Carta de Hernán Cortés al presidente de Méjico
Tribuna
“España admitió a la América india en su modelo de sociedad, extremo éste que jamás concibieron franceses, ingleses u holandeses en sus colonias”, según Jesús Maeso de la Torre
Mi admirado don Andrés M. López Obrador.
Le escribo esta epístola confiado en el grandioso amor que ambos profesamos a la hermosa Méjico. Mire Vuesa Merced. No es nada nuevo para España que la voz de la animadversión y los tópicos difundidos por la Leyenda Negra, –que acechan constantemente y nunca prescriben–, emerjan de vez en cuando atizados por vientos populistas, que son fáciles de establecer y difíciles de destruir
Su perverso mecanismo, lejos de remitir, veo que persiste en la actualidad. Y esa severa crítica hacia el país de sus ancestros, España, de la que escapó su abuelo José de su Cantabria natal de Ampuero, para en una hazaña épica cruzar el Atlántico, como polizón y recalar en Cuba y luego en Méjico, ha prendido también en usted, con una severa actitud mental y en una visión negativa de las proezas de los españoles que me acompañaron y que, estigmatizados por un pecado injusto, parecen poder redimirse jamás.
Pero créame, don Andrés Manuel, Vuesa Merced ha cedido con docilidad a una perversa mezcla: el oportunismo político, la ignorancia histórica y el resentimiento populista. Siendo como es descendiente muy próximo de españoles, ha sucumbido al embrujo de las pinturas sobre la conquista del artista Diego Ribera, que lucen en el Palacio Nacional con una demencial exageración y una fobia antiespañola a todas luces inmoral e injusta. Toda conquista es violenta, lo sé, pero la mía fue fruto de la astucia de mis estrategias y de las alianzas que formalicé con los pueblos limítrofes sometidos por Moctezuma, que tenía subyugados con la sangre y la humillación. Su acusación de genocidio resulta ridícula, pues es incuestionable que el número de indígenas cuyas razas aún perviven en su maravilloso país, se centuplicó en poco tiempo.
Para que exista genocidio de una raza, antes debe haber premeditación y proyecto por parte de la metrópoli conquistadora. Ciertamente el impacto incierto de toda conquista, del que habla J. Elliot, convirtió nuestro encuentro en una dolorosa experiencia entre dos civilizaciones mutuamente extrañas. Pero resulta que la sangre de los sacrificios y las supersticiones de los mexicas, sucumbieron ante la lógica de un pueblo, el español del siglo XVI, que estando en franca minoría, poseía un progreso más acendrado, una visión del mundo más universal y una moral más cercana a la protección de los derechos del hombre que la que poseía el imperio de Moctezuma.
¿Conoce Vuesa Merced una labor colonizadora semejante propiciada por las Coronas de Francia o de Inglaterra? Francisco de Vitoria, profesor de Salamanca consiguió que progresara el Derecho de Gentes en Méjico, cuando aún faltaba dos siglos para la Revolución Francesa. Yo mismo y mis soldados contemplamos millares de cráneos apilados junto a la gran pirámide y presenciamos los sacrificios rituales, y el posterior canibalismo de los cuerpos de esos disparates sacrificiales. Y sí, señor presidente, determiné acabar con aquel aquelarre sangriento edificando sobre los templos de los dioses sedientos, iglesias de una religión que predica la paz y la caridad, siguiendo el precepto de lo sagrado, sobre lo sagrado.
Y escuché también con mis oídos el clamor de las tribus tlaxcaltecas o totonacas, subyugadas y humilladas con abusivos tributos-algunos solo podían vestir de estameña por mandato de los mexicas de Thenocticlan-, y que aproveché para conciliar tratados que hicieron posible la conquista y la posterior creación del Estado de Nueva España. Eso se llama diplomacia y poder de seducción política, señor presidente, unido al valor indómito de mis escasos hombres y la ayuda de mis aliados mejicanos.
Mis reyes, Doña Isabel y don Fernando, plasmaron en papel unas ordenanzas –Las Leyes Nuevas de las Indias y la Treinta y Cinco de Burgos– donde nos ordenaban procurar en los indios el beneficio de la civilización, del progreso económico y de la cultura romana, cristina y renacentista.
Los conquistadores y los frailes, franciscanos, jesuitas, agustinos y dominicos, transportaron a América un modelo de sociedad basado en la integración social del indio que precisábamos para mantener la economía y el progreso, que explosionó de forma espectacular en el continente, según constataron siglos después Humboldt y Darwin en sus viajes. Aún recuerdo, señor presidente, la llegada a Tenochtitlán de los primeros evangelizadores que yo había solicitado al Emperador don Carlos: “Que sean humildes, desprendidos de toda riqueza para que así aparten a estos pueblos de las tinieblas de la idolatría sangrienta”.
Cuando los doce frailes franciscanos cruzaron la calzada de Texcoco y entraron en la gran urbe, la muchedumbre se quedó atónita. Esperaban a unos sacerdotes de suntuoso andar y ataviados con pompa y boato y se llevaron una decepción. Los monjes del poverello de Asís, caminaban recogidos y comparecieron descalzos, orgullosos de su pobreza, con los hábitos austeros, la mirada mística y sin ningún alarde ni ostentación, mientras bendecían a los indios con humildad evangélica. El admirado pueblo mexica, al comprobar su austeridad, prorrumpió en una sonora aclamación que nos arrebató:
–“¡Motolínea, motolínea!” “¡Son pobres, son pobres!”.
En lo sucesivo, fray Toribio de Benavente, el prior, fue llamado en Méjico padrecito Motolínea, por su amor, bondad y servicio a los más modestos y débiles. Créame don Andrés Manuel, que sus viejos dioses olían demasiado a sangre y que las terribles guerras floridas que asolaban Méjico y donde miles de jóvenes eran capturados y se les arrancaba el corazón, terminaron, no a golpe de crucifijo, como Vuesa Merced asevera, sino con la palabra amable y esperanzadora que traían bajo el brazo aquellos sencillos hombres de Dios, su único consuelo ante las arbitrariedades y abusos de los conquistadores, que las hubo.
Una civilización de hombres extranjeros se había impuesto a creencias que causaban mucho dolor entre los pueblos mejicanos. Eso sí, señor presidente, lamenté la quema de libros de astronomía, agricultura, arte y matemáticas mayas y mexicas, que muchos frailes, muchos de ellos poco letrados, perpetraron quizás creyéndolos demoníacos. Comprended que las luces de la Ilustración aún no habían arribado a Europa y que el celo de fray Juan de Zumárraga, su obispo, fue muy extremado.
Sobre mi persona, puedo asegurarle, que los mismos mexicas nunca me juzgaron en sus pictogramas en términos morales, y jamás me tacharon de infame o de cruel, sino que me vieron como el Dios Blanco, Quetzalcóatl, o el malintzín, el Señor de Malinche, mi brazo derecho en la conquista de Méjico.
Admitan con usted los gobernantes hispanoamericanos –no latinoamericanos como inventaron los franceses– la irremediable realidad de la norma de la historia del hombre. Unos pueblos, más poderosos en fe y en medios, se superponen a otros como dinámica inapelable de la historia, como a los españoles nos ocurrió con los cartagineses, romanos, godos o árabes. Así mismo, los mexicas esquilmaron e hicieron desaparecer a las tribus originarias de Anáhuac con despiadada crueldad. No nos juzgue tan severamente, señor presidente, cuando dejamos en su país una raza mestiza nueva, universidades, edificios gubernamentales, ciudades y un comercio próspero.
Repase la historia y se sorprenderá de que, quien creó su asombroso país fui yo, y que al concluir el Virreinato de Nueva España, fueron precisamente los próceres de las Independencias Americanas, o sea ustedes, criollos en su mayoría y libres ya de la Corona de España, los que incautaron tierras, devastaron razas, –recuérdese Chile y Bolivia–, sin detenerse a valorar los provechos mutuos de la concurrencia de razas que sí valoró la Corona de España y los primeros conquistadores.
Admito que la regla áurea de toda conquista lleva aparejada la violencia, pero España asimiló a la América india y la admitió en su modelo de sociedad, extremo éste que jamás concibieron franceses, ingleses u holandeses en sus colonias.
Acérquese a la novela Comanche e ilústrese con la famosa “Paz del Mercado” llevada a cabo por el gobernador de Nuevo Méjico, Juan Bautista de Anza, por la que todas las tribus indias de la frontera se beneficiaron del intercambio económico entre españoles y nativos durante siglos. Cuando aparecieron los americanos angloparlantes, simplemente los eliminaron de la faz de la tierra.
Y no crea, señor presidente, que recibí parabienes en mi patria. El emperador Carlos no me citó jamás en sus memorias, y me hurtó los cargos que por derecho de conquista debí poseer, contentándome con un marquesado. Creyó que era bastante para un advenedizo como yo. Lo seguí por España y Orán para que me los reconociera, pero mi rey no valoró las hazañas de los conquistadores en el Nuevo Mundo, una epopeya que cambió la concepción del mundo y lo transformó en sus cuatro puntos cardinales.
España, dilecto presidente, precisamente con sedes mejicanas de llegada-Veracruz- y de partida-Acapulco, creó el Galeón de Manila, primer ensayo de globalización económica conocida por la humanidad, que enriqueció a Méjico.
Ilústrese con las opiniones no españolas de John Elliot, Seeker Arnolsson, J.M. Selleman, C. Lummis o Stanley Payne, o lea la reciente novela del académico de la Norteamericana de la Lengua, Los Hijos del Sol, de Morgan de Scott, donde conocerá la auténtica historia de la conquista narrada por un príncipe mexica, y verá cómo no fue como usted sostiene, una imagen de tópicos y medias verdades y presentismos históricos inadmisibles.
Y si yo fuera un consejero del rey don Felipe VI, le sugeriría que no pidiera la menor disculpa por haber escrito España, ¿ o fue Castilla?, una de las páginas más trascendentales de la Historia de la Humanidad, cuyo rumbó cambió definitivamente. Si acaso le rogaría que os contestara como don Quijote hizo a Sancho al caso del grito de Santiago y cierra España: –“¿Es que acaso está abierta, señor?”, le preguntó el escudero-. “Sí, amigo Sancho, está abierta en canal a los pueblos hermanos de las Indias”. Y así seguimos, válgame el cielo.
Hernando Cortés de Monroy, marqués del Valle de Oaxaca. Que Dios conceda, a vos y a vuestro pueblo, al que tanto amo, bienes, paz y mercedes.
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