'El Rámper' de Bienvenido: El 'cajonazo' de la Memoria se reivindica en la escena
Teatro
El artista gaditano emociona y conmociona en el estreno en el Pay Pay de ‘El Rámper’, una pieza teatral sobre un ficticio carnavalero represaliado
"El Rámper tiene un contenido más importante que El Balsero"
Cádiz/Manda cajones la cosa. Ochenta años han pasado y sigue resultando revolucionario, valiente, exhumar los restos escondidos de nuestra propia Historia para sacarlos a la luz de los focos que proporciona la escena. Jesús Bienvenido lo ha hecho. Ha cavado en las fosas de la memoria silenciada, en este caso en las del Carnaval gaditano, con las palas de la palabra, la canción y la interpretación para encontrar el leitmotiv de su segundo espectáculo en solitario, El Rámper, que acaba de estrenar en el Café Teatro Pay Pay y que también llegará a otros escenarios gaditanos (en el Títere por el FIT el 29 de octubre) y fuera de nuestras fronteras.
Manda cajones el asunto. Cajones de la alacena –vital para el andamiaje teatral de esta propuesta– de Martín Martín León El Rámper, “no olviden mi nombre”, –“no me olvides, no me olvides, no me olvides...”– que custodia todo el amor del mundo sepultado por los ladrillos del odio y el olvido que lograron agarrar en este país con el mortero del miedo, la sangre, las balas, la arena...
Pero no hay afán vengativo en este personaje (un ficticio autor de Carnaval de los años treinta) pero que dramáticamente se escapa de las tradicionales lindes carnavaleras. El Rámper viene del Carnaval, surge del Carnaval pero, decididamente, conscientemente, no es sólo Carnaval. El Rámperse arraiga en la fiesta pero vuela hacia el teatro de objetos, hacia la dramaturgia poética, hacia la comicidad, incluso... ¿De qué me estoy riendo?, reaccionaremos una vez procesamos los golpes detrás del golpe de los estribillos...
Sí, hay estribillos. Y una tanda de cuplés no apta para nostálgicos (¿o quizás justo para ellos, oiga?). Y un par de pasodobles que son muestra viva de que sólo muere lo que no se recuerda y que no hay patria grande que se construya con mentes chiquititas (vaya inteligencia, por cierto, la de acunar y besar allí donde otros podrían pisotear...)
Germina en El Rámper toda esa raíz social del Carnaval, si es Carnaval (“duele si es Carnaval”), pero todo, absolutamente todo, también los aires melódicos iberoamericanos y flamencos que trufan la pieza, se rinde a la dramaturgia, al argumento, al corazón de una obra teatral modesta, sí, pero obra teatral.
Bienvenido no se deja arma y usa todo su bagaje (musical y escénico) para alimentar su nuevo camino.El que perfilara en El BalseroEl Balsero y que ya se dibuja nítidamente con El Rámper. Si en el primero lo transgresor eran las formas, en el segundo también se suma el mensaje.
El Rámper tiene la ambición del teatro aunque adolece, claro está, de la entidad que da la experiencia o los recursos de una gran compañía. Con todo, es un más que un notable debut de un dramaturgo recién nacido al que (quiera la buenaventura) esperamos ver crecer y agigantarse y, si puede ser, con la colaboración y mágica complicidad (impecable en estas dos primeras propuestas) de esas presencias invisibles pero tan corpóreas en su aportación como son las de los músicos Andrés Hernández Pituquete, a la guitarra, y Raúl Botella, a las múltiples percusiones.
Desde luego, El Rámper demuestra que Bienvenido tiene mimbres para hacer carrera. Porque hay emoción y hay conmoción (¿que es si no el arte?). Porque hay belleza cuando la muerte se sueña como Miguel Hernández (y se espera con aires de martinete). Porque hay intención (“tú tienes plomo en las tripas”). Porque hay generosidad (“sálvate tú”). Porque hay compromiso (“¿quién repara el dolor y la pena?”). Porque hay alegría (la esperanza en la Trapecista, el agradecimiento en don Liberto). Porque hay, eso mismo, libertad. Porque, como generación, en este país tenemos una deuda con el gran cajonazo que siempre se queda fuera. Fuera de las aulas y los libros de Historia, de los presupuestos y los ministerios. Fuera de nuestra propia (M)memoria. Ochenta años después. Manda cajones la cosa...
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