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Late, late fuerte, corazón guerrero

Espectáculo flamenco de Eduardo Guerrero en el Gran Teatro Falla

El coliseo gaditano se rinde ante el bailaor en su espectáculo más personal

Baile, guitarra y voz son las únicas armas que necesita el artista para ganar la batalla

El bailaor gaditano Eduardo Guerrero, en un momento de 'Guerrero' en el Gran Teatro Falla. / Jesús Marín

Guerrero es músculo, es tensión, es carne contorsionándose, engociéndose y expandiéndose. Guerrero es un rastro de sangre tiñiendo las huellas de una serie de pasos infinitos, es la garganta abierta, los dedos rotos, el vientre colmado. Guerrero es la respiración agitada, es el manto fino del sudor y, sin embargo, la flexibilidad del deseo. Guerrero es el corazón bombeando baile a más de ciento viente pulsaciones por minuto. Guerrero es Eduardo Guerrero latiendo, latiendo fuerte, en el cuadrilátero donde sólo es posible una batalla, donde no hay más laureles ni de gloria que los que brinda el amor.

Guerrero es la espada afilada de las hojas de un tratado de danza. Las que viene escribiendo el bailaor gaditano en los últimos años y plasma en este espectáculo suyo, el más personal, porque están sus influencias, sus vivencias y las que quieren ser sus enseñanzas. Está el Guerrero clásico, el contemporáneo y el flamenquísimo. Están sus giros inmaculados, sus figuras esculturales (hasta quien no conoce a Miguel Ángel vio a La Piedad cuando el bailaor desfallece en los brazos de Samara Montañez), su altura en los saltos (sin abusar, en los momentos precisos), su sensualidad que no afrenta en ningún momento a la cuidada elegancia de sus movimientos, ya sea con faldas por tangos o por verdiales en pantalón; ya sea en camisa de lunares o en la casaca más sincera, la que está hecha de fibra, hueso y carne.

Guerrero es el escudo de doce cuerdas (seis y seis), las que portan los impecables Javier Ibáñez y Juan José Alba, éste último ideólogo del campo de batalla sonoro de un espectáculo que sólo necesita tres armas (baile, voz y guitarra) para hincar al Gran Teatro Falla de rodillas (sin olvidar el sutil y acertado juego de luces que crea una ambientación a la altura del desafío).

Las cantaoras Samara Montañez, May Fernández y Anabel Rivera se entregaron al máximo

Guerrero es el compañero y el enemigo, en este caso, la compañera y/o la enemiga. Guerreros son los corazones y las voces de tres mujeres, Samara Montañez, May Fernández y Anabel Rivera que no temen explorar sus límites, derramarse sin red o, incluso, unir sus fuerzas en una alegría que emana la sororidad de las comadres de casapuerta.

Guerrero es el esfuerzo que les pide Guerrero. El de convertirse en actrices sin frase pero con la fuerza interpretativa de quien tiene que traspasar la pantalla en una película muda. Ellas lo logran aunque, en algún momento, porque Guerrerono es perfecto (ni falta que le hace) quizás dos milímetros pasadas de rosca.

Guerrero no es la perfección porque Guerrero es amor. Guerrero es la emoción llevada a un nivel técnico más que envidiable. Guerrero no es una colección de palos, que los hay para elegir (saeta, cuplés por bulerías, verdiales, alegrías, fandangos, granaína...), Guerrero es un abanico de quereres de distinto origen y con distinto destino. Guerrero no es un galimatías pseudointelectual salpicado de vacíos y transgresiones, Guerrero es un concepto comprensible trufado con asequibles metáforas (la cuerda roja que une a cantaora y bailaor, por ejemplo, que igual se nos antoja el cordón umbilical que une a madre e hijo o el hilo rojo que une a los amantes en la milenaria leyenda oriental) donde manda, por encima de todo, el baile.

El artista apenas paró de bailar un par de minutos en un espectáculo de casi hora y media de duración

Guerrero es una hora y veinte minutos de un bailaor sobre escena sin descanso. Guerrero es lanzarse a la pelea a pecho descubierto. Y si hay que bailar sobre una silla, se baila; si hay que recorrer el ring con un taconeo hecho desde una sentadilla, se hace; si hay que dejarse arrastrar del pelo, quebrarse o retar a una cantaora, se deja. Ellas lo manejan, ¿o no? Ay... ¿quién sabe?... las derrotas y victorias del amor...

Pero hubo vencedor. Uno que en las postrimerías de la gesta se sienta en la silla de enea, apoya un pie sobre la rodilla contraria, hace un barrido visual de derecha a izquierda para ver a todo un Falla en pie batiendo palmas al compás y sonríe con su pecho, todavía, agitándose, sobre su corazón, guerrero, latiendo fuerte.

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