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El conde de Montecristo y las aventuras del diablo negro

el pastillero

Alejandro Dumas vengó en una de sus novelas más emblemáticas la memoria del que fuera su padre:hijo de esclava y aristócrata, general de Napoleón Bonaparte y prisionero en una cárcel de Napolés

'El Conde de Montecristo' sigue hablando con los jóvenes de hoy

Imagen de la producción francesa sobre la obra de Dumas, estrenada este verano. / D.C.

Si de algún consuelo sirve la ficción es para procurarnos eso que casi nunca sucede en la vida: un final, si no feliz, menos desgarrado. La caricia de saber que, en algún plano, las injusticias se resuelven, los malvados obtienen su merecido y todo lo que alguna vez se torció, vuelve a enderezarse. El dulce regusto de la medida por medida, ya sea en sueños.  

Alejandro Dumas sabía muy bien de qué estamos hablando: lo sabía tan bien que le dedicó las mil páginas –dependiendo del tamaño de letra– que dan forma a El Conde de Montecristo. La novela salpimenta con épica –escapadas imposibles, islotes del tesoro– una trama que pudo estar inspirada en la historia real de Francois Picaud, que tuvo gran predicamento a principios del siglo XIX. 

Pero hay otra figura, mucho más cercana y sentimental, que movió a Dumas a escribir la gran historia de venganza y compensación: la de su propio padre, Thomas Alexandre Dumas Davy de la Pailleterie, nacido en Santo Domingo en 1762. Unos apellidos –uno piensa, y acierta– que lo hacían hijo de la aristocracia francesa. Y unas coordenadas –uno piensa, y acierta– un tanto problemáticas. En efecto, Dumas Davy era hijo de Alexandre Antoine Davy, y de una esclava negra, Marie-Cessette Dumas.

El impacto que dejó el recuerdo –o, más bien, la sombra del recuerdo– de Dumas padre en su sucesor fue inmenso: murió cuando el escritor tenía tres años, pero a él le dedica nada menos que 22 capítulos de sus Memorias

Como heredero de un marquesado, Antoine Davy terminó llevándolo con él a París, donde recibió la mejor educación que el dinero podía comprar –no antes de que el aristócrata vendiera en las colonias a la madre y a otras dos hijas–. Ambos vivieron lujosamente durante años, hasta que un nuevo matrimonio del marqués enfrió su relación. Como otros miembros de la nobleza, Thomas-Alexandre se metió en el Ejército: ingresó en el Sexto Regimiento de los Dragones de la Reina bajo el nombre de ‘Alexandre Dumas’, el 2 de junio de 1786. El registro lo describe como de metro ochenta, de pelo y cejas encrespados, rostro ovalado, piel oscura, boca pequeña y labios carnosos. 

Alexandre Dumas se creció en la Francia revolucionaria: tanto, que sus servicios terminarían valiéndole el título de general. Entre otras proezas, su destacamento atacó los Alpes escalando con crampones desfiladeros cubiertos de hielo, capturando a entre 900 y 1700 prisioneros. Las tropas austríacas lo apodaron “el diablo negro”. Participó también en la batalla de las Pirámides junto a Napoleón, a quien llegó a plantar cara ante las condiciones lamentables que vivían las tropas. El propio Napoleón cuenta que estuvo a punto de pegarle un tiro por sedición. Y aquí comienza el periplo de Montecristo: salió de Egipto en un barco que naufragó cerca de Nápoles, donde fue hecho prisionero. Durante los dos años que duró su cautiverio, recibió la ayuda de un grupo secreto francés, que le proporcionó ayuda médica. La necesitaba: cuando volvió al mundo exterior, estaba medio paralizado y casi ciego de un ojo. Moriría cinco años después, sin que su mujer tuviera derecho a la pensión que recibían las viudas de los generales, de forma que la familia Dumas se encontró bordeando la pobreza. De hecho, a pesar de los ingresos que obtenía su madre trabajando en un despacho de tabaco, Alexandre Dumas no pudo recibir educación superior. 

“Yo adoraba a mi padre –admitiría Dumas hijo–. Quizá, a esa edad, el sentimiento que hoy día llamo amor no era más que un pasmo absoluto ante su hercúlea estructura y esa fuerza inmensa que le había visto desplegar en tantas ocasiones”. En sus recuerdos, Dumas rememora estampas casi fantásticas en la biografía de su progenitor, como la vez que escapó del ataque de un caimán en el Caribe francés; o la visita a Pauline Bonaparte. Dos días antes de morir, el que había sido general de la República francesa quiso montar a caballo, pero el dolor le hizo renunciar: un final que luego Dumas recrearía en la muerte de Athos. Incluso cuenta que, al cuidado de unos tíos, el niño Dumas escuchó que alguien llamaba a la puerta a medianoche, cuando Thomas-Alexandre murió, y les dijo a sus primos: “Es mi padre, que viene a despedirse”.

«Aún hoy en día –continúa Dumas en sus Memorias–, el recuerdo de mi padre, en cada detalle de su cuerpo, en cada gesto de su rostro, está tan presente como si se hubiera ido ayer. En definitiva, aún lo quiero, con un afecto tan tierno, tan profundo y real como si me hubiera protegido durante la infancia, y como si hubiera tenido la gran fortuna de haber pasado de la niñez a la adolescencia sostenido por sus fuertes brazos”. 

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