Redescubrimiento de América
Nueva narrativa Hispanoamérica Sus autores son protagonistas de la Feria del Libro de Madrid
La crítica tiene una exacerbada tendencia a crear generaciones, rasgo que se acentúa en el caso de los países sudamericanos. Reseñamos obras y escritores indispensables más allá de los grupos
Las lenguas tienen sus trampas, una de ellas es dar demasiadas cosas por sentadas. Si se dice "nuevos narradores hispanoamericanos" inmediatamente se piensa en escritores nacidos en Hispanoamérica no hace más de treinta o treinta y cinco años. Casi nadie pensará en un escritor portugués o brasileño. ¿Pero acaso no es hispanoamericano Paulo José Miranda (Portugal, 1965) del que se tradujo el pasado año la novela Un clavo en el corazón? El gran sociólogo Gilberto Freyre tiene un título que es toda una declaración (y podría extenderse al portugués): O brasileiro entre os outros hispanos. Y cuando se dice "nuevos", ¿nuevos para quién, dónde, desde cuándo? ¿Acaso no son "nuevos", para los lectores aquende el Atlántico, autores como el argentino Fogwill (1941) o el venezolano Israel Centeno (1958) o el uruguayo Mario Levrero (1940-2004) o el chileno Carlos Franz (1959), algunos de cuyos libros están siendo reeditados ahora mismo en España por editoriales como Periférica, Caballo de Troya o Alfaguara, respectivamente? ¿Acaso no serían nuevos los argentinos C.E. (Charlie) Feiling (1961-1997), cuyas tres irónicas novelas aquí aún no se han publicado, y Juan Filloy (1894-2000), del que sólo está disponible el desopilante Caterva?
La crítica tiene una exacerbada tendencia a crear generaciones y fijar momentos estelares de la literatura. Da igual que varios escritores no se parezcan en nada, ni en sus estilos ni en sus asuntos ni, mucho menos, en sus resultados: se organiza una reunión, se hacen varias fotos, se le da mucha publicidad en los medios y ya está, ya hay una generación "X" o una generación "nocilla" o como quiera llamarse. Si además se trata de sudamericanos, hay que fabricar generaciones o grupos sin pausa. Por increíble que parezca, todavía se construyen estos andamiajes como reacción frente al manido boom latinoamericano, aunque quizá lo que se persiga es que otra vez toque la lotería o suene la flauta. Hace años Alberto Fuguet y Sergio Gómez hicieron una antología, McOndo, agrupando a escritores hispanoamericanos que sólo compartían algunas fechas de nacimiento. Luego vino desde México la polvareda de la llamada generación "crack", con Volpi, Ignacio Padilla, Eloy Urroz, etc. Más tarde la reunión de escritores sudamericanos celebrada en Sevilla en 2003, auténtico funeral con el alma, más presente ya que su cuerpo herido de muerte, del chileno Roberto Bolaño (1953-2003) como máter (o páter) de, otra vez, una nueva generación. Y el pasado año, los 39 de Bogotá, 39 escritores nacidos después de 1967, año de publicación de Cien años de soledad, de cuya conmemoración tardará en recuperarse la obra del pobre García Márquez si no cien, al menos otros cuarenta años. Siempre bajo la sombra del boom, queriendo darle sepultura, es decir, poniendo tierra (otros autores, como el citado Bolaño) de por medio respecto de aquellos dinosaurios, algunos aún en activo.
¿Qué quedará de estas generaciones y estos recurrentes momentos estelares? Pues lo que queda del boom: unos pocos libros excelentes, unos cuantos escritores que habrá que seguir leyendo. Lo demás, el polvo, el ruido, sólo servirá para confundir calidades, para que se cuele durante un tiempo algún gato con falsa piel de liebre y para que algunos suplementos culturales tengan con qué llenar sus acomodadas y poco imaginativas páginas.
Quedará El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince (Bogotá, 1958), y quizá algún libro suyo más. Y Los informantes de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973). Y La materia del deseo de Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967), entre otros. Y Caballeriza de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958). Y El testigo o De eso se trata de Juan Villoro (México DF, 1956), y por supuesto más libros suyos. Y Livadia de José Manuel Prieto (La Habana, 1962). Y Los rojos de ultramar de Jordi Soler (La Portuguesa, 1963). Y La luna nómada de Leonardo Valencia (Guayaquil, 1969). Y El futuro de Gonzalo Garcés (Buenos Aires, 1974). Y El pasado de Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), y quizá algún libro suyo más. E Hipotermia de Álvaro Enrigue (México DF, 1969). Y La disciplina de la vanidad de Iván Thays (Lima, 1968). Y El ángel literario de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971). Y Salida de emergencia de Fabrizio Mejía Madrid (México D.F., 1968).
Y todos ellos sin olvidar, claro, libros de escritores veteranos pero insuficientemente conocidos aún, como el colombiano Fernando Vallejo, los argentinos Edgardo Cozarinsky, Isidoro Blaisten y Juan José Saer, los venezolanos Victoria de Stefano y José Balza, los mexicanos Alejandro Rossi, Bárbara Jacobs y Fabio Morábito, entre otros. Una relación incompleta pero poco más larga si se mira desde Tijuana hasta la Patagonia, cuyo descubrimiento es uno de los secretos placeres para cualquier aficionado a la buena literatura.
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