Capítulo 1: Algeciras, verano de 1936
-Não mate o meu António, por favor, não matá-lo.
La portuguesa iba y venía por los corredores del Gobierno Militar en aquellos días de julio, con la humedad empapando los charnaques, y los oficiales con las botas limpias como si fueran a marcar de un momento a otro el paso de la oca por las orillas del estrecho de Gibraltar.
-¿Quién coño ha dejado entrar a semejante loca?
El ayudante del general Coco era un zangolotino que andaba muerto de jindama y lo disimulaba dando más voces de la cuenta. Pero había visto venir a aquella mujer de los alaridos, tan llena de lágrimas como muchas otras en aquellos días sin más rumbo que los paredones: «¿Quién coño la ha dejado pasar hasta aquí?», preguntaba a su derredor sin obtener respuesta. Lo cierto es que no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo Luzia Gomes, a voz en grito, como si se le fuera la vida en cada palabra. La acompañaba una niña minúscula que no dejaba de mirarle: «¿Qué ha dicho, cómo es que esa pequeña habla?», preguntaba como si alguien pudiera responder. Olía a coles y a sangre en el viejo caserón macizo del siglo xviii que había inaugurado el general Castaños, el héroe de Bailén, en los callejones que daban por entonces al río de la Miel, con su aroma a jabón de lavandera sepultado bajo el hedor de las basuras y el plomo de los tiros.
En Algeciras, durante el verano de 1936, no hubo guerra, pero hubo muerte. Los tiros sonaban por la noche como campanadas para un funeral caprichoso. Los golpistas habían decidido darle matarile a todo aquel liberal que no hubiera puesto tierra de por medio y huido del pueblo rumbo al frente del Gobierno legítimo de la Segunda República.
A Antonio Sánchez Pecino lo habrían detenido por su filiación izquierdista, pero nadie sabría decirlo a ciencia cierta. Era un tiempo de delaciones, de sacas y venganza, de caínes sempiternos. Y él solo era un superviviente, a fin de cuentas. En aquellas horas no necesitaban demasiados otros motivos para acabar con la vida de quienes no fueran cómplices de la traición: lo mismo daba que se tratase del esperantista que daba clases en el Ateneo Libertario de la Villa Vieja, del periodista Miguel Puyol o de don Cayo Salvadores, el maestro que había sido de la Institución Libre de Enseñanza y al que sus propios alumnos asesinaron antes de que su mujer y sus hijos fueran desahuciados de su casa, en donde estuvo trabajando una de las hermanas de Antonio.
-Meu Antonio é um homem bom, não faz mal a ninguém, por que tê-lo na cadeia?
La portuguesa llevaba ya unos cuantos años en aquella ciudad del sur, pero todavía no se había acostumbrado a hablar su idioma, sobre todo cuando le corría prisa decir lo que pensaba, lo que le palpitaba en el corazón a cien por hora. En momentos como aquellos a Luzia Gomes Gonçalves le habría privado estar en su aldea de Montinho, junto a Monte Gordo, al sur de Portugal, no demasiado lejos de Castro Marín, en las tierras del Algarve donde la miseria se remansa con el mar, pero en donde la dictadura también iba a prender a Miguel Hernández con el reloj de oro que le regalaría Vicente Aleixandre por su boda, hasta despacharlo a la frontera e iniciar un largo vía crucis carcelario.
Pero la muchacha del Algarve estaba allí, en aquel otro sur de la Península a la que alguna vez José Saramago iba a definir como una balsa de piedra. Seguía siendo pobre y extranjera. Ignoraba a ciencia cierta cómo poner a salvo a su Antonio de aquel laberinto de malos modos y taconazos, en pleno zafarrancho de fusilamientos sumarísimos, sin juicio siquiera, en mitad de un infierno, con un sinfín de gritos y uniformes, zaragüelles y turbantes marroquíes, borlones de regulares y mucha gente dando órdenes a otra mucha gente.
La portuguesa se mostraba dispuesta a obedecerlas todas, con tal de que no matasen a su hombre, mientras los convoyes cruzaban el Estrecho con un potosí de balas que llevaban ya escrito el nombre de sus muertos. Algo se percibía claramente por encima del estrépito de las armas en el Gobierno Militar de Algeciras.
Era el pálpito de su angustia, reclamando que no la despojaran de la única propiedad que consideraba suya, la del amor tosco pero cierto de aquel tipo famélico, con ojos de hambre pero mirada de águila, cuya compaña la había librado de la peor miseria, que es la soledad.
En su jerga mestiza, ella soltaba su retahíla desesperada sin que el oficial supiera a ciencia cierta lo que le decía, que si estaba dispuesta a casarse como Dios mandara, que si pobrecita su niña recién nacida, que si el pan de la casa, que si su Antonio, su Antonio, su Antonio, aquel nombre como un mantra que inundara todos aquellos pasillos descalichados.
«Vamos a darles café a unos cuantos», tronaban los pistoleros con la vestimenta azul intenso, los correajes y la sed de tiro de gracia en mitad de la noche. Camaradas, arriba Falange Española. Eso significaba «café». Y lo sabían de sobra aquellos cuyos apellidos pronunciaban en la cárcel de Escopeteros, donde el poeta José Luis Cano conocería a un espiritista analfabeto -cuyo hijo muerto le dictaba romances de ultratumba cada noche- o a un funcionario de Correos que intentó matarse él mismo, pero sin suerte, por dos veces consecutivas no más escuchar su santo y seña, camino del pelotón de las ejecuciones. «Y la Iglesia estaba allí, santificándolo todo», tronaba José Luis Cano aún sesenta años más tarde con un deje de rabia incontenible.
El hombre de Luzia Gomes no estaba allí, pero tampoco en el palacete de la calle Ríos, donde todavía no había oído en Semana Santa cantar saetas como puñales a los gitanos: «Señora, ¿es que cree usted que metemos a los presos en cualquier sitio? Aquí solo hay oficinas».
No más saltar el alzamiento, Antonio Sánchez fue detenido y llevado hasta el cuartel que hoy sirve de frontera entre las calles Fuentenueva, Clemente VI, la Glorieta y Domingo Savio. Eso le explicó el militar larguirucho a Luzia Gomes para quitársela de encima. Aquella encrucijada todavía era un pedregal entre La Bajadilla, el barrio de aluvión en donde se habían refugiado, y el pueblo, la Algeciras que se alzaba sobre la loma de San Isidro, más allá de la carretera general, a la otra orilla del Garaje América, en la de las añejas bodegas de ladrillos rojos. El acuartelamiento se guarecía bajo un farallón de flores y matojos por donde en verano latía un apacible perfume a jazmines. No obstante, el aroma a dama de noche no lograba aliviar el olor a pólvora, al orín del miedo y al sudor de charnaque: «Allí -aseguraría años más tarde su hija María Sánchez Gomes- era donde encerraban a los que cogían para fusilar. Mi padre está vivo de milagro, porque aquella noche llegó un guardia al que le decían Tuno de Hierro, que le reconoció y que dijo que a aquel muchacho lo pusieran en la calle, porque no había hecho nada. Mi padre siempre me decía que no se le había quitado el miedo de la guerra y le daba repelús todo lo que tuviera que ver con aquello. Él me decía que yo era facha porque iba a misa y que, cuando vinieran los otros, me iba a enterar de lo que valía un peine. Con decirte que él estuvo un tiempo escondido en el Majar Alto, y todo. No es para menos, porque al otro día de haberle sacado del cuartel, se llevaron a todos los que estaban allí en unos camiones hasta las tapias del cementerio y los fusilaron».
Fueron horas desesperadas. Luzia se humilló ante un par de oficiales, pero no le prometieron nada: «Sí, es verdad que no nos casamos por la Iglesia. Pero fue hace dos años, y si lo hubiéramos hecho, nos hubieran apedreado», se justificaba en portuñol cuando el incienso cubría el olor a espanto.
«Se casaron por lo civil, porque entonces abucheaban a los que se casaban por la Iglesia», rememoraba su hija.
Así que cuando Luzia vio retornar a su hombre, vivo y coleando, como por ensalmo, le abrió sus brazos de joven matrona, con la esperanza vana de que nadie a quien quisiera tuviese que morir nunca.
Antonio Sánchez carecía de militancia política, pero antes y después de aquellos terribles sucesos, se reunía con amigos cuyo compromiso era mayor. Era el caso de los simpatizantes comunistas Paco el Sastre y el pescadero José Marín, al que detuvieron después de la guerra porque un empleado suyo lo denunció por dar refugio a fugitivos del franquismo que se exiliaban a Tánger.
«Pero Antonio no se metía en políticas», apostillaba años más tarde su buen amigo Reyes Benítez, quien tampoco gustaba de entrar en precisiones ideológicas sobre aquellos otros paisanos. El silencio, por aquel entonces, no era cobardía, sino precaución.
Claro que quizá Reyes Benítez no supiera que Antonio Sánchez también iba a casa de Marín a escuchar de tapadillo las emisiones de Radio Pirenaica y que, a su vez, hacía migas con su compadre Martín Ruiz, quien fue encarcelado y salió prácticamente ciego de prisión, «para morirse», según contaba María, la hija de Antonio.
María atribuyó siempre a esas amistades el hecho de que llegaran incluso a practicar varios registros en el hogar familiar: «En uno de ellos, vieron una fotografía de mi tío Manolo, preguntaron que qué hacía allí y, cuando les dijeron que era familia, les dejaron en paz». No en balde, su tío regentaba algunos de los cabarés que recorrían la noche desnuda de Algeciras: «Tal vez fuera porque ellos frecuentaban las casas de tratos y le habían reconocido».
Lo único que se sabía de sus ideas es que tiraban hacia la izquierda y que siempre fue profundamente anticlerical: «Él relataba mucho de un cura que hubo en La Palma que, aprovechándose del secreto de confesión, denunció a unos cuantos para que los fusilaran», agregaba, cómplice, Reyes, que fue amigo íntimo de Antonio durante media vida.
No fue la última vez que corrió peligro: «Mi padre -según precisaba María sobre otro episodio de aquella contienda- se había librado de su quinta por excedente de cupo. Había saltado la guerra ya hacía tiempo cuando lo movilizaron. No sé qué año fue, pero yo era muy chiquitilla, debía de tener dos años y medio o tres años. Lo cierto es que salió un tren cargado de soldados y mi padre iba en él, hacia no sé dónde. Mi madre me cogió de la mano, tomó a Ramón en brazos, que era chiquitito, y se plantó en el Gobierno Militar diciendo que era portuguesa y que la recibieran.
Entonces había muy buenas relaciones con Portugal, por lo del espionaje. El gobernador militar la recibió enseguida y ella le dijo que se había quedado sola con dos niños porque habían movilizado a mi padre. Mi madre cuenta que justo entonces me acerqué hacia él, le cogí del pantalón y le dije, con media lengua, que a mi padre lo iban a matar en la guerra. Se le saltaron dos lagrimones, me cogió en brazos y me dijo que eso no iba a pasar. Al otro día, el tren volvió a Algeciras con mi padre y con todos los demás. No volvieron a llamarlo nunca».
Quizá lo libró de nuevo el mismo oficial, que ya sabía de sobra que este golpe de Estado no iba a ser como el de Primo de Rivera y que se habría apiadado por segunda vez de aquella rara mujer de los gritos. Los viejos solían decirlo: en Algeciras, la guerra se notó poco, pero la represión llenó el lugar de miedo y de tumbas. Más de doscientos fusilados, según el historiador Luis Alberto del Castillo, encarcelamientos y brigadas de forzados que fueron siguiendo al avance del Ejército nacional. El único hecho de guerra tuvo lugar durante el bombardeo de la ciudad, a manos de la Armada republicana y del destructor Jaime I, que desmochó algunas palmeras por la Villa Vieja. También durante ese período, la familia de Antonio Sánchez logró sobrevivir a trancas y barrancas, por encima de venganzas personales y ajustes de cuentas más o menos relacionados con disidencias políticas.
Lo cierto es que aquel remoto día del verano de 1936, Antonio Sánchez Pecino salvó su vida. Y la de aquel niño futuro, el hijo de la portuguesa, al que alguna vez la historia habría de conocer con el sobrenombre de Paco de Lucía. Sobre las ruinas de aquellos cuarteles del corredor de la muerte, pronto se levantará un conservatorio con su santo y seña.
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