Dibujante de María Antonieta y socialité en un mundo en llamas
Retratista oficial de la reina de Francia, Elisabeth Vigée-Lebrun se mostró capaz de vivir de su obra, saltando de palacio en palacio, mientras Europa temblaba
"Mucha obra anónima atribuida a hombres la pintó una mujer"
Ambas vieron, de cerca y de lejos, el esplendor de Versalles y los afanes de la Revolución Francesa. A ambas les salpicó la guillotina. Las dos vivieron una larga vida y fueron reconocidas artistas cada una, a un lado de lo que hoy llamaríamos alta y baja cultura. Y las dos escribieron sendas biografías, ambas hagiográficas, ambas poco creíbles y, al menos una de ellas, tan fantástica como sus criaturas.
La primera de estas dos mujeres, a la vez distintas y especulares, respondía al nombre de Louise-Elisabeth Vigée-Lebrun y cinceló su fama como la retratista oficial de María Antonieta. ¿Todos esos cuadros con bruma de algodón de azúcar en los que aparece la consorte francesa? Ella los firma.
No están estas obras entre mis favoritas, pero es que la producción de Vigée-Lebrun fue monstruosa. Ella sola era una factoría, y su materia prima era la nobleza: frente al hieratismo que imponían los retratos de la corte real francesa, las obras de Vigée-Lebrun eran conocidas por proporcionar un resultado cercano y favorecedor. Su estilo rejuvenecedor, de pieles cálidas, rostros suaves y sonrientes y enormes ojos, era muy cotizado por las aristócratas, que no querían pasar sin ser inmortalizadas por el que podríamos llamar ‘filtro Lebrun’.
Reinas de Francia aparte, Elisabeth Vigée-Lebrun usaba un método incomparable para mostrar cómo podía quedar quien fuera dibujado por sus manos: ella misma. Los autorretratos que firmó, sola o en compañía de su hija, se encuentran entre los mejores de su producción: unas piezas en las que te interpela la mirada de una mujer de hace más de 200 años.
Como ella misma cuenta en sus Memorias, la existencia de Lebrun parecía predestinada al arte, con un padre que le enseñó el oficio ante lo que parecían cualidades innatas de la niña; y una madre que le enseñó todo acerca del marketing: con ella iba a ver las salas donde se exponían los cuadros de los maestros flamencos, y del brazo de su madre daban largos paseos por las avenidas en las que había que ver y ser visto. Y fue su madre la que la animó a casarse con un tratante de arte, Jean-Baptiste Pierre Le Brun. La unión no auguraba nada bueno cuando el propio novio le pidió a Elisabeth que mantuvieran el enlace en secreto: algo que ella aceptó más que satisfecha porque, como se vería posteriormente, era más que reacia a borrar su apellido de soltera. Jean-Baptiste se desveló como adicto al juego.
Convertida en retratista de la reina, Vigée-Lebrun sería lo que hoy llamaríamos una socialité: guapa, solicitada, de gusto alabado y con inmejorables contactos. Para hacernos una idea, a las veladas en su casa acudían los músicos más célebres del momento a tocar adelantos de sus óperas.
Por supuesto, en todas las descripciones que Vigée-Lebrun realiza de la aristocracia estamos ante auténticos seres de luz – frente a los “caníbales” revolucionarios–: “La reina –cuenta, describiendo una de las galas– , estaba cubierta de diamantes, y relucía cuando la luz del sol caía sobre ella (…) Parecía una diosa en medio de sus ninfas”. El punto de delirio a todo esto lo ponen detalles como que ella y María Antonieta hacían duetos (y vídeos de TikTok, por qué no), o que la reina le recogía los pinceles del suelo.
Toda esta entrega y fascinación no bastaron para que, viendo las barbas de sus muchos vecinos pelar, Vigée-Lebrun cogiera a su hija y huyera de Francia en un carruaje, el 5 de octubre de 1789: el día de la marcha sobre Versalles. Elisabeth Vigée-Lebrun estaba en lo más alto de su fama y dejaba sus pertenencias, sus cuadros y a su marido detrás, huyendo casi con lo puesto. En el exilio, eso sí, podía disponer a gusto sobre lo que ganaba, sin intermitencias de su esposo –del que se divorció en 1794– y, durante doce años, sus pinturas las mantuvieron a ella y a su hija mientras saltaban de Nápoles a Roma, a Viena, a Praga, a San Petersburgo.
Durante todo este peregrinar de palacio en palacio, y de baile en baile, pintando a la nobleza, Vigée-Lebrun no parecía especialmente preocupada por lo que pasaba en Francia: sólo se enteró, porque su hermano se lo dijo, de que los monarcas franceses habían pasado por el cadalso y no quiso “saber más”. Durante su estancia en San Petersburgo, pintó casi 90 retratos y a punto estuvo de hacer el de Catalina la Grande, que tuvo a mal morir de una apoplejía justo el día en el que habían concertado una cita.
La figura de Vigée-LeBrun produce sentimientos encontrados: por un lado, la admiración ante su capacidad artística y su determinación en andar sola por el mundo, cuando el mundo estaba en llamas. Si la inteligencia es la capacidad de adaptación al medio, sólo podemos pasmarnos ante esta mujer que saltaba entre algodones mientras Europa ardía. Por otro lado, es inevitable ver que reunía a mucho de lo malo que se mandó a arder en aquellas hogueras: sus Memorias dejan entrever a una mujer elitista, hedonista y frívola, capaz de dejar de lado a su hija cuando esta hizo lo que le parecía un mal matrimonio.
Un perfil más sofisticado, pero también menos cercano, que el de la imagen especular que, decíamos, la saluda en la misma época, desde el otro lado del espejo: la de madame Tussaud.