Opinión: Tocata y fuga de Paco Algora

Manuel J. Lombardo

31 de marzo 2016 - 01:00

PUEDE que lo mejor y más genuino del cine español esté hecho de tipos como Paco Algora, uno de esos actores de raza, creíble y eficaz, como recuerda Alberto Leal, un tipo singular, de inolvidable voz rugosa, siempre condenado (suave condena) a esos papeles secundarios que tanta vida y hormigueo dramático han dado al teatro o al cine coral que mejor nos representa. El libertario Algora ha muerto reivindicando hasta sus últimos días la profesión del actor como oficio comprometido con el pueblo, nunca al servicio del poder, y lo ha hecho apartado de los platós y escenarios en los que trabajó intensamente en los sesenta, setenta y ochenta, desde su etapa en el mítico grupo teatral Los Goliardos a sus papeles más populares en series de televisión como Curro Jiménez o Fortunata y Jacinta, resistiendo, sin pelos en la lengua a la hora de denunciar la banalización de la cultura, el cine y el teatro en la España de hoy.

A Algora lo recordaremos siempre por su voz rota, su nariz partida y su cara ancha prestadas a aquellos progres de chaqueta de pana y a esos pícaros caricaturescos de la tradición esperpéntica del cine de la Transición: reclamado por Berlanga (Tamaño natural), Bardem (El puente), Gutiérrez Aragón (Habla, mudita), Drove (Tocata y fuga de Lolita, por la que ganó el premio de los críticos en 1974), Fernán Gómez (Bruja, más que bruja), Olea (Un hombre llamado Flor de otoño), y, ya en los primeros ochenta, por Camus (La colmena), Aranda (Tiempo de silencio), Saura (El Dorado), Sacristán (Cara de acelga) o Regueiro (Diario de invierno), cineastas que, como el propio Algora, no podrían hacer ya hoy el cine que hicieron. Autoexiliado de las tablas y la escena madrileña desde mediados de los ochenta y afincado en Vejer de la Frontera, Algora intentó acercar el teatro, la literatura y la cultura a sus ámbitos más cercanos, hizo sus pinitos como poeta y dramaturgo (Me llamo Jonás), y regresó muy ocasionalmente al cine de la mano de cineastas tan dispares y alejados en lo ideológico como José Luis Garci (El abuelo, Luz de domingo, Sangre de mayo) o Fernando León de Aranoa (Barrio).

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