Israel Fernández y Diego del Morao en Cádiz: Un idilio con 'amor'
Flamenco
El cantaor corraleño y el guitarrista jerezano enamoran al Gran Teatro Falla la noche del jueves con un recital de algo más de hora y media para un público entregado
No es fácil admitirlo pero habrá que reconocerlo, que el principal teatro de Cádiz, cuna que fue del cante, se colme hasta la bandera para escuchar un recital de flamenco por derecho de más de hora y media sin, prácticamente, concesiones al oído lego, es noticia. Una buena noticia, de hecho, si el motivo de la locura pone sobre la mesa, la mesa rodeada de sillas de enea donde se canta al golpe, credenciales que superan la fascinación pasajera, el enamoramiento implacable de la imagen potentísima, el siempre engañoso aroma de la seducción. Porque Israel Fernández y Diego del Morao son más que la pareja flamenca de moda, que lo son. Porque hay forma, pero, sobre todo, fondo. Porque un idilio puede comenzar con un flechazo pero no se sostiene en el tiempo sin amor. Sí, lo del Falla la noche del jueves lo explican muchas cosas, pero el amor al trabajo bien hecho, también.
Amor, que es el título del trabajo conjunto del cantaor corraleño y el guitarrista jerezano, y lo que ambos artistas se afanaron por ofrecerle a un público que de partida se reconocía enamorado (de la vida aunque a veces duela), permítanme el guiño al injusto mantra que va de esquina en esquina identificando a la pareja con la leyenda Camarón-De Lucía. Injusto, digo, para Fernández y Del Morao que tienen ya su propia personalidad que, ni puede, ni debe responder a nuestra machacona tendencia de revivir mitos. No, Fernández y Del Morao, y cada uno por separado, tienen su propio brillo y sus propias cicatrices, también.
El jueves, en el principal coliseo gaditano, vimos unas y otras, y todas tan bellas... Vimos a Diego derramarse hasta empaparnos de la miel de una guajira, asistimos a la magnitud de sus dedos de equilibrista en la velocidad de la bulería de Jerez, (las palmas que queman en los remates), su pie como metrónomo del duende, su figura inquieta, nerviosa, pero que se arrebuja en la silla entre capas y capas de las inolvidables lecciones de su casa. Seguro de vida. Es del Morao figura y compañero, protagonista y escudero en este espectáculo elegante, sutil, cuidado desde la planta de los artistas en escena hasta el trabajo de luces y sonido (Antonio Romero y Óscar Cárdenas) allí en la oscuridad.
Como cincuenta por ciento de la revelación, y hasta como equilibrado contrapunto, un cantaor de hechuras hieráticas, mesiánicas, solemnes, y con un metal que rompe el alma. Mil cristales salen de la garganta de Israel Fernández que, sin embargo, no araña, acaricia. Sí, es milagroso su instrumento y su figura recortada en el manto azabache que le cae hacia los lados cuando trabaja en la soleá (Soleá del cariño) que se templa en los versos de Bécquer o en cada uno de los giros y virguerías rítmicas de esa ración inicial de bulerías al golpe con los palmeros Pirulo y Markito Carpio y el percusionista Ané Carrasco que nos hablan de tradición y saberes.
Fuentes que salpican un concierto que, paradójicamente, y como es habitual en los recitales del artista, dedica a la juventud. Y para los jóvenes, para ellos, ahí están los guiños vocales o de repertorio a Pepe Pinto (ay la guajira mare), a su admirado Camarón, claro, y a toda la casa de los Pavón. También el tributo queda marcado a fuego en una de las estampas culmen de la bonita noche. Fernández, al piano, bien invitándonos a ese Vino amargo de Rafael Farina que nos sabe a caramelo en sus maneras, o esa lorquiana Nana de Sevilla (que popularizara la Argentinita) y que viene a morir en unos Tientos de la rosa donde Israel llega a soltar las teclas y se vuelve al respetable para dolerse (que no hay pena como la mía, pena, pena, ay que pena, dios mío de mi alma, qué pena).
Yo no soy pianista, decía... "¡Tú eres manco!", le respondería después un pretendiente de su arte. Venimos con mucho respeto, advertía... Y, digo yo, sería tal (el respeto también por la tierra) que no se atrevió con la malagueña del Mellizo ni con esa alegría tan personal que tienen en el disco. Pero hablemos de lo que hubo. Hubo aires del Levante, los tientos de la Querencia y los tangos de La amada, enchampelados, el cierre (en falso) por fandangos (con un hipnótico Del Morao dándonos el último beso en la casapuerta), bulerías de todas las hechuras y colores (y hasta en la propina) y la única concesión a la contemporaneidad en abrazo de electrónica, El desamparo.
Hubo roneo, hubo seducción. Hubo una pequeña muestra del cantaor largo que es Israel Fernández; del guitarrista complejo y sofisticado que es Diego del Morao. Por haber, hubo hasta juego con la métrica y las melodías de los palos besando, por delante, los cánones; y hubo pasión de dentro hacia fuera de las tablas y viceversa. Pero, por encima de todo, en este idilio que vive el público generalista con Israel y Diego, hubo amor. Amor de verdad. Amor del bueno. Que ya es mucho.
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