¿Cultivarse o ser cultivado?
Conferencia de Jaron Rowan en la UCA
El investigador Jaron Rowan anima a “hacer política cultural desde el disenso” durante la conferencia que ofreció en el programa Presencias Periféricas de la UCA enmarcada en el Festival Afueras
Cádiz/A Matthew Arnold, poeta inglés, autor del tratado Cultura y anarquía y, algo así como el padre de la política cultural moderna, le entraron las siete cosas malas por el cuerpo cuando un grupo de trabajadores montaron un mitin en Hyde Park donde pedían el sufragio universal (ojo, las mujeres todavía no eran universo). “¿Cómo estos tipos van a decidir sobre qué es lo mejor para el país si hasta han entrado al parque pisoteando las flores?”. Arnold, que era un tipo que le daba muchas vueltas a la cabeza, resolvió: “vamos a educarlos para que voten bien”. Y así, amigos, empieza esta historia de doble filo. ¿Cultivarse o ser cultivado? Porque es innegable (o no) que la cultura civiliza, empodera, te hace ser consciente de tú, sujeto, como individuo, y de tú como parte de un colectivo con el que compartes gustos (“nada como un chiste para saber quién es o quién no es de los tuyos”); pero también, ahí la trampa, la cultura, como elemento de cohesión social, es una herramienta para homogeneizar el gusto y, por tanto, para excluir a todo aquel con otro distinto. Esta es la historia, amigos, de una relación hermosa, tensa y en movimiento: la de la política y la cultura.
Quién mejor para contarla que el investigador, docente y agitador cultural catalán Jaron Rowan, y qué mejor marco que las Presencias Periféricas de la UCA con las que se engorda el Festival Afueras. Periferia, afuera... Lo ideal para abrazar una conferencia que habla de las relaciones entre márgenes y centro; entre leyes escritas y no escritas; entre consensos y disensos. Porque, al fin y al cabo, todas las preguntas (muchas) que florecen tras las palabras de Rowan acaso sólo pueden tener una sola respuesta: es importante ser conscientes del estado de esas tensiones y hacer un diagnóstico antes de actuar (“ahora que parece que estamos en un momento de rediseñar las instituciones, si no entendemos de dónde venimos va a ser difícil ponernos de acuerdo de hacia dónde queremos ir”, recomienda).
Por eso Rowan propuso “un viaje en el tiempo” para ahondar en los orígenes de la tesis que defiende: “sólo se puede hacer política cultura desde el disenso”.
Así, tendidas al sol en esta página, estas palabras sin contexto que las sujete se antojan extrañas. Pero Rowan preparó los anclajes de su discurso trasladándonos a esa Inglaterra con la revolución industrial en ciernes, y, más atrás, a la Alemania del XVIII donde el poder feudal está siendo desmantelado por la incipiente burguesía. Habló de la Ilustración y la razón encaramada sobre sus hombros. Y de la Estética, esa otra área de aprendizaje sobre esos objetos raros (una novela, un poema, una partitura...) que nos afectan más allá de la razón. Habló de las repercusiones de esa experiencia de lo estético, el gusto, y cómo la burguesía lo toma como herramienta útil para hacer comunidad. Vaya, que hasta pagan por esas cosas que no son productos pero que les hacen sentir cosas y, más interesante, a través de ellos se reconocen unos a los otros.
Hasta apareció Kant para recordarnos que no se puede legislar el gusto pero que es una de las leyes más importantes que hay. “No se puede poner por escrito en una ley que te guste el Carnaval pero, ¿no es un elemento importante de cohesión de esta comunidad? Y, sin embargo, siempre habrá gente a la que no le gustará, ¿qué hacemos con ellos?, ¿los dejamos fuera?”, nos enfrenta Rowan.
El caso es que, según expone, el Estado, que es una condensación de relaciones de poder (partidos, sindicatos, colectivos...), crea las instituciones para educar ese gusto homogéneo con sus políticas culturales. Proteger el interés general, que se llama. Un interés general que legitima unos gustos, unas ciertas manifestaciones culturales, unos artistas, mientras que otros se quedan fuera. Nuestra misión, propone, disentir, crear siempre tensión para que ese interés general esté tan vivo, tan en movimiento, como nosotros, y no tan estático como las instituciones (“que no cambian, aunque entren unos y salgan otros”). Porque, dice Rowan, “la cultura sirve para crear consensos, sí, pero de ella es donde nacen los disensos”.
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