El dedo en la llaga

Un brazo muerto del río | Crítica

Familiarizado con la traumática herencia de la comunidad judía de Polonia, Mikolaj Grynberg se estrena en la ficción con una sobria y reveladora colección de testimonios recreados

El escritor, fotógrafo y psicólogo Mikolaj Grynberg (Varsovia, 1966).
El escritor, fotógrafo y psicólogo Mikolaj Grynberg (Varsovia, 1966).

La ficha

Un brazo muerto del río. Mikolaj Grynberg. Trad. Maila Lema. Acantilado. Barcelona, 2024. 144 páginas. 14 euros

Tras el reparto secreto de Polonia entre nazis y soviéticos, que se hizo realidad con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, las autoridades de ambas zonas se dedicaron con escrupulosa saña a eliminar a los miembros de las élites –militares, académicas, intelectuales, religiosas– de lo que describían como una nación fallida, con idea de someterla y erradicar para siempre la posibilidad de la soberanía. En sus desquiciados planes para la Europa del Nuevo Orden, los primeros les reservaban a los polacos y otros pueblos eslavos el papel de siervos sujetos a las necesidades del Reich, en el que los judíos, como se sabe, no tenían derecho a existir. A los “alemanes étnicos” previamente establecidos en el territorio, en algunos casos desde varias generaciones atrás, se les sumaron cientos de miles de nuevos colonos llegados para repoblar y ejercer como amos en la tierra conquistada. Es imposible reducir a cifras la magnitud del sufrimiento de Polonia en esos años, pero a la vez no hay modo de eludirlas. Antes de la ocupación, de acuerdo con los datos de Yad Vashem, los judíos representaban un diez por ciento de la población del país, con mucho la comunidad más numerosa de la diáspora. Sólo un lustro después, tras el asesinato de tres millones –o sea la mitad de las víctimas totales de la Shoah– sólo quedaba con vida algo menos de una décima parte. Hoy, tras la larga noche que trajo la ulterior dictadura, esta vez sometida a la dominación de la URSS, apenas permanecen en Polonia unas decenas de miles de judíos.

Se constata una paradójica sensación de culpa y el ocultamiento del dolor o de la identidad

Autor de otros libros donde recopiló testimonios de los supervivientes, el escritor, fotógrafo y psicólogo Mikolaj Grynberg se ha estrenado en la ficción, aunque no parece que haya inventado mucho, con una treintena larga de relatos –en rigor monólogos, dirigidos a un interlocutor no expreso– que recrean esas vivencias reales, acompañados de sugerentes fotos donde se alude al silencio, el vacío o la casi clandestinidad de un grupo humano castigado e incomprendido, dentro y fuera de las fronteras de Polonia. Más que a los propios supervivientes, de los que pronto no quedará ninguno, Grynberg se acerca a sus hijos o herederos y muestra cómo la descendencia ha afrontado una condición que sigue siendo controvertida. Lejos de resolverse con la restauración de la democracia, la cuestión sigue abierta y en la república actual rige una ley que penaliza a los historiadores cuando de sus investigaciones se deduce la implicación –que la hubo, aunque no fuera sistemática– de polacos en el genocidio. Si entre los no judíos perduran los estereotipos, algunos tan groseros que provocan vergüenza ajena, entre los que lo son se constata una mezcla de sentimientos encontrados que incluyen la paradójica sensación de culpa y el ocultamiento del dolor o hasta de la propia identidad, encubierta para no cargar el estigma –doble si se trata de la comunidad judeo-alemana– sobre los vástagos que en algunos casos ni siquiera saben cómo murieron sus ascendientes o ignoran quiénes fueron sus padres o abuelos.

De forma desnuda y a veces irónica, Grynberg explora la pertenencia a una estirpe ‘maldita’

Lo que revelan los monólogos es el rastro o los contornos de una herida que no cicatriza, un profundo daño que no acabó con la matanza y se ha prolongado en el tiempo, del mismo modo que el secular recelo hacia los judíos. El procedimiento de Grynberg recuerda al empleado por la gran escritora y periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich, cuando cede la palabra a los entrevistados sin dejar de componer con sus historias un fresco que las comprende pero va más allá de ellas, reconstruyendo lo general –el marco de una historia compartida– a partir de las experiencias singulares, por medio de un discurso sobrio, distante, notarial, pero también con momentos de intenso lirismo, que no condesciende a la mera denuncia y opta por mostrar, de forma desnuda y a veces irónica, las modalidades y las consecuencias de la pertenencia a una estirpe maldita, de acuerdo con la persistente visión de quienes siguen considerando a sus integrantes como cuerpos extraños. La imagen que da título al libro, tomada del último relato, refleja bien el propósito y la perspectiva del narrador: “¿Te das cuenta –le dice a Grynberg, aquí presente con su nombre propio, un veterano informante– de que vives en un brazo muerto del río? El caudal ha ido haciendo meandros, un brazo ha quedado aislado y se había ido secando. ¿Lo ves? ¿O quizá no quieres verlo?”. Aunque diezmada por la aniquilación o también por el exilio posterior, como vemos en algunas de las estampas, no ha dejado de existir la minoría judía de Polonia –“Hay gente que cree que ya no vivimos aquí. Para ellos somos tan pocos que no contamos”– ni de incomodar o servir de pretexto para el lucimiento biempensante. No hay énfasis ni complacencia en estas hermosas páginas que ponen, literalmente, el dedo en la llaga.

Una de las fotografías que ilustran los relatos de 'Un brazo muerto del río' (Acantilado).
Una de las fotografías que ilustran los relatos de 'Un brazo muerto del río' (Acantilado).

Una memoria problemática

La compleja y problemática memoria de la Shoah en Polonia, el territorio ocupado que los nazis denominaron Gobierno General, hurtándole hasta el nombre a la nación donde construyeron los grandes campos de exterminio, debe enfrentarse al hecho innegable de que el antisemitismo estaba muy extendido entre los naturales, que observaron con indiferencia o hasta regocijo –en la medida en que se beneficiaban del expolio– el cruel destino de los judíos deportados. Durante el rodaje de su film monumento, Claude Lanzmann pudo comprobar, y reflejar en secuencias magistrales, cómo los prejuicios seguían vivos entre los polacos, que en muchos casos no mostraban ninguna clase de compasión e incluso culpaban, con palabras más o menos explícitas, a los proscritos de su desgracia. Son famosas la escena a la puerta de la iglesia en Chelmno, donde un torvo parroquiano acusa a los judíos de la muerte de Cristo, o la desinhibida rememoración del campesino que reitera entre risas el gesto del degüello, como hacía cuando pasaban los trenes de la muerte para indicarles a los pasajeros –gente adinerada, según explica despectivamente– lo que les esperaba en Treblinka. En las impresionantes memorias del gran crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, nacido en Polonia, el hombre en cuya casa se escondieron aquel y su mujer, para escapar de una muerte segura, les dice cuando se despiden y tras rogarles que sean discretos: “Conozco a este pueblo. Jamás nos perdonarían haber salvado a dos judíos”.

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