Destino reedita 'Olvidado rey Gudú': El bosque de Ana María Matute
el pastillero
La editorial publica de nuevo, en el centenario de la autora, la novela con la que vindicó la fantasía cuando el género no estaba de moda
El título supuso su regreso al panorama literario tras un silencio de veinte años
"No sé si mejor o peor, pero siempre he sido diferente"

Llegó un momento en que se transformó en una mole absurda, que arrastraba sin convicción, de habitación en habitación, durante los años oscuros: los años de la depresión. Las tinieblas del bosque al fin la atraparon, sumiéndola en lo que se tradujo en un silencio literario de veinte años. El mamotreto, esa cosa de la que tiraba como una condena, terminaría revelándose como su flotador. Olvidado rey Gudú fue el título con el que Ana María Matute, fallecida en 2014, reapareció en nuestro panorama literario. Lo hizo con una novela enmarcada dentro de la fantasía, un género que ha costado vindicar en nuestro país y que, sin duda, movió a la sorpresa entre algunos. Tal vez por ello, muchos aseguraban –para pasmo de la propia autora– que esa historia de trasgos, y castillos, y sirenas, era digna de Tolkien. Cuando, si tiene alguna influencia, es de la tradición artúrica: un universo hecho cuento mágico, atado a la fascinación infantil, con cierto aire de aquellos coleccionables de fantasía de los años 50.
Olvidado rey Gudú, decía la propia escritora, “era el libro que quería escribir de niña”. Terminó siendo, también, el título con el que más satisfecha estaba: “Ha ido creciendo dentro de mí, como un árbol”. En el centenario de la autora, y cuando están a punto de cumplirse treinta años de su publicación, Destino recupera a Gudú y a la reina Ardid en una edición de cantos tintados e ilustración de cubierta de Tomás Hijo.
Lo cierto es que la inmersión de Matute en este libro-saga fantástico no era tan sorprendente. Ya se había introducido en mundos más imaginarios en La torre vigía (1971), y toda su sensibilidad hacía pensar en ella como una autora proclive a jugar con la fabulación –su Gudú está dedicado, de hecho, a Andersen, Grimm y Perrault como grandes referentes–.
Porque antes de esa segunda parte de su producción –minimizada por algunos–, Ana María Matute había sido, entre todas las voces que relataban los vericuetos de la posguerra, la que se había fijado en el quebranto, por ejemplo, de los niños sin juguetes. Señalaba ese tipo de huecos con una delicadeza especial, entrando también dentro del enorme paraguas de “lo social” que abundaba en la época. De hecho, su primera obra, Los Abel (1948), apareció tan sólo cuatro años después de la Nada de Carmen Laforet: tan jóvenes las dos, y ya golpeando. Matute también se haría con el Premio Nadal (en 1959 con Primera memoria), y con el Planeta, con el Café Gijón, con el Cervantes, con el Nacional de Narrativa y con el Príncipe de Asturias de las Letras. Tenía el hat-trick de la creación literaria nacional: faltaba el Premio Nobel. “Hubo una vez un académico sueco que estaba muy interesado en dármelo –contaba–. Pero resulta que se murió. Y después fue lo de la depresión”. Fue una de las primeras mujeres en llegar a la RAE, donde se sentía como “Blancanieves y los 40 ladrones”. En su discurso de entrada a la institución, En el bosque, hacía referencia a esa cualidad de encantamiento que tuvo siempre el ámbito de la imaginación: “Se llamaba En el bosque –explicaba– porque, precisamente, la primera vez que escuche esa palabra supe que ese iba a ser, que ese era mi territorio. Gracias a la fantasía, a la creencia en lo imposible, hemos sido capaces de hacer frente a la brutalidad, al desastre o la maldad inexplicable”. El hallazgo de la luz en la noche: esa cualidad que tan bien explicaría luego en Paraíso inhabitado.
Ella sabía bien de la zarpa del mundo, que no sólo había podido descubrir a su alrededor –por tener ojos en la cara– durante y después de la guerra, sino que se había presentado en su vida quitándole la custodia de su hijo – “lo que más quería, por encima de la literatura”–, al separarse de su primer marido. Sólo podía verlo los sábados o cuando las mujeres de la familia paterna se lo llevaban a escondidas. La depresión la pillaría una década después.
Cuando alguien le hablaba de escribir su biografía, ella asentía, pero no tenía ninguna intención de hacerlo: “¿Para qué, para que diga que he sido una infeliz? Pero si eso ya se sabe”. Y es que “el ser humano –aseveraba– ha sido siempre cruel e implacable con quien se muestra vulnerable, y eso era así antes, lo era cuando yo era joven, y es así ahora”.