Las ciudades de las mujeres
fuera del mundo | beguinas
En el siglo XIII, el centro de Europa se llenó de beguinatos: comunidades exclusivamente femeninas, dedicadas al trabajo y al servicio a los demás sin intromisión eclesial
Bélgica cuenta con hasta trece beguinatos reconocidos como Patrimonio Universal por la Unesco. Entrar en ellos es entrar en la madriguera del conejo, en un agujero de gusano: el mundo desaparece a tus espaldas. La sensación es especialmente acuciante –algo tiene el agua cuando la bendicen– en el begijnhof de Brujas, el más famoso: aún aislado por su propia muralla y con un patio central de álamos enormes. La luz y el silencio son de siglos atrás, de un universo aparte. Como si la huella de lo que fue, de lo que estos lugares han sido, permaneciera.
Nadie sabe muy bien por qué surgió, en el centro exacto de la Edad Media, un movimiento como el de las beguinas, aunque sin duda no era ajeno a los anatemas varios que pululaban por el ambiente. En el libro de Walter Simons sobre el fenómeno, Cities of Ladies, el autor señala también el fuerte carácter urbano que, en contraste con el resto de gran parte de Europa, tenían los Países Bajos: la ruta entre Brujas y Colonia estaba trufada de ciudades comerciales, poblada por gentes bilingües y con un alto sentido, por decir, de la autonomía personal. Los matrimonios eran tardíos para la época y se tenían pocos niños:la mujer era un buen partido si se demostraba que podía contribuir a la economía familiar; en el sur, bastaba con que menstruase. En Flandes, además, las mujeres podían heredar como los varones, por lo que la dote tampoco era necesaria. La educación en una muchacha se consideraba, también, moneda de cambio entre las clases pudientes, por lo que existían tantos tutores como tutoras.
Visto así, no resulta tan extraño que, a principios del siglo XIII, comenzasen a surgir comunidades de “damas” que, bajo un paraguas de labor cristiana y de dignidad del trabajo, se agruparan para vivir juntas, en “virtud”, fuera de las normas monásticas. “Virtud” es, por tanto, un concepto relajado. Rezaban juntas y atendían a enfermos y necesitados, enseñaban a niñas huérfanas. Pero aunque se defendía, por ejemplo, el celibato, no se hacían votos. Había madres e hijas que acudían juntas a la comunidad, y una beguina podía dejar la “orden” para casarse.
Durante gran parte de la historia occidental, el convento podía considerarse una escapatoria sensata siendo mujer: ofrecía cierta protección, techo, comida, quedabas fuera del peligro de los partos y de la voluntad de todos. Cuando una viuda o matrona de abolengo se retiraba a uno de ellos, se decía, entre suspiros, que estaba ya “cansada del mundo”. Lo que estaba, muy probablemente, era harta, y el convento suponía tremendo alivio: había quien se recluía con doncellas para su cuidado y en aposentos privados. Porque, otro detalle importante, para entrar en un convento hacía falta dinero en forma de dote.
Probablemente, ese fuera otro de los motivos que animase a estas mujeres a organizarse de manera paralela: aunque bienvenido, el dinero, sobre todo, era algo que procurarse mediante los cuidados, la enseñanza, trabajando de tejedoras. Se fueron agrupando alrededor de iglesias o de hospitales, en terrenos en la época a las afueras de las ciudades –ahora, en el cogollo de las mismas–, muchas veces, con una muralla propia. Pequeñas ciudades, un grupo de casitas inmaculadas, dentro del ruido del mundo. El diseño abunda en ese afán de espaldas a la realidad, en el sentido de hermandad como una forma de protección. Y la fe, responsable última (decían) de este estilo de vida, era su escudo. Su excusa frente a un mundo que las contemplaba primero, desde el pasmo. Después, desde la indignación.
Hay que tener muy en cuenta lo revolucionario de la propuesta de estas mujeres. Bajo el parapeto del servicio cristiano y la ayuda a la comunidad, no eran de nadie. Ni Dios, ni marido, ni amo. En pleno siglo XIII.
Evidentemente, no podía tolerarse. Se considera que el juicio y ejecución –quemada en la hoguera, como buena bruja– de Marguerite Porete marcó un antes y un después en la trayectoria de las beguinas. Perteneciente a la hermandad, la autoría de un libro llamado El espejo de las almas simples (donde hablaba de la unión mística con Dios) le computó su sentencia por hereje, en 1310. Porete se negó tanto a retirar de circulación el libro como a retractarse de sus puntos de vista.
Dos años más tarde, el Papa Clemente V decretaba que el modo de vida de las beguinas debía de “ser prohibido definitivamente y excluido de la Iglesia de Dios”. No me digas, Clemente. Me decepcionas. Era lo ultimo que esperaba.
Poco después, su sucesor, Juan XXII –el que tuvo el detalle de ascender la brujería a la categoría de herejía, abriendo la puerta a varios siglos de diversión– , levantó la prohibición pero, desde entonces, la supervivencia de las beguinas pasó a depender en alto grado de su asimilación en alguna orden conventual (carmelitas, benedictinas). Los beguinatos florecieron durante la segunda mitad de la Edad Media y la Edad Moderna, principalmente, en regiones de Europa Central: sufrieron enormemente los vaivenes de la Reforma y la Contrarreforma, y pasaron a estar cada vez más tutelados por la Iglesia.
Mientras no deis la nota, podéis hacer lo que os dé la gana, ¿verdad? Calladitas, bajo mi anillo. Como en el convento, pero sin el convento. Lejos de ofrecer una imagen desafiante a las convenciones, los beguinatos, las beguinerías, comenzaron a ser sinónimos de beateríos, en la concepción que hoy tenemos del término. Las beguinas no eran más que santurronas, beatas. Un viaje, en sangre, similar al que vivió, en tinta, el término spinster; la etimología de “solterona”, en inglés, remite a tejedora: es decir, mujer que no dependía de nadie.
Despojadas de su auténtica razón de ser durante siglos, y de su sentido en el mundo contemporáneo, la última beguina, Marcella Pattyn, ciega de nacimiento, moría en el 2013 en el beguinato de Kortrijk (Bélgica), a los 92 años.
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