Carnaval y más allá: las mascaradas de invierno

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Lo imprevisto y el disfraz, la alteración del orden, formaban parte de las fiestas solsticiales, pero fueron alejándose en el calendario frente a la nueva sacralidad navideña

Tosantos y Halloween: trucos y tratos contra el mal

Las celebraciones de Carnaval en Venecia llegaron a solaparse con las de Navidad.
Las celebraciones de Carnaval en Venecia llegaron a solaparse con las de Navidad. / Agencias

Hay tradiciones e inercias que quedan subterráneas, como una brasa, y luego enseguida prenden. De hecho, la mayoría de las tradiciones siempre mezclan lo que manda la sociedad hegemónica pero con un sustrato previo: aunque la manifestación concreta sea diferente, los sentimientos son muy similares”. El antropólogo de la Pablo Olavide de Sevilla, Alberto del Campo, hablaba así de la imbatible asunción de Halloween en nuestro calendario festivo. Los modos de celebrar del susto y el disfraz se han impuesto en tiempo récord al recogimiento y modo penitencial que era lo propio de nuestro 1 de noviembre. La fecha marca, además, el primer disfraz de un ciclo que continúa en Navidad y termina precisamente en Carnavales, atravesando los meses oscuros. “Es el tiempo de la zozobra, la oscuridad y la muerte. Para digerir ese miedo –añadía Del Campo–, se crean contextos de risa, fiesta y mascarada. La idea es pillar de improviso al mal, minimizarlo”.

La clave, para el especialista, radica en algo llamado “temposensitividad”: el concepto desarrollado por el también antropólogo Antonio Mandly que señala cómo nos sentimos de distinta manera según la época del año, aunque ya estemos muy separados del cielo y los ciclos agrarios. “A pesar de eso, esas ideas de lo que hay que hacer permanecen. La luz frente a la oscuridad, el ruido y la fiesta como formas de ahuyentar el mal y la transformación para manipular la realidad” señalaba.

Una pulsión que, si algo tiene de seguro, es que viene de antiguo. Los romanos eran especialistas en celebrar festejando y alterando el orden establecido a la sombra del solsticio de invierno, y aunque no es posible establecer una conexión directa entre esas celebraciones y las que se dieron más adelante, sí que casan dentro de esa inercia estacional.

A lo largo de la Edad Media, a lo ancho de Europa, se recogen un chorreo de monsergas que conminaban a taparse un poco durante las celebraciones navideñas. Lo de festejar el nacimiento de Cristo, venían a repetir los padres de la Iglesia, no era exactamente así. Las quejas nos podrían resultar familiares: se bebía mucho, se comía mucho, se gastaba mucho, la gente desfasaba a gusto. Si hoy día podemos considerar que nos pasamos en esto de celebrar la mejor época del año, no hay punto de comparación con lo que hacían nuestros antepasados. Por las "calendas" –que se corresponderían con nuestro Año Nuevo– la población hacía gala de un “abandono salvaje”, bailando, cantando, disfrazándose, insultando a la autoridad y haciendo caso omiso de los rebufos de la Iglesia. Un modo de festejar que, en efecto, está más cercano al Carnaval moderno.

El tema llegó a ser tan serio que, hacia el siglo XII–cuenta Sarah Clegg en La muerte del invierno–, la Iglesia decidió que tenía más rédito unirse al enemigo, y decidió establecer el Día de los Santos Inocentes como el destinado al desbarre (algo que se ha conservado con la tradición de las bromas). En Francia, comenzó a celebrarse el Festival de los Locos, en el que se escogía a un maestro de ceremonias (un falso obispo o Papa, que aquí tomaba la forma del obispillo, rodeado de sus jóvenes seguidores). Observamos el calado del tema con una carta emitida desde la Facultad de Teología de la Universidad de París a los prelados: sacerdotes y clérigos, se lamenta la misiva, “bailan en el coro vestidos de mujeres y cantan canciones lascivas. Comen morcilla por las esquinas del altar mientras se está oficiando misa. Juegan a los dados. Lo atufan todo quemando suelas de zapatos. Corren atizándose por toda la iglesia, sin el menor sentido de la vergüenza. Por último, deambulan por el pueblo y sus teatros, vestidos con harapos sobre sus carretas; y provocan las risas de congéneres y paseantes con sus viles puestas en escena, llenas de rimas y gestos indecentes, groseros y de mal gusto”.

¿Les recuerda a algo? Las celebraciones, en fin, terminaron siendo prohibidas, al menos, dentro de los muros de las iglesias, y aunque siguieron festejándose de puertas para afuera –muy a menudo, con la connivencia, cuando no participación directa, de las parroquias–, Reforma y Contrarreforma vinieron a significar su progresiva minimización dentro del periodo navideño. Siguieron celebrándose pero salieron de “lo sacro”: aunque en Venecia hay registros en los que se solapan Navidad y carnavales, poco a poco, fueron alejándose –diferenciándose– en el calendario. Hoy día, con la incorporación de la celebración del Halloween actual, las mascaradas del invierno se dilatan desde el primero de noviembre hasta Carnaval. Espantando sustos convirtiéndonos en uno –incluso cantando, y contando, lo que no apetece escuchar–. Resistiendo hasta la primavera.

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