Sorolla y sus coetáneos, en Cádiz

El Castillo de Santa Catalina de Cádiz acoge hasta el 28 de noviembre la exposición procedente de La Habana

La obra 'Paisaje de río', del sevillano Emilio Sánchez Perrier.
Manuel Caballero

27 de septiembre 2008 - 05:00

Patrocinada por la Fundación Unicaja se muestra en el gaditano Castillo de Santa Catalina una selección de fondos pictóricos procedente del Museo de Bellas Artes de La Habana. Tomando a Sorolla como eje discursivo, en torno suyo se agrupa una constelación de artistas que, como veremos, da fe de lo más destacado de la pintura española de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.

El Museo de Bellas Artes de La Habana tiene sus orígenes en las colecciones reunidas a partir de 1873 por Emilio Herrera Moral que, en principio, se albergaron en el influyente Centro Asturiano. Donaciones particulares y de la Academia de San Alejandro fueron conformando un destacado conjunto artístico, inaugurándose oficialmente el Museo en 1913. A todo ello y más tarde, merced a las vicisitudes históricas, se unió gran parte de las obras que la burguesía pre-revolucionaria había adquirido, contando actualmente el Museo, en su nueva sede desde 2001, con una colección de carácter enciclopédico , que abarca Arqueología, Bellas Artes y Etnografía.

En el de La Habana, como en otros museos americanos, la presencia de arte español de hacia 1900, es notable (recordemos al respecto la exposición Pintura Española en Chile celebrada en el Museo de Sevilla en 1999, o la del mismo museo, dedicada a Sorolla y la Hispanic Society de Nueva York, la pasada temporada). Ello es así por varias razones, entre las que cabría destacar los importantes lazos afectivos que seguían uniendo a la isla caribeña con la metrópolis, además del prestigio que todo el arte español conservaba entre los más destacados elementos de la nueva nación. Así, se sucedieron múltiples encargos, especialmente retratos, viajando, además, a la isla no pocos artistas españoles, que veían allí un floreciente mercado donde ubicar sus pinturas. Aún más, muchos de esos museos hispanoamericanos guardan obras de autores escasamente representados, hoy, en los propios museos españoles, teniendo que acudir al estudio de sus fondos quien se interesa por nuestro arte de hace cien años.

De esta manera vemos ahora en el castillo gaditano, y además de Sorolla, a Rusiñol, Anglada Camarasa, Zuloaga, Benedito, Bilbao, López Mezquita, Moreno Carbonero, Pla, Pinazo (padre e hijo), Martínez-Cubells, pero también a Domingo Fallola, Gomar, Martí, Sánchez Perrier, Martín Rico, Villa Prades, Salinas de Teruel, Pons Arnau, Mongrell o Víctor Moya.

Si de Sorolla, entre otras, se cuelga una de sus obras más populares perteneciente a la serie de los niños en la playa, de Zuloaga (Eibar, 1870-Madrid, 1945) podemos apreciar, además de unos retratos femeninos y el del anciano banderillero, otro retrato soberbio: el del pintor y amigo suyo Pablo Uranga. Nacido éste en Vitoria en 1861, fue efigiado por Zuloaga en, al menos, dos ocasiones, esta del museo cubano y otra conservada en el museo hispalense. Aquí el pintor, situado ante un paisaje, tiene algo de artista bohemio y algo de guerrero. Tocado de un alto sombrero negro, se cubre con una gran capa oscura, apoyando, en bizarra postura, su pierna izquierda sobre una pequeña silla sobre la que se distingue una caja de pinturas y una especie de cazuela de barro rojizo. Sostiene, además, con una de sus manos una enorme paleta y un tiento que se dirían lanza y adarga. El extremo izquierdo de la composición se cierra con una ceñida diagonal que describe, al modo velazqueño, el bastidor y el lienzo donde el artista trabaja, antes de mirar por un momento al espectador o a su modelo.

De Emilio Sánchez Perrier (Sevilla, 1855-Granada, 1907) se cuelga aquí un pequeño paisaje. Se trata de un tema muy usual en su obra y que describe un lugar tranquilo y solitario de la ribera del Guadaira. De factura detallada y cuidadosa, estas naturalezas de Perrier evocan aún un cierto romanticismo, a pesar de su marcado interés por plasmar lo real, influenciado por la Escuela de Barbizón-Fontainebleu, con la que entra en contacto en sus viajes a Francia. Henos aquí en un umbroso recodo del río bajo una tarde luminosa. Una barca y dos pescadores apenas se distinguen, confundidos entre el follaje verdoso y pardo que junto con las claridades del celaje y los reflejos del agua, son los protagonistas de la pintura.

Por otra parte, de entre los retratos femeninos expuestos, destaca uno con un sabroso y feliz "sabor de época". Se trata de la Muchacha en velero, de Julio Villa Prades (Valencia, 1873-Barcelona, 1930). Pintor de amplia clientela sudamericana, esta pintura, fechada hacia 1919, presenta a una elegante joven, probablemente de la rica burguesía cubana, a bordo de un cimbreante yate cuyo ventoso movimiento no logra descomponer un ápice su figura. La joven posa, como si estuviera en su salón, y en ello reside, tal vez, el artificioso encanto del retrato de esta muchacha que, seguramente, sabía muy bien disfrutar de la vida.

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