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MODOS DE VIVIR | CRÍTICA

James Bridle cuestiona en 'Modos de existir' (Galaxia Gutenberg) por qué la inteligencia artificial tiene que ser forzosamente negativa

El artista y ensayista James Bridle (1980). / D. S.
Luis Manuel Ruiz

12 de enero 2025 - 06:00

La ficha

'Modos de existir'. James Bridle. Traducción de Teresa Bailach Arrate. Galaxia Gutenberg, 2024. 494 páginas, 26 euros

Hace dos o tres semanas, al ocuparnos de otro libro que la tomaba por supervillano, tuvimos ya ocasión de comprobar que la IA, o inteligencia artificial para quien conserve el hábito de las palabras completas, se ha convertido en una de las mayores némesis del pensamiento contemporáneo. Agoreros de toda calaña surgen aquí y allá para advertirnos que el imperio del hombre conocerá su fin, consumido por su propia creación de silicio, a menos que ponga manos a la obra cuanto antes para remediarlo: lo cual significa, según las variantes, entregarnos al liberalismo más troglodita y recuperar las formas más mostrencas de propiedad y familia (así, el omnímodo Elon Musk), abrazar el humanismo que, aun de capa caída, sobrevive malamente en la obra de dos o tres nostálgicos y universidades trasnochadas, o, en fin (y esta es la novedad que trae nuestra lectura de hoy), explorar nuevas formas de inteligencia natural desde cuyas posiciones la que llega ahora, la artificial, no tenga por qué resultar una amenaza sino todo lo contrario.

James Bridle, artista multidisciplinar amén de especialista en tecnología y conferenciante, vive apartado del mundo en una orilla de Grecia, desde donde se dedica a meditar acerca de la vida en el cosmos, el lugar que el ser humano ocupa en él y su relación con otras criaturas. Adepto del ecologismo y del pensamiento divergente, devoto de la ciencia ficción y enamorado de la fantasía (según confiesa en el capítulo inicial de su obra), Bridle se preguntó durante una noche estrellada como la que inspiró a Kant por qué la IA tiene que ser forzosamente negativa: qué hay en ella que la convierta en el malo de la película cada vez que se entabla una discusión sobre el futuro de la humanidad en el planeta o nuestra convivencia con otros seres en el medio que nos sustenta a todos. Y por fin, y ya era ahora, Bridle llega a una constatación que esperábamos desde hacía mucho tiempo, más allá de las repetidas jeremiadas y los trenos por la decadencia de la especie: la IA no es buena ni mala, como no lo es un serrucho (la comparación es suya), sino el uso que hagamos de ella. Hasta ahora, visto que sólo ha servido para perseguir a los enemigos del totalitarismo, fichar a los clientes de los grandes portales de compra, exprimir los recursos de las fuentes naturales más exhaustas, y, en general, hacer más feroz y salvaje el monstruo capitalista que (él sí) amenaza con tragarse el mundo, es natural que mueva a la sospecha y el pesimismo. Y todo ello porque el problema, más que en el adjetivo, se encuentra en el otro término del binomio. Que la inteligencia sea artificial no tiene la más mínima importancia: lo malo es que es una inteligencia podrida, que ha sido construida sobre un modelo que no sirve.

Este nuevo cerebro está educado por quienes han convertido el planeta en un monstruoso erial

El argumento principal del autor es que, si fuéramos capaces de concebir un tipo de inteligencia nuevo, apartado del que ha imperado hasta la fecha, la IA que viene no tendría por qué hacernos temblar. Quienes educan a este nuevo cerebro del futuro quieren hacer de él una versión amplificada, monstruosa, de la misma clase de mente que ha convertido el planeta en un erial: una variante de razón descarnada, carente de empatía, atenta sólo al beneficio, ocupada en explotar al máximo aquello sobre lo que ejerce su pensamiento sin consideraciones añadidas de orden ético o de otra clase, aplicada a un método implacablemente rectilíneo. La IA que tememos es un espejo de lo peor de nosotros mismos: lo que nos sucedería si diéramos a una máquina el poder de dominarlo todo prestando oídos tan sólo a su propia ambición y egoísmo. Pero otras IAs son posibles porque otras inteligencias también lo son: estamos rodeados de ellas.

Desde dicha línea de salida, Bridle dedica el resto de su prolijo y muy ilustrativo ensayo a rastrear en la naturaleza formas de pensamiento u organización alternativos, que puedan ayudarnos a gestionar una mejor convivencia con el entorno en que vivimos, que puedan prometer un futuro más desahogado y pleno. Visita así la inteligencia social de los bonobos, la selvática de los gibones, la que hace que los pulpos puedan colaborar con sus cuidadores y los hongos de los bosques se comuniquen entre sí. Se extraen lecciones de las coníferas, de las anémonas, de las bacterias, de las cucarachas, incluso de los planetas en bloque, entendidos como unidades biológicas. Con buen tino, el autor no se limita en sus lecciones al saber del laboratorio: mecha a menudo sus ejemplos con obras literarias y piezas de arte (así, Duchamp), lo cual nos permite atisbar con mayor facilidad formas de entender el mundo que no siguen la pauta habitual, que pueden pensar la realidad con más matices que nuestros escaques blancos y negros y alcanzar así una visión más completa. Convertirse por una página en pulpos o líquenes y pensar con sus categorías, según nos propone Bridle una vez y otra, debería así ser útil para comprender que, bien usada, la inteligencia, sea de la clase que sea, nunca puede suponer una sombra: más bien una nueva luz, un prisma que nos haga contemplar colores nuevos.

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