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Siempre muere Max Estrella

Crítica | FIT

El Teatro Clásico de Sevilla representa en el Falla 'Luces de bohemia', en versión de Alfonso Zurro.

Una escena de 'Luces de bohemia'. / Lourdes De Vicente
Mª Ángeles Robles

24 de octubre 2018 - 18:34

La compañía de Teatro Clásico de Sevilla pone en pie una nueva versión de Luces de bohemia, obra transgresora por definición, semilla del Esperpento, género grotesco de la realidad deformada. La palabra de Valle-Inclán vuelve a sonar sobre las tablas, una vez más, actual como siempre, fresca y cercana como nunca. La versión de Alfonso Zurro empieza por el final: Max Estrella ha muerto. Lo velan su hija, su esposa, sus amigos… Se convierte en ceniza derramada sobre el escenario. Max Estrella ya no existe, ahora todos lo sabemos. No hace falta esperar a que concluya la representación. No hay lugar para la esperanza. El viejo poeta ciego no se va a salvar. No se salva nadie en esta España caduca. Bueno, sí, los poderosos, los que se agarran con las uñas al sillón de las vanidades, los que se arrastran. Max Estrella, no. La cultura, no. La honradez, no. La coherencia, no. “En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. Se premia todo lo malo”, lo dice un sepulturero.

Ficha

**** Obra: Luces de bohemia. Autor: Ramón María del Valle-Inclán. Grupo: Teatro Clásico de Sevilla. Dirección y versión: Alfonso Zurro. Intérpretes: Roberto Quintana, Manuel Monteagudo, Juan Motilla, Amparo Marín, Antonio Campos, Rebeca Torres, Juanfra Juárez, Silvia Beaterio y José Luis Bustillo. Diseño de escenografía y vestuario: Allen Wilmer. Diseño de iluminación: Florencio Ortiz. Música y espacio sonoro: Jasio Velasco. Coro musical: Isa Ramírez, Julio Ramírez, Ana Ramírez, Jesús Ramírez, María Ramírez, Celia Clemente.

Roberto Quintana pone voz y presta el cuerpo a Max Estrella. Su interpretación es de una serenidad emocionante. Le da la réplica Manuel Monteagudo, un Latino de Hispalis lleno de matices. El resto de actores –todos asumen varios papeles– completan un elenco bien estructurado. Alguna actriz chilla un poco. No por eso se le entiende mejor. Consiguen, en todo caso, el efecto deseado. El verbo se hace carne, vive en escena, conmueve.

Todo son cajas sobre sobre el escenario. Ataúdes de pino seco que se transforman en angostas literas, barras de bar, estrechos calabozos o bancos del parque. Es necesario poner en situación al espectador: algunas acotaciones escénicas se convierten en salmodias narradas por un coro de voces. Es también literatura. Algunos fragmentos del texto se adaptan a la situación actual, aunque la obra sin cambio alguno es de una actualidad abrumadora, hiriente. La fuerza del drama original es contundente, por eso no llegan a molestar las incongruencias temporales, tampoco la sustitución de algún personaje por otro –Rubén Darío por Valle-Inclán– o que el ministro en esta ocasión sea ministra. Ayuda el vestuario atemporal, contribuye a la caracterización de los personajes como seres desgastados, corrompidos. Excepto Max, que se dibuja trágicamente con su sencillo atuendo. Pasa frío Max Estrella, alter ego de los desheredados del mundo.

Luces de bohemia sobre el escenario: “España es una deformación grotesca de la civilización europea”. La actualidad da vueltas sobre sí misma. No hay lugar para los poetas ni para la poesía. Pero todavía queda un breve resquicio para el teatro: esa rara costumbre de gozar, de aprender, de comunicarse sin pantallas de por medio. Max Estrella ha muerto. Sigamos velando todo aquello en lo que creemos.

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