Eternidad
Duelo sin brújula | Crítica
La última entrega de Reino de Redonda toma la forma de una doliente confesión de Carme López Mercader, su mujer y compañera de vida y aventura, tras la muerte de Javier Marías
La ficha
Duelo sin brújula. Carme López Mercader. Reino de Redonda. Madrid-Barcelona, 2024. 128 páginas. 12 euros
Publicado dos años después de la inesperada muerte del escritor madrileño en septiembre de 2022, el sobrio, hermoso y conmovedor libro que su viuda Carme López Mercader ha dedicado a consignar el dolor, literalmente inconsolable, derivado de su ausencia, pone el cierre al sello editorial que ambos fundaron y ha concluido con esta indeseada pero memorable despedida. Parafraseando en su título la afirmación de Marías, cuando decía pertenecer a la clase de escritores de brújula frente a los que se sirven de mapa, el Duelo de López Mercader hunde sus raíces en treinta años de estrecha relación que acabaron de modo abrupto, tras una “catástrofe vital absoluta” de la que no se ha recuperado. “Primero llega la muerte y después el duelo, la desolación infinita”, comienza diciendo, y poco después añade: “Nada nos prepara para la pérdida”. Quien afronta ese “dolor en estado puro”, no sólo físico, se ve obligado a atravesar una terra incognita, un “desierto sin puntos de referencia”. Se ha abierto un cráter, un “descomunal socavón” que abre un abismo entre la “existencia vaciada” del doliente y los demás. Ante la magnitud del descalabro, “las palabras no valen nada y de contenido contienen muy poco”.
Si el matrimonio es una “institución narrativa”, el diálogo se ha convertido en soliloquio
Si el matrimonio es una “institución narrativa”, como se decía en Corazón tan blanco y recuerda López Mercader, la desaparición de una parte interrumpe el relato que ya no puede avanzar. La voz conjunta se apaga, el diálogo se ha convertido en soliloquio. De poco o nada sirven los bienintencionados ánimos de familiares y amigos, casi ofenden –consabidas muestras de ese “bonito pensamiento positivo” que ya pudo escuchar durante la estancia hospitalaria– los habituales “hay que continuar” o “la vida sigue”. La lógica preocupación de los allegados, incluso los más queridos, puede llegar a ser irritante. Desde la “residencia permanente en el Limbo” el tiempo no pasa y se observa con fastidio cómo los demás parecen haberse olvidado del ausente o lo fingen con intención terapéutica. No se ha dejado atrás sólo a la persona, sino también las incontables vivencias compartidas –libros, películas, lugares, costumbres, bromas recurrentes, los códigos privados de cualquier pareja– que daban sentido al vínculo y son ya inseparables de la identidad del superviviente. Una identidad cercenada, para siempre incompleta.
No hay aprendizaje en el sufrimiento, no hay lecciones ni ganancia de ninguna clase
No hay en el libro de López Mercader un retrato íntegro del hombre ni se aborda por extenso el pasado común, aunque a veces comparecen recuerdos entrañables, bailes, imitaciones, amables reconvenciones, alguna pudorosa muestra de la convivencia íntima. Son el tiempo de la enfermedad –“el verano de su agonía”– y sobre todo el posterior a la pérdida, la pérdida misma y lo que conlleva, la materia de la confesión. Su enfoque es doméstico, alejado de la proyección pública y de esa “imagen estereotipada” que, nos dice, tampoco le preocupaba a Marías, aunque la “fama de distante, cuando no de antipático” no se correspondía en su experiencia con el carácter de una persona cordial, bondadosa y bienhumorada. La existencia póstuma, las fases del duelo, el culto a los fetiches o el supuesto poder lenitivo de la memoria son desmentidos o no tienen aplicación en su caso. No hay aprendizaje en el sufrimiento, no hay lecciones ni ganancia de ninguna clase: “El duelo es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”.
La prosa escueta de la autora, testimonial, analítica, es también sencilla y franca, sin ínfulas
El de López Mercader es un texto desnudo que observa la pena –por decirlo con la expresión que dio título al gran libro de C.S. Lewis sobre su propio duelo, muy admirado por el padre de Marías, don Julián, que sufrió una devastación similar tras la muerte de su mujer, Dolores Franco Manera, a quien todos llamaban Lolita– no exactamente para conjurarla, pues no parece haber intención catártica, sino para registrarla de un modo sereno y preciso que no supone alivio pero quizá, después de todo, aporte algo de consuelo, al proponerse expresar lo inexpresable. Pese a la dureza de lo narrado, la autora no cae en el patetismo. Su prosa escueta, testimonial, se diría traspasada por la voluntad analítica –y en ciertos pasajes incluso el estilo– del propio Marías, pero es también sencilla y franca, sin ínfulas, con momentos de humor pese a todo. No acaba nunca la añoranza, pero la noche, tan temida, trae a veces el reencuentro fugaz en los sueños.
No vuelven los que se fueron, pero los vivos pueden declarar su amor más allá de la muerte
Al contrario que Marías, tan aficionado a las historias de fantasmas, siempre acompañado, dice en bella imagen, por la benéfica escolta de los muertos a los que quiso, López Mercader tiene un temperamento racional –solía burlarse no de la credulidad de su marido, sino de su rara familiaridad con los seres incorpóreos– que descree de las “antenas extrasensoriales”. En el emocionante epílogo, sin embargo, titulado Eternidad, constata una especie de apertura a esa posibilidad de comunicación que sabemos imposible, cuando relee las dedicatorias de los libros o siente de un modo perturbador, pero no desagradable, la presencia cercana. No vuelven los que se fueron, pero los vivos pueden seguir declarando su amor más allá de la muerte.
Orfandad del Reino
Casi un cuarto de siglo ha durado la aventura editorial que Marías y López Mercader iniciaron hacia el cambio de milenio, en el año 2000, materializada en más de cuarenta entregas que dan fe de un criterio exquisito donde las predilecciones personales se combinaron con todo un entramado de devociones y complicidades. La editora recuerda que era su marido quien elegía los títulos y después ella, veterana profesional del sector, se ocupaba de producirlos, pero más allá del reparto de tareas fue una feliz empresa común y no extraña que haya decidido darla por concluida. Con una visibilidad casi clandestina, pero muy apreciada por los fieles, el sello Reino de Redonda acogió obras poco conocidas de clásicos como Dinesen, Yeats, Hardy, Conrad, Balzac, Faulkner o Stevenson, de gigantes de la historiografía como Sir Steven Runciman o John Julius Norwich y de autores de culto como el fundador del Reino, M.P. Shiel, que abrió la colección, o Richmal Crompton, Thomas Browne, Arthur Machen, Vernon Lee, Gregor von Rezzori o Rebecca West. De esta última fue la entrega anterior de la serie, publicada en dos volúmenes: Cordero negro y halcón gris, un extraordinario libro de viajes por los Balcanes de entreguerras. Al margen del futuro del Reino propiamente dicho, que tras la muerte del heredero de Shiel y John Gawsworth ha quedado descabezado, los libros de la editorial asociada conforman un catálogo breve pero perdurable que en adelante será objeto de deseo para admiradores y bibliófilos.
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