Ángel Mendoza diseña un GPS del desencanto en su nuevo poemario
“Mal de tiempo”, publicado por Renacimiento y ganador del Vpremio Juana de Castro, cierra con sus versos la etapa de la vida en la que “los miedos juveniles se hacen realidad”
Mal de tiempo andamos todos a determinada edad y también, a determinada edad, cuando ya has vivido más de lo que vas a vivir, hay un mal que nos aqueja que es el del paso del tiempo. El juego de palabras de Ángel Mendoza (El Puerto, 1969), próximo a los 50 años, es evidente en su nuevo poemario, el séptimo, publicado por Renacimiento y ganador del V Premio de Poesía Juana de Castro. Casi va a premio por poemario, una producción que se ha desarrollado durante los últimos veinte años.
“Me ha salido algo sombrío, lo reconozco”, me dice mientras charlamos en un café de El Puerto con la hora pisándonos los talones. No existe ningún plan preconcebido en la obra de Mendoza, generalmente admirada como demuestra el currículo editorial. Ha sido publicado por casi todos los sellos respetados: Hiperion, Pre-Textos, Renacimiento por dos veces... Sin embargo, sus libros se sabe cuándo acaban, pero no cuándo empiezan. “Escribo poemas y cuando tienen un cuerpo, cuando veo una historia, aunque no sea una estructura narrativa, pero sí hay una línea que los enlaza, sé que existe un libro. Es el momento en que releo, corrijo y llega el momento en que ni sobra ni falta nada. Es cuando tengo la certeza de que el libro no puede seguir creciendo y si quito algo, lo mutilo”.
Sí que se ha dado cuenta mirando atrás que sus libros sirven para estructurar momentos de su vida, momentos que incluso pueden ser comunes. Es decir, experiencias vitales que bien podrían estar relacionadas con los hitos de las edades. En Mal de tiempo, cuyos poemas crecieron en una etapa de cambios en su vida, se ha desarrollado el sentimiento “en el que se hacen realidad los miedos juveniles. Temía de niño a perder a mi padre, y ya no está; temía quedarme solo, y me he quedado solo. Empiezas a ser consciente de que el tiempo es finito y cada vez duele más el reflejo de lo que uno es. Has quemado etapas y percibes que no hay tiempo para empezar otras. Diríamos que es esa enfermedad del tiempo que te va llevando a la tumba”.
Además, profesor como es, su destino estos últimos años ha estado en la prisión de Puerto 3, dando clases a convictos. “Es imposible que no te vaya marcando. La convivencia con vidas tan golpeadas te afecta, pero también te hace relativizar”. Por eso, ante la impresión de que, citando a Lowry, nos encontramos ante un libro oscuro como la tumba donde yace mi amigo (“y esa casa era mi casa, y hoy me habitan sus desastres”, dice en el poema Calle San Sebastián, número 17), Mendoza matiza que “también hay poemas luminosos con dosis de esperanza”.
Y leyendo este hermoso libro es cierto que descubres esos haces de luz entre miradas, es cierto, pesimistas que pueden llegar a funcionar como un GPS que te dirige por el desencanto, ese desencanto de que el tiempo haya volado tras tuya y que no hayas sabido aprehender en su momento todo el valor. Aunque quién va a pensar en eso cuando el tiempo es goce. O eso recordamos. “Intento recordar que el tiempo era amable y desprendido con nosotros”, dice en su poema Familia.
Los poemas dedicados a su madre y a su hija, dos tiempos tan distintos, dice que son los que más tiempo le ha llevado moldear y son, de algún modo, los que le han mostrado que el libro que no sabía que escribía era un libro. Es ese momento mágico en el que se pone fin “a la catarsis. Ahora estoy en otra etapa. Mis libros me marcan un ciclo. Ahora dejo de escribir que los poemas ya volverán”.
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