un sitio repleto de desheredados? Pues por supuesto que habría que vaciarlo, faltaría más. Lunáticos y mendigos, fuera. Y se dice que, en el momento de evacuar a las gentes de la planta baja, alguien -recoge el poeta Pablo de Jérica- le preguntó qué ocurría a aquel delirante grupo que pululaba por la calle: "Es que vienen unos locos muy principales -contestó uno de ellos-, y les estamos dejando sitio". 

Brillante por sí mismo, no es el único momento de oro que provocó la presencia wellingtoniana. La mencionada duquesa de Osuna había recibido el aviso de que los manjares del banquete habían sido envenenados -"¿Es que nunca van a terminar las desgracias? Mis pobres nervios"-. Wellington, que ya estaba mareado de dar vueltas por la península de destino en destino, se tomó a coña el tema, ofreciéndose para ser el primero en probar el menú. Así que entraron las mujeres, con estilismos dignos de portada del Hola; entró el General en Jefe de las tropas españolas y, seguidamente, cerró las puertas la sala. Cenó él solito rodeado de mujeres y, cuando consideró oportuno dejar pasar a los señores, apenas quedaban las sobras. En efecto, los 1.000 duros peor invertidos del momento. Motivos tenía el inglés para celebrar: fue precisamente durante esa cena cuando le comunicaron -"en unos pliegos urgentísimos"- que Napoleón había sido derrotado en Moscú. 

Y a Valcárcel, nadie lo quiere. 

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