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Arte

Desde hace mucho, en la Feria de Arte Contemporáneo interesa más lo que se escucha que lo que se ve

Una limpiadora recoge, ayer en ARCO, los restos del montaje en una sala dedicada al arte ruso.
Bernardo Palomo

16 de febrero 2011 - 05:00

Vuelve a un febrero más y van treinta - este que esto escribe tiene en su haber veintinco - la Feria de Arte Contemporáneo que Juana de Aizpuru ideó para aquella Sevilla, entonces mucho más que ahora, anclada en la tradición y gobernada por políticos con contundentes miopías culturales que no vieron, no quisieron, no pudieron - o todas las cosas a la vez - que aquello que Juana ofrecía se iba a convertir en todo un acontecimiento expositivo y escaparate internacional de un arte que, entonces como ahora, estaba muy necesitado de horizontes limpios.

En estos muchos años hemos asistido a todo y hemos vivido experiencias que, con el tiempo, han ido diluyendo nuestro entusiasmo y aquellas románticas ilusiones por encontrarnos con un arte hacia delante, distinto al que conocíamos y clarificador de los parámetros que discurrían por el arte internacional. Por eso, ya con la mayor objetividad que ofrece los años, poco se espera de un ARCO, que además está manejado por los intereses interesados de un comité seleccionador poco ecuánime que sólo vela porque lo suyo no se vea menoscabado ante lo que sus ilustres miembros considera intrusismo y experiencias advenedizas.

Es verdad que, cada vez, me interesa menos lo que se ofrece en los pabellones de IFEMA, que cada vez encontramos más de lo mismo y que poco nos hace renacer la esperanza en un arte comprometido con los tiempos. No obstante, ARCO es ARCO y, allí, hay que estar; aunque interese más lo que se oye que lo que se ve. La Feria es cita obligada y hay que acudir. Últimamente se ha convertido para muchos en reunión de viejos nostálgicos provincianos que nos vemos para tomar vermut de grifo en las tabernas de la Plaza de Santa Ana y acordarnos de cuando Leo Castelli apagó las luces de su stand a un Mario Conde todavía emperador. Ya se murió el sabio de don Leo y el emperador sólo ha quedado para tertuliano de emisora con ultramontanas perspectivas y aspirante a comprar el que es el otro equipo de fútbol de una ciudad donde el principal va vestido de blanco con algo de rojo. Los nostálgicos seguimos visitando Madrid en febrero, nos acordamos de cuándo acudíamos en aquellos expresos nocturnos a la búsqueda de todo cuanto borrara nuestro bagaje provinciano. ARCO era sinónimo de modernidad y nosotros, pobres equivocados, creíamos que descubríamos El Dorado artístico.

Después de treinta años, nosotros nos hemos sacudido mucha caspa pueblerina, nos hemos dado cuenta que El Dorado, tampoco en el Arte, existe; que aquello no es sino una feria en el sentido tradicional del término, un conjunto de tiendas para vender de todo - digo bien, de todo-, sin tener en cuenta el concepto de contemporaneidad. Ya ni siquiera nos encontramos el paraíso de las vanidades que fue, cuando los grandes ejercían su potestad y los menos grandes imitaban, sin conseguirlo, las poses de aquellos, en patéticas actitudes de divismo cateto.

En estos años hemos conocido al frente, después de la gran Juana, su creadora, a Rosina Gómez Baeza que fue de mucho a casi nada y que abrió el camino para que comités interesados plantearan sus espurias proposiciones. Después llegó doña Lourdes Fernández, equivocada de principio a fin. Ahora debuta Carlos Úrroz, que fue delfín de Rosina y que de esto sabe. Hace falta que lo dejen trabajar y no se pliegue a los dictámenes de unos pocos todopoderosos.

Nosotros, viejos nostálgicos, seguiremos acudiendo. Probablemente lo mejor será lo que oigamos. Nos emborracharemos de nostalgia, echaremos de menos a Leo Castelli y a Bruno Bischosberger -aquel que llevaba a un Barceló triunfante-, nos acordaremos de cuando íbamos al Pabellón de Cristal de la Casa de Campo bajándonos en la estación de Lago… En definitiva, un ARCO más para potenciar el recuerdo que para encontrar las ilusiones perdidas. Seguiremos informando.

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